El conjunto vivo y otras formas de lo que no se termina

Por Lara Segade | Nota publicada en El Ansia 1

A Ciro, que nació uno de esos días.

Nos encontramos con Marcelo Cohen dos veces, las dos en el mismo bar, sobre la avenida Cabildo. El que por fuera reproduce un edificio de Nueva York. Es feo, me dijo por teléfono, pero el piso de arriba es tranquilo: era cierto. Tiene una luz fuerte, blanca, como de invernadero. Marcelo va seguido, lo conocen. Nos presenta al mozo, Luis Alberto, que es fanático de Spinetta y siempre le guarda los libros que él indefectiblemente se olvida. La primera vez fue un viernes de agosto de 2012.

Marcelo cuenta que está trabajando en un libro de películas sobre el Delta Panorámico, ese espacio en el que transcurren todas sus historias a partir de Los acuáticos –y las anteriores, tal vez, también, aunque todavía esa zona no tuviera nombre. “Es un sujeto que es Marcelo Cohen del Delta Panorámico, al que le gusta contar películas que le han interesado por alguna razón y las cuenta de distintas maneras. Hay de todos los géneros, de espionaje, comedias, traspiés de la vida, y muchas que no son de ningún género, no se sabe qué son”. Como El beso de la mujer araña, le digo. Más o menos: Marcelo Cohen no las interpreta. No hay introspección tampoco, “toda la psicología es lo que él cuenta de las acciones”.

Una de esas historias dio origen a Como fuimos, una confluencia de monomedios (que no es lo mismo, según dice en la página del evento, que una obra multimedia) que se presentó en junio en la Alianza Francesa. Algo así como un “cine desarmado”: entrecruzamientos calculados y encuentros fortuitos de la proyección de una película, música en vivo, lectura del texto –la voz de Cohen suena en lo oscuro como un arrullo en una casa sin niños: la historia transcurre en la inminencia del fin del mundo. Tres amigos, Gonando, Drea y Bosco están ahí, mitad esperando, mitad viviendo. La escena final es muy parecida a la de la película Melancholia, de Lars von Trier, que vi de casualidad unas semanas después: solo que ahí se produce el impacto del planeta Melancholia con la Tierra. Todo se termina en una luz blanca que inunda la pantalla. En Como fuimos no pasa nada: los tres amigos quedan agarrados de las manos.

Después, Marcelo se acerca a preguntarnos qué nos pareció. Nos dice: “Chicos, no se vayan a creer que se termina todo”. Más adelante, completará: “El apocalipsis es la última ilusión de la mente burguesa mundial; esa morbidez que lleva a pretender que todo se venga abajo. Pero si es por ellos, puede empeorar eternamente”. Es 2012. Cuando salgo, me parece que el centro, un viernes a la noche, en invierno, tiene algo de eso que viene después de un falso final, como si una voz todavía hablara en lo oscuro. Hace muchísimo frío. Será el estado en que queda lo que no se termina: el miedo reacomodándose en las estructuras ordinarias del mundo.

En una de las ediciones del programa “El fantasma”, conducido por Silvia Hopenhayn, en el que un escritor se encuentra con un lector, se juntaron Marcelo Cohen y Adrián Dárgelos. La relación tiene una larga historia, de ahí salió, entre otras cosas, la canción “Falsario”, de Babasónicos. En un momento, Dárgelos habla de la entropía como clave de lectura de El fin de lo mismo, ese libro que valió la indignación de Fogwill ante la indiferencia del mundo literario: “Pienso en una decena de narradores nacidos después de 1950, que han publicado recientemente. Los cruzo en la presentación de Infierno Albino en encuentros con la cátedra de la Sarlo y en las borracherías donde solemos intercambiar figuritas literarias y tasarnos las novias, y desde la aparición de El fin de lo mismo –desde agosto– vengo fallando en la intención de comentarlo con ellos porque ninguno se ha dado tiempo para leerlo”. Eso decía Fogwill en 1992, cuando salió el libro. Ahora, Dárgelos habla de entropía. Y Cohen contesta que sí, que pensó en eso, que ha leído algunos libros de ciencia. Dice que cuando crece el desorden en un sistema cerrado, la potencia del sistema decae. Los personajes se fatigan.

