El mar dulce, por Marcelo Cohen

Marcelo Cohen publicó “El mar dulce” en 1975, en un libro de cuentos titulado Los pájaros también se comen que ha preferido considerar obra de juventud y ofrecer al olvido. Al poco tiempo se fue a vivir a Barcelona, a la España ya inimaginable del posfranquismo. En los años que siguieron ensanchó horizontes y biblioteca, según contó en entrevistas, y se convirtió en uno de los más grandes escritores y traductores de la lengua española. En “El mar dulce” no está todavía la imaginación fantástica de sus libros posteriores, pero el paisaje acuático del delta y el skyline de la ciudad ya buscan un lenguaje que no cabe en ningún costumbrismo. En agosto de 2020, desde su encierro postapocalíptico de Buenos Aires, como quien en caso de emergencia rompe el cristal, Cohen corrigió para El Ansia este viejo cuento, en el que se conservaba una cantidad de aire fresco y una amplitud de horizonte que hemos olvidado mucho más rápido que aquel libro de hace casi medio siglo.

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El mar dulce

Ya vas a ver, había dicho el Rubio. Era una frase de las que se decían en los momentos importantes, pero creaba una expectativa que ponía nervioso. Por momentos Gerardo se distraía mirando el sudor que le bajaba desde los hombros hasta las muñecas. Pero en seguida volvían los tábanos, que no eran nada divertidos y aprovechaban ese líquido salado para pegotearse en la piel y picar. Eran bichos estúpidos: con un manotazo rápido se podía matar tres o cuatro. Caían al agua y ahí quedaban, flotando. Claro que Gerardo no podía intentar un golpe porque si lo hacía iba a dejar de remar. Le iba a ser difícil recuperar el ritmo y la canoa iba a tardar todavía más en llegar; al Río de la Plata o a donde fuera.

—Estos bichos son lo más boludo que hay —dijo.

—Y, sí —dijo el Rubio—. Son los hijos bobos de las moscas.

—Son más grandes. De tamaño.

—Por boludos.

Gerardo no habló más porque se cansaba y porque algunas cosas que se le ocurrían al Rubio no había que escucharlas. De todos modos había dicho Ya vas a ver, y parecía que la frase traía guardado algo grueso, y el Rubio era de lo mejor que conocía en San Fernando. Se había dado cuenta de que a él le gustaba Claudia y ahora lo estaba llevando por el camino del Plata para que pudiera impresionarla. Venía con su canoa detrás de la de Gerardo clavando las palas en el agua marrón, frenético, encorvado hacia adelante y con los rulos amarillos sobre la frente. Por momentos el Pacú se hacía tan angosto que Gerardo creía que no iba a tener salida. Estas islas no son dos, pensaba. Son una sola y este riacho se va a enterrar en el albardón. Pero después volvía a abrirse hasta tener casi diez metros. Entonces, mientras descansaban, él calaba el fondo con el remo.

—¿Y si nos quedamos clavados? —preguntó.

—No, hubo creciente hace dos días.

O sea que podían seguir. Menos mal, pensó. Le costaba silbar y tenía la boca seca pero tenía que ver el Plata. Claudia se había quedado en la rampa riéndose con los ojos ariscos y apenas los había saludado una vez, casi por compromiso. Ahora estaría en el club, detrás del alambrado de la cancha de tenis, mirando jugar a Freddy. Alguna vez a Gerardo se le había ocurrido jugar al tenis para llegar a ganarle a Freddy delante de Claudia. Pero ya me convencí de que no. Si me gusta el básquet sigo jugando al básquet, que Claudia me vaya a ver cuando se le cante. Además no tenía plata para comprarse una raqueta como la gente.

Claro que a Claudia le gustaba el color naranja de la cancha de tenis. Ahora, a las dos de la tarde, había ido a despedirlos y apenas había levantado la mano y se había reído con los ojos porque estaba segura de que no iban a llegar.

Ya vas a ver, había dicho el Rubio, y bueno, ahí estaban, remando desde hacía dos horas y media. El Pacú se volvía a cerrar. En cada palada había que esquivar los juncos de las orillas.

