Por Matías Capelli | Nota publicada en El Ansia 1
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Mario Jorge De Lellis fue un insigne poeta porteño de los cincuenta y sesenta. Poco tiempo después de su muerte, un grupo de escritores principiantes entre los que se contaban Marcelo Cohen, Jorge Asís, Irene Gruss, Jorge Aulicino y Daniel Freidemberg bautizaron con su nombre un taller literario que marcaría la forma en que entenderían a la literatura de ahí en más. A continuación, un ejercicio de ficción recrea aquellos años.
Para Irene Gruss, Marcelo Cohen y Jorge Aulicino.
Si mal no recuerdo el taller empezó en 1969. Al principio se llamaba “taller Aníbal Ponce” y se hacía los sábados en el barrio de Once, alrededor de una mesa en una oficina que nos prestaba el IFT, el teatro de la comunidad judía comunista. Casi todos caímos ahí por nuestro vínculo con la juventud del Partido. El que no era militante, simpatizaba: Gruss, Cohen, Asís, Freidemberg, Reches, Aulicino y yo éramos parte de un grupo de pendejos apasionados coordinado por José Murillo. Era una buena persona Murillo, muy elegante, de bigote recortado, siempre de traje, canoso y de ojos verdes, acento jujeño, pero con una visión literaria dogmática. Hubo una época en que se dedicó a la literatura infantil y publicaba cuentos con animales en el monte jujeño, buenos relatos, pero por ese entonces había pasado a escribir novelas proletarias que salían por alguna de las seis o siete editoriales del PC. Una de sus novelas se llamó Los traidores y era sobre el movimiento sindical, aparecía Vandor pero con otro nombre, porque él había trabajado en fábricas y sabía de eso. Lo apreciábamos aunque nos resultaba demasiado rígido y limitado, con bajadas de línea del tipo la literatura tiene que estar al servicio de la revolución, alumbrar la conciencia del hombre nuevo.
No recuerdo si fue producto de una defenestración de Murillo o si el IFT no pudo albergarnos más, lo cierto es que nos fuimos a la SADE, al caserón de la calle México, y ahí empezó a llamarse taller Mario Jorge De Lellis. Creo que fue el Turco Asís, que tenía mucha circulación por los cafés de Corrientes, quien vino y nos dijo que se había encontrado con Ulyses Petit de Murat, presidente de la SADE, y que este le había ofrecido un espacio para hacer el taller. Lo discutimos y aceptamos ir incluso teniendo aversión hacia la SADE. Era como dar un empuje de luz y de juventud, mal que bien.
Para nosotros De Lellis era un personaje legendario por las historias que de él se contaban. Era un tipo muy recio, socarrón, de perfil bajo, que representaba todo lo que era la porteñidad. Se pasaba las noches chupando en los boliches, muy de Almagro, del bar Gildo de Medrano y Corrientes, hincha fanático de Boca.
Pero más allá del mito, la verdad es que no era un poeta al que admiráramos tanto como a Tuñón, por ejemplo, a quien íbamos a visitar. Además De Lellis había muerto dos o tres años antes. Le pusimos su nombre porque estábamos en esa corriente medio porteñista coloquialista, nos gustaba Gelman, y entonces en algún punto sí fue una declaración de principios. Fue una marca urbana, ideológica en cuanto a tener libertad y no estar atados.
Cuando nos mudamos a la SADE dejó de haber coordinador y cada reunión pasó a ser coordinada por un integrante del taller que se hacía cargo de distribuir el uso de la palabra cuando se comentaba un texto sometido a consideración. Era como se dice ahora un taller autogestionado. Alguien se proponía para ser leído en la siguiente reunión y traía fotocopias. Había poetas y narradores, la mayoría teníamos dieciocho, diecinueve años. Leíamos poemas, fragmentos de novelas, cuentos, y después venía la ronda de crítica, totalmente libre, en la que cada uno decía lo que opinaba. Había turbulencias dentro del taller porque éramos de hacer críticas muy duras, muy desbocadas; tal vez porque no teníamos muchos elementos teóricos terminábamos diciendo cualquier disparate. Todo era “no me gustó porque es una cagada”, “cómo escribís así”, etcétera. Eso sí: había mucha honestidad intelectual. Éramos muy apasionados, y muy crueles. Yo aprendí así, a los palos. Si hay algo que reivindico es haber aprendido que el poema es un objeto estético, no es a mí me pasó tal cosa y esto es lo que me salió. Éramos muy críticos y autocríticos, no se permitía la chantada, la cosa fácil. No queríamos seducir, queríamos conmover.