Entonces: lo que no se termina se gasta. Es una acumulación inútil la que al final no estalla, choca ni produce algo vivo. Marcelo se resiste a hablar de sí mismo, le da pudor, aburrimiento; el yo le resulta obsceno. “Es mejor hablar de la gente que hablar de uno”, dice. Me acuerdo de algo que me dijo un amigo hace unos días: lo peor de perder a alguien es perder el testigo de una parte de nosotros.

Habla, entonces, de algunos amigos poetas, con los que editó, en los inicios de los años setenta, la revista El juguete rabioso: Jorge Aulicino, Daniel Freidemberg, Irene Gruss. A propósito de los desperdicios de la acumulación y los sistemas cerrados, pienso en la serie de poemas de Irene Gruss sobre el asma:

La realidad es que el aire no sale

pero la impresión

es que el aire

no entra, ¿el alma,

el asma de quién?

No abras la puerta,

las ventanas, la realidad, la

enfermedad es el alma, el asma,

el aire

que no sale

(pero la impresión…) ahoga.

Marcelo habla también de sus amigos músicos de cuando era joven: Javier Zentner, que cantó en Zupay y ahora es un fabuloso director de coros, Litto Nebbia, Miguel Cantilo: “Cantilo venía a las reuniones de El juguete rabioso. Fui a su casa, a Conesa, la del nombre del disco ese, Conesa. Un tipo muy talentoso. Cantilo era muy independiente, una especie de anarco-hippie, a la vez muy porteño y muy Woodstock. En una época se hizo sufí, creo. Ahora, cuando lo veo ya mayor como yo, me da un no sé qué que haya derivado en el progresismo. Pero entonces era un bicho particular, un disidente, ¿no?”. Con esa palabra Marcelo define el contorno de lo que le importa: la disidencia.

Al final de nuestro segundo encuentro en el bar, cuando ya estábamos por despedirnos, Marcelo nos dice que no quiere crecer, que no hay que crecer, pero no en el sentido de quedarse en la infancia, no; no hay que crecer ni económicamente ni como escritor ni como almacén espiritual. Federico me hará notar, tiempo después, que Marcelo parece una persona mucho más joven, cómo se mueve, piensa, revuelve el café.

Marcelo no crece pero tampoco se cierra en una conservación entrópica y fatigosa. Marcelo prefiere hablar de otros –o, como Puig, con las voces de otros– y sus palabras se hacen hilos y una red. “Uno es lo que le dejan los amigos, yo soy un sedimento de lo que dejaron los amigos en mí, estoy hecho de otras personas, no me cabe la menor duda”.

Entonces nos habla de Alberto Silva, que entre muchas otras cosas es un erudito y practicante contagioso del zen. Busco, después, y encuentro que tiene un blog. Ahí dice: “nuestra vida afectiva energiza drásticamente el corazón, haciéndolo capaz de ‘contener’ una ‘porción’ cada vez más amplia del mundo que nos rodea: el pulso de vida contiene y sostiene la vitalidad (a menudo sufriente) de personas y situaciones que conocemos. Podemos ‘amarlas’ o no, pero calibramos el fondo denso e inapelable de la existencia ajena, que advertimos en cada caso ser parte de la nuestra”.

“Todo lo más interesante de la vida pasa de casualidad”, dice Marcelo, que llegó al yoga por Alberto Silva. Y nos cuenta una historia, de cuando vivía en Barcelona. Su departamento quedaba en un lugar muy raro de Barcelona donde se juntan tres niveles de calles: una avenida que se llama República Argentina, una calle que baja y encuentra, a la misma altura, edificios y un puente. Me imagino un dibujo de Escher. El departamento estaba a la altura del puente, por la ventana se veían pasar los colectivos. Ahí escribió Insomnio, “donde el protagonista ve un puente todo el tiempo”. Un día, vio a un hombre enseñándole a una nena a andar en bicicleta, en el puente. Era Alberto, un amigo que hacía años que no veía.