—Ese Freddy debe ser medio marica.

—¿Por? —preguntó el Rubio.

—Todos los fanfarrones son maricas. Al final son maricas.

El Rubio no contestó. Se había incorporado y estaba mirando dos sauces que se juntaban como abrazándose en un recodo que se iba acercando. Estamos por llegar, dijo, y remaron con más fuerza. Gerardo dejó la mirada en el espolón de la canoa y contó las remadas hasta el recodo. Fueron veintitrés. Claudia no les había creído y ahora estaban por llegar. Finalmente ese riachito miserable desembocaba en el Plata.

—Y vos ¿cómo encontraste este camino?

—Un día me metí y seguí derecho.

—Qué culo, ¿no? —dijo Gerardo—. Che, Rubio.

—¿Qué?

—¿A vos qué mina te gusta?

—Mirá —dijo el Rubio.

Gerardo miró hacia adelante y sintió de golpe toda la sangre en la garganta. Las islas habían desaparecido por detrás. Se cortaron, Gerardo. Desaparecieron las islas. El Plata, Gerardo, todo el Plata. Ahí estaba, primero marrón, después gris y brillante como una plancha de metal gigantesca. ¿Cómo, y las islitas, y el Pacú? Nada, el Plata salpicado de lenguas blancas y allá al fondo quién sabría qué. Porque no había nada, solamente una inmensidad tremenda y miedo, Gerardo, miedo, olas que se hacen grandes y más y más río y así hasta el mar. Río y el cielo azul desteñido, agua golpeando contra ella misma, un ruido violento. Y algo más: la ciudad, y tuvo que apoyar el remo en los bordes de la canoa y reclinarse para mirar mejor, no podía hablar, ahora no era el cansancio sino otra cosa, la ciudad, un bloque deforme de edificios altísimos envueltos en una nube casi negra, ahí adentro vivía él, algo como los castillos encantados de las revistas de terror pero mucho más grande; al fin y al cabo era Buenos Aires. Y ahora la tenía enfrente, la miraba por encima del río más grande del mundo y la ciudad estaba a punto de caerse sobre esa densidad quieta y amenazante y sin embargo no se caía, solamente rugía y crecía y seguía envuelta en un espeso humo oscuro mientras las cabezas de los rascacielos se asomaban y volvían a esconderse como dedos rígidos entre cortinas.

Estaba soplando viento del sur y los reflejos del sol le daban en los ojos. Pero no podía dejar de mirar ese río que ahora parecía blanco y que desde ahí era más grande que el mar, quizás inmenso como el desierto donde él había leído que los hombres se perdían y vagaban meses enteros hasta salvarse de pura casualidad o morir convertidos en esqueletos, pero de desierto nada, más bien, era agua blanca, agua espesa y poderosa, y tuvo que restregarse los ojos para ver que en realidad era marrón, como es el agua de los ríos, los que arrastran algo, y entonces se acordó de algo. Los españoles lo habían llamado Mar Dulce. Solís y los primeros que llegaron con él, Gerardo, ellos creyeron que seguían viajando por el océano pero probaron el agua y comprobaron que les quitaba la sed. Así que lo llamaron Mar Dulce. Pero para ellos era otra cosa, lo habían visto desde donde llegaban los conquistadores, entrando en el estuario desde el mar, y en esos tiempos la ciudad sofocada dentro de la nube negra ni siquiera había empezado a existir porque la habían fundado después, ya se sabe, Pedro de Mendoza y Garay, y a Solís lo habían matado y a todos sus compañeros también, los indios que cuidaban el Mar Dulce. Ahora Gerardo se acordaba de las clases de historia y estaba mirando el Río desde el lugar donde se terminaban las islas, o empezaban, cómo decirlo mejor. Pero no, acá es donde empieza el Mar Dulce, desde este lugar casi nadie lo conoce, quizás los que navegan en veleros, y el río era chato y acechaba y las lenguas soplaban con un ruido ronco, como si el viento saliera del agua misma, y con el reflejo del sol todo volvía a hacerse blanco. Tal vez Claudia fuera a esperarlos, si calculaba un poco el tiempo, con su malla azul y el pelo atado con una cinta; no iba a tener de qué reírse después de que ellos vieran el Mar Dulce. Parecía el océano pero no era salado, quitaba la sed, y las dos canoas solitarias de Gerardo y el Rubio habían llegado a ese lugar y nadie los había detenido, nadie, dos canoas solas y todo el Río de la Plata, esa dudosa mansedumbre interminable que estaba viendo y con todo eso en los ojos y la cabeza la cara de Claudia no aparecía por ningún lado por mucho que tratara de imaginársela. El agua se la había tragado.

