Un escritor que recuerda el futuro

Por Federico Goldchluk | Nota publicada en El Ansia 1

Marcelo Cohen viajó a España a fines de 1975, semanas después de la muerte de Franco y tres meses antes de la asunción de Videla en la Argentina. Tenía veinticuatro años y militaba en el Partido Comunista. A pesar de que su idea era pasar un año o dos en Europa, con más espíritu de aventura que de huida, la situación política en nuestro país cambió los planes. Se quedó a vivir en Barcelona y volvió definitivamente a Buenos Aires veinte años más tarde.

Antes de irse a España, publicó dos libros de cuentos: Lo que queda, en 1972, con prólogo elogioso de Abelardo Castillo, y Los pájaros también se comen. En este último, se destaca «El mar dulce», la historia de dos adolescentes que salen a remar por el Delta del Paraná. Uno quiere mostrarle al otro la magnificencia del Río de la Plata. Para eso reman, mientras conversan sobre una chica que les gusta y sobre los exploradores españoles que habían confundido el río con un mar de agua dulce. Los amigos llegan a la desembocadura, admiran por unos momentos la inmensidad y dan la vuelta. En el regreso, después de haberse diluido en el paisaje, ya nada es tan importante como antes.

Un puñado de elementos de este relato se han mantenido firmes en la literatura de Cohen: los lazos de amistad, la vocación por explorar y por nombrar, el espacio del Delta. Sin embargo, la narrativa que desarrolló en el exilio, y luego continuó al regresar a la Argentina, no es así de epifánica. Más bien al contrario, se volcó por completo a las distopías: mundos fantásticos e indeseables, semidestruidos, oscuros, pesadillas factibles.

Cohen pone en escena, con maestría, diferentes modos del encierro. En Insomnio, su segunda novela, todo transcurre en Bardas de Krámer, una ciudad patagónica imaginaria controlada por un ejército interamericano. Los militares, día a día, deciden quién puede salir de allí.

Lorelei es el escenario de El oído absoluto, distopía disfrazada de utopía: una especie de Disneyland de entrada libre y gratuita, donde el autoritarismo queda oculto detrás de una máscara de filantropía y sanación.

El primer relato de El fin de lo mismo, «La ilusión monarca» (título tomado de un verso de su poeta preferido, César Vallejo), trata sobre una cárcel de puertas abiertas, con salida al mar. Los presos pasan las horas imaginando cómo escapar y miran el horizonte con esperanzas. El problema es que los que se animan a nadar vuelven muertos, traídos por las olas. Los personajes, por lo tanto, conversan, hacen planes y temen.

Ya en ese relato se vislumbra lo que aparece en una novela posterior como Inolvidables veladas: el encierro puede ser mental e interiorizarse. Golo, el protagonista, está atrapado por su madre. No por la madre real, una cantante de tangos que vegeta en un geriátrico, sino por su holograma, que sigue dando conciertos a sala llena. Golo produce esos espectáculos, aunque quiere dedicarse a otra cosa.

2001 es el año bisagra. En la Argentina, por la explosión de la crisis; en la literatura de Cohen, por la publicación, en la editorial Norma, de Los acuáticos, un conjunto de relatos interconectados donde figura por primera vez el Delta Panorámico.

A decir verdad, no se trata de un cambio drástico. Cohen ha perfeccionado algo que había ensayado y buscado desde siempre: la instalación de un mundo amplio, consistente, fascinante e injusto. En definitiva, un desplazamiento, una torsión de la sociedad contemporánea.

A partir de Los acuáticos, el Delta Panorámico pasa a ser el lugar donde transcurre su narrativa entera hasta la fecha (y todo indica que lo seguirá siendo). Se trata de un conjunto de islas-estado esparcidas por un río. A pesar de su independencia, comparten lengua y moneda. Situado en un futuro incierto, pero con reminiscencias de formaciones sociopolíticas tan constitutivas de lo occidental como la Antigua Grecia, lejano y próximo a la vez, este Delta merecería una enciclopedia propia.

Cohen podría redactarla, pero sigue en plena tarea de exploración. No ha elaborado un mundo delimitado, completo y cerrado. Cada narración transcurre en una isla diferente, con sus propias costumbres, sus formas de gobierno y sus relaciones con otras islas.

Si pensamos en el jazz, género caro a Cohen, cualquier músico aceptaría que la improvisación tiene un punto de partida, un acuerdo mínimo entre los integrantes de la banda: un tema, un ritmo, un clima, o algún terreno compartido desde donde todos puedan elevarse. Nunca se improvisa sobre la nada.

La literatura, al igual que la música, puede buscar esa clase de libertad. Parecería que el Delta Panorámico se ha convertido en el tema que le permite a Cohen improvisar, en sentido riguroso, desde hace más de una década. Los acontecimientos pueden avanzar, retroceder, crear intriga, destruirla, pero siempre con la familiaridad de ese universo.

Incluso hay un efecto visual que refuerza la idea: los títulos de sus tres últimas novelas (Casa de Ottro, Balada y Gongue) descansan sobre el subtítulo “Una historia del Delta Panorámico”. Cuentan con ese límite, a la vez desconocido y posiblemente infinito.