La segunda vez nos encontramos en noviembre, aunque desde hacía varios días venía haciendo un calor de enero. La noche anterior, la red eléctrica no había resistido y más de la mitad de los barrios quedaron sin luz. Los supermercados cerraron sus puertas por miedo a los robos pero vendían velas, bidones de agua y cerveza por una ventanita, como de farmacia de turno. La gente hacía colas en la vereda, las señoras se abanicaban. Marcelo nos contó que el apagón lo había agarrado en el centro, cuando trataba de sacar entradas para un concierto de Steve Reich, uno de sus minimalistas favoritos. En realidad, dice, “un compositor que tardé en entender, pero transformó buena parte de la música que escuchamos”. Que había entrado al baño en el Centro Cultural de la Cooperación completamente a oscuras. Además había un problema con la recolección de basura, las bolsas de nylon negro se acumulaban en las esquinas, el olor era como el del verano pero sin la mezcla con protector solar. Todavía 2012, todavía un poco creíamos que tal vez se terminaba todo y tratábamos de adivinar en cada cosa la forma del final.

Esta vez, Marcelo habla mucho de música, de lo que escuchó durante su vida. No es realmente un coleccionista, afirma. Pero escucha de todo, en todos los formatos. Y durante un rato largo se dedica a armar para nosotros una biografía musical. Nos cuenta cómo la vida lo fue llevando, como el agua de un río que al avanzar va formando algo; cómo él, de cuerpo flaco, no ofrecía resistencia, se dejó arrastrar: “Desde Los Beatles y el Club del Clan, que todo venía junto para mí, junto con la música clásica que me inculcó mi abuela paterna, que era europea y entonces escuchaba música clásica”, pasando después por “el boom del folclore de fines de los sesenta, o mediados de los sesenta, que empezó siendo incluso una diversión de niños bien. Las propagandas de Coca Cola que eran tandas con gente de guitarras que vos los veías que eran tipos que tocaban folclore”. Y, después, vino “todo el folclore de izquierda, que además era de gran calidad, en buena parte. El tango que me acompañó desde la infancia, toda la adolescencia. Y después el hippismo y el estallido del primer rock acá. Todo eso está en mi vida. Y el jazz también, desde el principio. Porque los padres de algunos compañeros míos del colegio escuchaban jazz. Y entonces yo iba a la casa de un compañero y sacábamos los discos del padre y poníamos a Charlie Parker, no a Erroll Garner porque ignorantemente

nos parecía mersa”.

Tiene algo especial el jazz. Hay algo, dice, que pasa, con los últimos discos de Stan Getz, por ejemplo, en los que toca con el pianista Kenny Barron, “grabados en vivo en países escandinavos, que están los dos súper colocados. Eso pasa a veces con el jazz en vivo, que los tipos se colocaron con la misma música. Pasa con el rock en vivo también. Es decir, entraron en trance”. Y entonces, “no paran, de pronto me doy cuenta que estoy tirado y quiero estallar, hay algo que te ocupa, te sentís ocupado. Todo lo que te está entrando no cabe en tu cuerpo”.

Esa forma cruel de respirar, guardar el alma.

Entonces vuelven a aparecerse los amigos, que “sería una falacia no nombrar”. Ana Basualdo, por ejemplo, que abandona los libros cuando pierde la vehemencia con que comenzó a escribirlos. O Carlos Moreira, “una persona incomparable: poeta, masajista, pintor de paredes, lector desmesurado, experto en Shostakovich, y adalid de la revolución gay. Un tipo libérrimo, sin el menor apego a las posesiones ni a los lugares que sin embargo quiere tanto, y el narrador de hechos reales y ficticios más variado y obstinado que conozco”. En una entrevista que leo después, que dio a raíz de la publicación de su libro de cuentos, El pueblo de los ratones, Carlos Moreira habla de la Barcelona de los años setenta, a la que llegó exiliado, donde imagino que se habrán conocido con Marcelo, “una ciudad libertaria que ni Franco pudo oscurecer. España estaba llena de argentinos, mucha gente de la JP que ni siquiera se había comprometido con la lucha armada. Se encuentran con un país en ebullición donde se estaban debatiendo otras cuestiones que ya no tenían que ver con la toma del poder. Se hablaba ahí de temas de género, feminismo, privacidad, derechos de minorías sexuales. Para los machos argentinos acostumbrados a los discursos del Che o de Fidel, el panorama filosófico era desolador”. Para otros, en cambio, era tierra donde echar raíces, para que las flores se abrieran tanto después, inducidas por la luz artificial de un bar de Belgrano –no sabremos, entonces, hasta dónde se extienden las raíces de lo que cuenta Marcelo, ni si conviene llamar raíces a algo tan inquieto.