Teníamos una línea antinerudiana, provallejiana a full. Éramos muy de Girondo, de Huidobro, en cambio a Benedetti lo denostábamos mal. Nos interesaba la poesía yanqui, que no era tan conocida, toda la generación de Wallace Stevens, Williams C. Williams, muchísimo Eliot, Ezra Pound. Montale y Pavese fueron dos de nuestros maestros. No eran autores para Gelman o para Urondo, no era lo que ellos leían. Hubo un recambio; en ese momento leer a Dylan Thomas era rarísimo, no era una lectura de época. Novela se leía sobre todo la novela argentina que iba saliendo, lo que editaba Tiempo contemporáneo: Viñas, Rozenmacher, etcétera. Cada tanto, una vez por mes, había un invitado, por ejemplo un abogado que hoy es uno de los grandes abogados de derechos humanos, hasta trabajó para Naciones Unidas, Roberto Matarolo, en ese momento era poeta y vino a dar una clase de poesía francesa. O un poeta comunista paralítico de apellido Malamud, no era muy buen poeta pero daba una lección rara de creencia en la poesía y voluntad de sobrevivir. Y después los maestros, tipos que iban a dar una charla, a contestar preguntas: Isidoro Blaisten, Haroldo Conti, Abelardo Castillo, Liliana Heker, Humberto Costantini, Luis Luchi, Alfredo Carlino, Miguel Briante.
Mal que bien por ese entonces muchos sacaron su primer librito. Por esos años Aulicino publicó su primer libro, Reunión, del cual reniega; Freidemberg, Blues del que vuelve solo a casa; Cohen los cuentos de Los pájaros también se comen, del que reniega, él también. Y en ese momento era difícil sacar narrativa, salvo ser un Turco que convencía a cualquiera. El Turco tenía una labia impresionante, era muy hábil: sacó un libro de poemas, Señorita Vida, la novela Don Abdel Salim, el burlador de Domínico y los cuentos de La manifestación, en los que todos éramos personajes, nos escrachó. Un librito digno, igual. A finales del 72 salió una antología que se llamó Los que siguen. Era de ediciones Noé y tenía poemas de Lucina Álvarez, Guillermo Boido, Daniel Freidemberg, Guillermo Martínez Yantoro, Rubén Reches, Jorge Ricardo Aulicino, Manuel Ruano y también algunos poemas míos. A Gruss le dijeron lisa y llanamente vos todavía no estás, y ella acató.
En ese momento el que verdaderamente tenía una idea personal de la poesía era Reches, un poeta romántico tardío con unos poemas increíbles en que podía aparecer la palabra “rueca”. Tenía un hálito muy rimbaudeano, una voz muy linda. Era comunista hijo de comunistas, como Aulicino. Después en los ochenta publicó Arrabal de esferas, que le presentó Beatriz Sarlo, y en noviembre pasado editaron su poesía reunida, que son setenta páginas. A Reches lo había traído el Turco y era un poeta que no se parecía a nadie, de un lirismo triste, con una dicción muy clara y sin embargo, en fin. Otros que también se acercaron al taller a través del Turco, aunque eran más grandes que nosotros, fueron Oscar Barros y su mujer, Lucina Álvarez. Eran de esos noviazgos de los setenta de estar siempre en los cafés, horas de café por día leyéndose cosas. Barros era un intelectual de Corrientes que escribía pero nunca terminaba de escribir una novela demasiado cortazariana. Lucina había sido mujer, compañera nada menos que de De Lellis. Era mucho más joven que él y lo había cuidado en su agonía, De Lellis enfermo a los cuarenta y pico y ella de veinte. Por supuesto que tenía un aura por haber sido mujer del tipo. Muy hermosa, buena poeta, era impensable para cualquiera de nosotros, pero Barros no había tenido escrúpulos con el mito. Vivían en un departamento por Arenales y Coronel Díaz. Después los dejé de ver y en mayo del 76 los secuestró un grupo de tareas.
Durante el taller no tomábamos, fumábamos como escuerzos, eso sí. Después íbamos a comer. En esa época eras pobre pero podías comer afuera, podías comprar libros usados, pilas de libros, íbamos al cine, no sé cómo hacíamos. Al principio después del taller tomábamos algo a la vuelta del IFT. Había un bar en la esquina de Corrientes y Pueyrredón, El paulista, y otro a la vuelta, sobre Corrientes hacia Boulogne sur Mer, La cubana, que tenía una barra adelante, un pasillo estrecho y después un saloncito. Éramos pendejos, teníamos veinte años, faltaba un poco para que empezáramos a ginebrear, así que era más de café que de trago. La nuestra era una bohemia no diría mojigata pero sí muy tibia. Éramos militantes, entonces el alcohol nunca abundaba, al porro cada uno entró por su lado.
El primer o segundo BA Rock que se hizo en el Velódromo, cuando vi parejas de mujeres besándose fue un shock, no lo iba a condenar pero mi ser de joven comunista crujía de un deseo que yo no entendía.
No se hablaba tanto de política, lo que más interesaba era la literatura. Participábamos poco de las reuniones oficiales partidarias, y de parte de los dirigentes del área cultural nunca tuvimos presión. Nos movíamos con bastante autonomía, no había bajada de línea del PC en materia literaria o estética, no había un control ideológico muy estricto.
