El fino oído de un recreador de géneros
A propósito de una trilogía de Leopoldo Brizuela
Como fue notorio para quienes tuvimos el placer de conocerlo, hubo varios Brizuelas en Leopoldo y sería una necedad y un empobrecimiento querer abarcarlos a todos en una evocación como esta.
En todo caso, supongo que quienes lo trataron coincidirán conmigo en que un rasgo esencial de Leopoldo, ese que lo hacía querible y admirable por encima de sus muchos y singulares talentos, era su exquisita, delicada e infrecuente sensibilidad. Leopoldo era de piel muy delgada: la más tenue brisa de una conversación era capaz de convertirse, para él, en una caricia, y el soplo más sutil de la palabra del otro podía herirlo, incluso cuando a veces esa no era la intención de su interlocutor de turno. Esa condición, que para la vida en común no siempre es una ventaja, lo predispuso en cambio notablemente a la creación, no solo de libros admirables, sino también al canto, la traducción, la investigación cultural y a la más hospitalaria de las recepciones respecto de las actividades creativas de los otros.
Leopoldo escribía y leía echando mano de un rico instrumental que incluía una erudición profunda pero nunca ostentosa, una lucidez que jamás subsumía en ella la emoción y un repertorio de técnicas tan sofisticadas como invisibles. Pero creo que su herramienta fundamental era el oído. Cualquiera que haya conocido a Leo podrá dar fe de su bellísima voz, que convertía en cantábile casi cualquier cosa que dijese y que, desde luego, cuando se decidía literalmente a cantar, emocionaba como pocas, no solo por sus cualidades técnicas sino también y sobre todo, por su notable capacidad expresiva. Sospecho que Leopoldo se ponía a escribir persiguiendo esa misma condición impalpable y al mismo tiempo insoslayable del canto: es imposible encontrarlo desafinando o calando una frase en cualquiera de sus libros, ya fuesen estos de ficción, poesía, crítica o ensayo. Y ese fino oído para escandir las frases de sus escritos como si fuese melodías, cargadas de armonía y un ritmo siempre adecuado a lo que se pone en juego en ellas le permitió también frasear, con precisión, pero sin dogmatismos, la música inherente a tres géneros diversos con los que él mismo se encargó de tipificar tres de sus novelas más ambiciosas y logradas: Inglaterra, una fábula (1999), Lisboa, un melodrama (2010) y Ensenada, una memoria (2018).
No estoy seguro de que Leopoldo haya concebido de entrada un proyecto de escritura que organizara a priori esas tres novelas como una trilogía. O de que, incluso, pensase ampliar el conjunto. Pero lo cierto es que hoy esos tres libros pueden leerse como sendos movimientos de una suerte de sonata concebidos con un rigor formal que en ningún momento empaña la fluidez, el esplendor y la fruición de su lectura.
La primera de ellas, Inglaterra…, describe con entonaciones épicas las aventuras de una legendaria compañía teatral consagrada a la obra de Shakespeare para establecer un sorprendente vínculo poético entre el universo concebido por el bardo en La tempestad y los habitantes del confín más austral del continente americano. La novela se despliega con la precisión de una obra de suspenso, la capacidad de sorpresa de un libro de aventuras y la grandeza intelectual de una búsqueda del espíritu. Compleja pero perfectamente legible, tachonada de alusiones y sutilezas, se cumple en su vasto desarrollo con rara eficacia. Escrita con un lenguaje claro y casi siempre subordinado a los intereses del relato, puede leerse en el despliegue de su frondosa anécdota, pero también, y ante todo, como una metáfora capaz de ligar literariamente la esfera de la poesía y el teatro con las polémicas cuestiones de la religión, la política y la antropología.
Así como Inglaterra… se despliega en un arco temporal extenso y de dimensiones míticas, Lisboa… concentra morosamente su acción en una sola noche de 1942, en la que parece estar en riesgo la neutralidad de Portugal en el marco de la segunda guerra mundial. Escrita como una pieza teatral o un film sentimental, los personajes del drama tienen en algunos casos una carnadura histórica (el compositor y actor Enrique Santos Discépolo y su mujer, la cantante Tania, la cantante de fados Amália Rodrigues) y, en otros, se trata de criaturas enteramente ficcionales. Y, en este sentido, uno de los mayores logros de la novela es la perfecta armonización de una y otra clase de personajes, al punto que un lector desavisado que ignorara la existencia histórica de Discépolo, Tania o Amália no podría sospecharla por ninguna forma de impostación didáctica del autor a la hora de integrarlos a su ficción. Si bien el hueso emocional de la novela es, como ella misma lo declara, el melodrama folletinesco, aquí el género se cruza, un poco a la manera del mítico film Casablanca, con la novela de espionaje y el drama bélico, y constituye un auténtico festín de puntos de vista: por medio del recurso del registro indirecto libre, el lector pasa de la piel de un personaje a otro casi sin solución de continuidad y sin dejar jamás de percibir su intensidad narrativa y emocional.
Ensenada se constituye, a su vez, como el más personal y autobiográfico de los tres movimientos de esta formidable sonata narrativa. Casi sin ocultar las huellas de tal condición, la novela se dedica a evocar el período del primer peronismo en la Argentina desde la perspectiva de una familia antiperonista y, en particular, de Poliya, una encantadora niña de nueve años de edad. Y aunque el tiempo real en el que transcurre la novela es de 3 o 4 días, desde el 16 hasta el 19 de septiembre de 1955, es decir, justamente en el momento en que se produce el golpe de estado contra el segundo gobierno constitucional de Juan Domingo Perón, el tiempo narrativo se ensancha grandemente en virtud de los recuerdos de los diversos personajes en acción. Con el telón de fondo de una lluvia interminable, como en efecto sucedió en esos días en Buenos Aires y sus alrededores, la novela traza un finísimo hilván entre el tiempo histórico y el tiempo íntimo y subjetivo de sus personajes, entre la memoria personal y los hechos que marcaron para siempre la idiosincrasia y los destinos de la Argentina. Así como en Inglaterra la escritura tiene el tono épico y elevado de una gran gesta cultural y antropológica, y en Lisboa… las voces que narran lo que sucede y se narran a sí mismas adquieren la intensidad lírica de las pasiones que solo pueden ser expresadas a través del canto, en Ensenada el registro casi omnipresente es el de una lengua coloquial que tiene el perfume y la gracia propios de una época que ha quedado registrada en los monólogos de Pepe Arias y Mordisquito, en las delirantes creaciones de Niní Marshall y, por supuesto, en el teatro, el cine y la canción popular de esos años.
Extensas no porque busquen la imposible exhaustividad de los asuntos que exponen sino porque intentan desplegarlos en toda su dimensión simbólica y poética, entiendo humildemente que estas tres novelas ponen en evidencia mejor que cualquier otro fruto del talento de Leopoldo esa cualidad tan suya que he dado en llamar oído para los géneros y que bien podríamos redefinir ahora como una insuperable intuición para la forma y para esa condición indefinible que es el estilo.
Cantautor de su propia, bellísima obra, Leopoldo nos ha dejado demasiado pronto, pero ha tenido la delicadeza de hacerlo solo después de haber concebido, entre otras, estas tres hermosísimas pruebas de que la forma que él perseguía logró encontrarse en cada caso con el estilo que mejor le cabía.
Guillermo Saavedra