“Barcelona de los 70 y los 80 me hizo otro, y con los amigos argentinos de ese tiempo hay una hermandad, digamos, consustancial: Américo Cristófalo, Andrés Ehrenhaus, Daniel Schiavi, Nora Catelli. Lo que siento es que esté tan lejos Paco Porrúa, que me enseñó demasiadas cosas, entre ellas a leer de nuevo. Pero la transformación no para. Lezama Lima dijo que un hombre es tanto más interesante cuanto más traiciona un destino familiar. Yo no transgredí mucho mi formato inicial de muy pequeño burguesía judía porteña. No he sido rompedor, no muy libre. Hago cosas, soy un emprendedor forzado pero ilusionado. Nunca logré ser un gran aventurero, un experimentador arriesgado. Más bien voy probando con cierta prudencia modos de dejarme atrás, de descargarme. Para eso no conozco nada como dejarse impregnar de las figuras que la realidad decide que te salgan al paso. Así que desde que volví también fui siendo otra cosa. Soy mi mujer, soy mi hija, es eso lo único que puede hacerme un poco más libre; hasta soy el alemán que venía a arreglarnos la caldera y hace un tiempo se murió. Es decir, intento. Después uno se da cuenta de que el nudo de manía es incurable”.

Carlos Moreira le presentó a Carlos Sampayo, guionista de historietas –creador, junto a José Muñoz, del policial negro Alack Sinner–, apasionado y coleccionista de jazz. Hace unos años, nos cuenta Marcelo, Sampayo tuvo un infarto. Lo operaron del corazón, pero entonces le agarró una infección intrahospitalaria. Estuvo al borde del final durante tres meses que pasó en terapia intensiva, muriéndose todos los días, dormido, dopado. Cuando se despertó, estaba como metido dentro de una historia suya. Lo agarró del brazo a Marcelo y le dijo, refiriéndose a su esposa: “A Victoria le lavaron el cerebro ellos”. “Quiénes son ellos”, preguntó Marcelo. “Los húngaros”. Cuando se recuperó un poco, empezó a temer que en el hospital le hubiesen robado la memoria. Tal vez no a propósito, sino por desidia, por esa propensión natural a aumentar el sufrimiento humano que tiene el sistema. Entonces, para comprobar si le habían robado o no la memoria, Sampayo se hizo a sí mismo un “blinfold test”, una prueba que consiste en reconocer sucesivos discos puestos al azar, con los ojos vendados. Es algo muy frecuente entre los expertos del jazz, que luego fue extendiéndose a otros expertos de otras músicas. Los adivinó todos, y así se quedó tranquilo. No le habían robado la memoria. En parte en base a ese “blinfold test”, años después Sampayo estructuró su hermoso libro Memorias de un ladrón de discos.

En El oído absoluto se dice que “si un paranoico inventa un complot contra él, es para darle forma a ese mogollón de agresividad que hay en el aire y poder moverse con coherencia”.

Pero si por un camino nos aquieta la fatiga y por el otro nos empuja el miedo. ¿Puede algo moverse felizmente?