Cohen hace convivir elementos disímiles. El nombre mismo del Delta Panorámico puede ser pensado como un oxímoron. Las islas son miles de fragmentos que están conectados pero no forman una unidad. Por otro lado, el panorama habla de una mirada que abarca un todo. ¿Cómo mirar de forma totalizadora lo que está fragmentado?

Suele decirse que Petrarca inauguró el espíritu del Renacimiento al escalar una montaña del sur de Francia en el siglo XIV. Desde la cima, según escribió en una carta, admiró el paisaje circundante, pero también sintió la grandeza del alma humana.

Lo panorámico del Delta, en cambio, está ligado a la dominación, a la mirada del control, ejercida por las instituciones: gobiernos, fuerza pública, corporaciones, medios de comunicación. Y ahí está la Panconciencia, una suerte de conciencia única de todas las islas del Delta a la que los ciudadanos pueden enchufarse, una realidad virtual que reafirma el vínculo entre lo totalizador y lo dispersivo.

Igualmente, la narrativa de Cohen no renuncia a la mirada. En el primer relato de Los acuáticos, «El fin de la palabrística», se da un contrapunto. La ciudad de Ajania sufre el hacinamiento. Crece en altura para no sobrepasar el límite establecido por una ronda perimetral que separa a la ciudad del suburbio pobre. Los ajanios viven en esa superficie, alienados, chocando unos contra otros.

Viol Minago, un disc jockey inquieto y reflexivo, funda la palabrística, una actividad circense. Grupos de entusiastas hacen piruetas, entrelazan sus cuerpos y forman letras que, en el aire, se convierten en palabras. En el momento culminante del relato, el personaje se ilumina. Subido a una montaña humana de palabristas, observa por primera vez lo que hay del otro lado de la ronda perimetral. Ve, básicamente, la miseria de los bordes. La escena recuerda al clímax de “El Aleph”, pero no transcurre en la soledad de un sótano, concentrado en un punto, sino en las alturas, en un panorama de 360 grados.

El Delta insiste en yuxtaponer opulencia y miseria. Cohen narra desde ambos lugares. Describe las ciudades, pero también los descampados y los espacios marginales. Es una versión diferente del desierto de Sarmiento. La civilización genera actividad incesante, pero también huecos, pozos, baldíos, basura e infertilidad.

En «Neutralidad», otro relato de Los acuáticos, un gobierno crea un desierto para mantener lejos a sus vecinos, que quieren cruzar la frontera y trabajar en ese país. En el final de la nouvelle Impureza, el protagonista recorre un terreno típico de los suburbios de una gran ciudad, donde solamente hay un perro paria, un remolino y mucho viento.

Sin embargo, las historias de Cohen no suponen la resignación confortante, la entrega al sinsentido o a la abulia. Es una literatura de resistencia. Sus personajes, sin ser líderes carismáticos, se unen por el deseo de huir y así salen del aislamiento. No estamos ante valientes que desafían los límites y logran cambios revolucionarios. Los mundos permanecen igual. La búsqueda es de un lugar nuevo.

En definitiva, lo que Cohen pone en escena es la complejidad del escape. Si solamente se tratara de desplazarse hacia otro lugar, todo resultaría más fácil. En su narrativa, la liberación es similar a un despertar. Los personajes empiezan adormecidos, subyugados por una atmósfera a la vez placentera y opresiva. A lo largo de las páginas, se van desperezando, abren los ojos y, como Viol Minago, ven más allá de lo que tienen alrededor.

La resistencia más significativa en la narrativa coheniana pasa, sin duda, por el lenguaje. El oficio de traductor, principalmente del inglés, parece haberle dado el entrenamiento para experimentar con el lenguaje y hacerlo mutar. Cohen alterna entre diferentes registros; puede pasar de frases recargadas y barrocas a otras más sencillas. Mezcla jergas y argots con cultismo y arcaísmos, hasta alcanzar una lengua comprensible y, a la vez, futurista. Su estrategia es la proliferación.

Tal como se dice del narrador protagonista de El oído absoluto, Cohen es un orfebre del lenguaje. Las palabras en sus manos son artefactos. Hay un rastreo para encontrarlas, para ubicarlas en un lugar extraño o para, directamente, inventarlas. Los neologismos, especialmente a partir de Los acuáticos, son una marca de su estilo. Nunca están presentados como una rareza, entrecomillados o en una tipografía diferente. A veces, designan un objeto inexistente en el presente, y el término o el contexto se encargan de dar alguna pista. Si un flaytaxi pasa por el cielo, no es necesario aclarar que es un taxi volador. O si surge una nueva institución que en lugar de matrimonio se llama trimonio, se supone que los involucrados son tres en vez de dos.

El neologismo también puede hacer el camino inverso: esconder algo conocido detrás de un vocablo opaco. En el Delta Panorámico toman yecle, en ronda, en cáscara de calabaza, sorbiendo con una caña. Demasiado parecido al mate, pero con otra denominación.

Más allá de encierros y distopías, el lenguaje es una fuente de poder. Trabajar sobre él, con soltura, con espíritu de explorador, posibilita la llegada a un mundo nuevo, que no existía antes que ese lenguaje. Empieza a existir cuando se lo lee.

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