Solamente estaban las olas que empezaban a levantarse y se cortaban misteriosamente unos metros por delante de ellos, en el lugar donde los últimos juncos vibraban como hombres flacos y encorvados, sin preocuparse por la soledad y la nube negra. Había una sensación grande de soledad en ese lugar, pero no de tristeza. Sensaciones había, sentimientos ninguno.

El Rubio había ubicado su canoa al lado de la de Gerardo.

—¿Ves cómo se cortan las olas? Estamos sobre un banco —dijo.

—¿O sea que no es profundo?

—Casi nada —dijo el Rubio. Tenía los ojos redondos y descoloridos, remotamente verdes.

Gerardo pensó que no podía ser. Agarró el remo con la mano derecha y lo clavó verticalmente al agua. En seguida tocó el barro del fondo: apenas había treinta centímetros. El Rubio se había inclinado sobre un costado y estaba mojándose la cabeza con las manos. Gerardo pensó que eso era muy poco. Se bajó de la canoa y empezó a caminar sintiendo cómo el agua le cosquilleaba en las rodillas. Era difícil mover los pies entre el barro que se deshacía y las raíces, pero él no sentía el fondo, solamente sabía que estaba caminando por el comienzo de algo que por momentos parecía mercurio y desde ahí él era el patrón de un río interminable y mandaba sobre la ciudad y todo lo que estaba a la izquierda, lo que no se podía cubrir con la vista, todo tuyo, Gerardo, mojándote los pies en el río más grande del mundo, caminando por el Mar Dulce, los ojos heridos por el resplandor, el agua gris y las puntas blancas, salpicados por el rocío que levantaba el viento, con el horizonte alejándose a medida que él avanzaba, con cuidado porque el banco podía terminarse aunque eso tampoco era problema porque iba a nadar, hundirse completamente y después sacar la cabeza y respirar, algo le estaba por estallar en el pecho y entonces una nube delgada, una miserable nube tapó el sol, y el río ya no fue blanco ni del color del mercurio, y se dio cuenta de que la tristeza le había entrado en el cuerpo, había desplazado las sensaciones, el río era demasiado grande, le había tragado la fuerza y se había robado el olor de las hojas de ceibo que estaban detrás, en las islas, una tristeza como un puño en el estómago y ya no había nada que hacer.

Se agachó para hundir la cabeza en el agua. Cuando empezó a sacudirla notó que le pesaban los hombros. Se pasó las manos por el pelo, volvió a su canoa y esperó que el Rubio hablara.

—A este lugar voy a volver siempre —dijo el Rubio—. Pero ojo, no hay que decirle a nadie cómo se llega. ¿Hecho?

—Hecho —dijo Gerardo—. Hecho.

—Macanudo —dijo el Rubio, y se quedó un momento más con los ojos fijos en las lenguas blancas—. Mejor volvamos. Se va a hacer de noche.

Gerardo no contestó. Dio unas remadas y giró la canoa para entrar otra vez en el Pacú. Ahora parecía más angosto que antes y mientras se internaba él miró hacia atrás para ver cómo las dos filas de sauces iban escondiendo el Mar Dulce. Pensó que aquel era el lugar donde menos le hubiera gustado que lo agarrara una tormenta.

—Cuando le contemos a Claudia va a abrir los ojos así de grandes —le gritó al Rubio, que ya se acercaba.

Aunque en realidad no le importaba demasiado lo que estaba diciendo.