Muchos de nosotros pertenecíamos a una célula de la rama de la cultura, con Héctor Agosti a la cabeza. Éramos muy autocríticos del Partido, no por nada todos nos terminamos yendo. El PC tenía ese pacifismo cauto que al final lo llevó a la condena, sobre todo por seguidismo soviético, pero te enseñaba autodefensa, a tirar, tenías un arma en tu casa. Durante un tiempo, en la época más brava, tuve un arma en casa. Nadie lo supo nunca, ni siquiera mi compañera.
En la SADE duramos poco. Una vez pusieron una bomba en un edificio de la misma manzana y de la explosión se cayó parte del techo en el salón que nos prestaban, entonces nos dijeron que por un tiempo no volviéramos. En ese interín hubo elecciones, Petit de Murat perdió y asumió Dardo Cúneo, con quien estábamos enfrentados. Cúneo nos dijo que la SADE organizaba actividades oficiales, que si queríamos seguir con el taller, iba a tener que ser un taller de la SADE, pero el De Lellis, no. Entonces nos fuimos a la Sociedad de Artistas Plásticos, que nos prestó un lugar en Viamonte y Florida, y después yiramos por oficinas, locales de galerías. Cada uno se fue alejando del taller en distintos momentos. Yo estuve hasta que hice el servicio militar, en el año de Cámpora. Creo que en el 73 fue un poco la dispersión. Freidemberg y Gruss se hicieron pareja, Asís dentro de su mujerieguismo se hizo una novia más estable, Mirta Hortas, una escritora realista muy buena con la cual se casaría. Ninguno de ese núcleo siguió, pero había entrado gente que lo sostuvo: Alicia Genovese, Juano Villafañe, Leonor García Hernando, Luis Alonso, Sergio Kisielewsky, Nora Perusiny, toda la gente de la revista Mascaró, que eran más chicos. Ellos un poco se apropiaron del De Lellis, si hasta terminaron haciendo una obra de teatro.
Una vez tomamos el edificio de la SADE, subimos la escalera, tiramos bancos, el Turco mandándose una perorata arriba del escritorio, Reches cantando en francés canciones de
Jacques Brel, una euforia de pendejos… Íbamos a las asambleas, armábamos quilombo. Creamos un movimiento político que ganó elecciones de la SADE en alianza con los socialistas; estaba Conti, Costantini, Cohen llegó a ser vocal. Otra vez ejecutamos una acción contra la dirección de Cúneo, no recuerdo bien por qué, lo cierto es que fuimos a sabotear un acto.
Organizaban una especie de feria del libro, un precedente de la feria actual, en la calle Florida casi plaza San Martín. Habían montado un escenario y un podio para hablar el
día de la inauguración, y nosotros fuimos a sabotear el acto con bombitas de olor. Era ridículo porque era al aire libre. Lo tremendo fue que al llegar vimos que en el podio estaba Tuñón, a quien respetábamos mucho y con quien teníamos cierta relación. Entonces fuimos por el costado a hablar con él, el tipo bajó del escenario, y nosotros le informamos que estábamos en contra de esta comisión directiva, que íbamos a sabotear el acto. Y Tuñón nos dijo por qué van a hacer eso, muchachos, es una pavada, Cúneo es un buen tipo.
Estábamos todos con bombitas de olor en los bolsillos, Carlino que pasaba tapándose con un piloto listo para dar la orden, y al final ganó la opción de hacer explotar las bombitas. Lo peor es que pasó inadvertido, a lo sumo alguno se dio vuelta diciendo qué feo olor.
La poesía de De Lellis no era sentimental tanguera, evocativa o nostalgiosa; era más exaltadora, celebradora de su época. Tiene un libro, Hortigueral de Almagro, que es
un canto a las calles del barrio. No es “paredón y después”, es una cosa más contemporánea. Está ligado con el pasado, pero ocurre en tiempo presente. Exalta la materia, las cosas simples: el pan, el guiso, la comida.
El “Canto a los hombres del vino tinto” y el “Canto a los hombres del pan duro” es eso. No es el boliche del tipo que está tomando ginebra solo, sino un boliche vital, de inmigrantes comiendo, más fonda bulliciosa que triste. Hay una visión de futuro celebradora, y el ritmo, la energía de los poemas de De Lellis, salvando cien mil verstas, tiene algo de Mayakovsky. Era un buen poeta popular, auténticamente popular y urbano, como Carlos de la Púa; escribía uniendo las formas de la gran poesía con metáforas lo más al ras posible. Y tiene la misma vigencia que puede tener Gotán, de Gelman, A la sombra de los barrios amados, de Tuñón, o muchos poemas de Borges. Porque, ¿qué vigencia tienen hoy los cuchilleros o Jacinto Chiclana? Nada, un carajo, es un mundo que fue.