“Podemos crear espacios en donde las cosas funcionen de acuerdo a otras reglas que las reglas sociales, jurídicas, económicas y mantenerlos lo más posible. Cambiar de reglas. Proponernos consignas parciales”. Y entonces bajo la luz artificial nace una flor de raíces acuáticas, transoceánicas: “Eso ya lo decía Foucault, un clarividente. No debemos querer el poder. Porque no sabemos qué hacer con el poder, porque el poder es una mala educación, porque no tenemos interés, porque desde el poder no se puede decir la verdad ni ver la realidad ni ver todo lo que uno no es. No nos interesa bajar nuestra visión de mundo a toda la sociedad, que es una de las cosas que debe hacer el poder para mantenerse. Lo que queremos es cambios en la vida, en las formas de supervivencia, en las formas de felicidad, de infelicidad, en la libertad”. Desesperadamente le pedimos ejemplos. Entonces nos habla de uno de sus proyectos más importantes, la revista Otra parte, que dirige junto a su mujer Graciela Speranza.

Ahí, dice, nadie tiene que quedarse. Pero muchos se quedan. Tal vez sea porque se manejan con reglas laxas que sin embargo tratan de cumplir, porque son las que mantienen el organismo vivo. Como la literatura, dice, donde hacen falta pequeñas coerciones que a uno lo obliguen a cambiar de actitud. Uno tiene que ponerse normas. O las inventa o toma alguna que exista y le da un uso supuestamente equivocado; pero no para sus propios fines. Uno viene escribiendo, sigue escribiendo, con su idea, se deja arrastrar. Pero, como tiene que cumplir un requisito, entonces modifica la frase, y con eso modifica el rumbo de la historia. “O a veces el mecanismo funciona solo y uno se tiene que entregar a eso. Entonces, digamos, hace abandono de sí mismo. Y algo parecido sucede en estas formas de organización entre muchos. Cumplís las reglas y el acuerdo con los demás. Y lo más interesante de eso es que, al contrario del facebook, el yo tiene cada vez menos importancia. No es que desaparezca, más bien, la prueba es la temperatura de algunas discusiones. Pero hay que conversar con todos, hay que mantener el conjunto vivo, hay que mantener el texto vivo más allá de lo que uno cree. Y en el jazz sucede lo mismo. La pieza tiene que salir adelante, en un acuerdo con lo que está produciendo el equipo pero sobre todo en un abandono al mecanismo de la misma pieza. Eso es lo que uno oye en Coltrane. Hay expresividad, pero llega un momento en que él no es dueño de su expresividad, lo que está expresando es lo que le arranca eso que él está tratando de hacer con lo que la música le ordena. Si es un gemido es un gemido, si es un salto de undécima que suena mal lo es. Y al mismo tiempo hay una conciencia que está operando, al mismo tiempo no puede dejar atrás la sección rítmica que lo está sosteniendo. Eso puede pasar con el grupo entero, como en los combos de Mingus, cuando la inventiva furibunda de él los arrastra a todos y Eric Dolphy se desenfrena”.

Por esos días, yo estaba leyendo Gongue, la última novela de Marcelo, que trata sobre una inundación. Las cosas que quedaron bajo el agua deben ser cuidadas; acompañadas. Las cosas bajo el agua también necesitan testigos. Empieza así: “El agua está quieta. Yo soy muy poderoso”. Pero el vigía, Gabelio Támper, irá descubriendo que la quietud es solo aparente y que también, entonces, lo es su poder. Gongue es la historia de esa inquietud que se cuece. Los pájaros, por ejemplo, que pasan; un levísimo aumento de la temperatura; las plantas flotantes: “Islotes forman al juntarse esos vegetales, con forma de corazón las enormes hojas, y entre los tallos llevan escondida la flor blanca que se abre mostrando más pétalos y más dentro de los anteriores. A veces, estropea esa preciosura una rata que, no bien descubierta, retrae el morro para mostrar los dientes. Con los saltitos del bicho náufrago la planta se balancea. Aunque también podría deberse el balanceo al roce de un pescado por la parte de abajo”.

Salimos del bar, empezamos a transpirar enseguida. El aire, húmedo, huele a basura. Algunas calles están cortadas a raíz de una protesta. Marcelo se olvidaba un libro, dice que igual no importa porque Luis Alberto, el fanático de Spinetta, se lo guarda.

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