Por José María Brindisi | Editorial de El Ansia 1
Hace algunos años estábamos con Silvia, mi mujer, en la playa, tirados boca arriba, todavía sin la necesidad de estar prestándole cuidado a la niña que más tarde revolotearía maravillosamente a nuestro alrededor, y en una de esas irrupciones pueriles de lo utópico ella dijo: si yo tuviese un poco más de plata, lo que me gustaría es sacar un sello, una pequeña editorial. Aunque ya la conocía muy bien, y por lo tanto sabía que era una excelente lectora y de hecho había trabajado bastante en el rubro, no sé por qué motivo esa afirmación, en cierta medida, me tomó por sorpresa. Tal vez lo que me sorprendió, pienso ahora, fue lo sencillo del enunciado, la convicción; yo, que siempre me había jactado de saber lo que quería, no hubiese podido responderlo tan directamente, más allá de los obvios deseos de viajar más y ese tipo de generalidades con las que casi cualquiera podría identificarse. No hubiese podido responderlo hasta que la escuché a ella, y pensé, o dije: sí, yo también.
Tiempo después, Silvia le comentó ese deseo a un amigo, y ese amigo le dijo, con un grado de convicción todavía más apabullante, que en realidad no se necesitaba plata y que podíamos hacerlo, juntos, ya mismo. Uno se deja contagiar con facilidad, en particular cuando el delirio de los otros coincide mágicamente con el nuestro, así que de pronto nos habíamos subido a ese barco y teníamos la sensación de que para salir al mar ni siquiera hacía falta mantenerse a flote. La realidad nos demostró que nuestros cálculos estaban algo errados, pero sobre todo esa sociedad espontánea no terminó de funcionar y nos pareció que cuando algo nacía torcido, desangelado, tal vez conviniera retirarse a tiempo.
Pero nos quedaron las ganas de hacer algo juntos, y entonces yo empecé a estar más permeable a ciertos pensamientos que se me cruzaban, ciertos modos de relacionarme con la literatura, y en esencia traté de darle cauce a una pregunta fundamental, un tipo de pregunta que con frecuencia solemos relegar porque sus consecuencias nos arrastran a lugares incómodos: ¿qué tenía ganas de hacer? La respuesta que yo mismo encontré, en efecto, fue de lo más perturbadora: demasiadas cosas. En el camino aparecieron proyectos que se pinchaban antes de que me los hubiese formulado en voz alta, y entonces aprendí –una vez más, porque hay cosas que se reaprenden constantemente– que siempre es necesario que los entusiasmos decanten, porque al principio todas las ideas son geniales pero, luego de un día, la mayoría de ellas ya no sobrevive ni ante nosotros mismos.
En algún momento, así, surgió un tema, o una perspectiva. Años atrás, un alumno con el que trabajamos durante bastante tiempo me había dicho, casi como una despedida: una de las cosas más importantes que me enseñaste fue cómo era que vivía un escritor. En qué piensa, quiso decir, qué riesgos corre, cómo se levanta los lunes por la mañana, cómo la escritura y la vida se pelean y se abrazan. Yo se lo agradecí, aunque en el fondo lo único que había hecho era ser observado por él, y si de allí había sacado algo era todo mérito suyo. Pero ahora volvía a mí ese diálogo, y lo relacionaba con eso que bien temprano me habían enseñado –y que yo mismo había tratado de transmitir– y que era la necesidad de no hacer una lectura biograficista de los textos. Es decir: mantenerse apartado de la vida de los autores, no dejar que lo biográfico contamine nuestra lectura -a la manera de lo que proponía Proust con aquello de desembarazarse de toda referencia-, o en todo caso, y la diferencia es sustancial, establecer esa relación con ellos en otro terreno, aunque ambos terminen por confluir en algún punto, o en un tercer e inasible ángulo de ese recorrido.
Esa otra dimensión, que excede los textos y que luego permite reformularlos, abre un espacio que siempre me ha interesado de manera no totalmente autónoma, claro, porque tal vez eso resulte imposible, pero al menos como una suerte de dimensión paralela, que empieza mucho antes de la obra y termina mucho después. Una dimensión que es la puerta de entrada a la ingeniería, al universo real y virtual de cada autor, a su inserción compleja y siempre distinta en un medio en el que todos convivimos pero, salvo por las camarillas y las asociaciones lícitas que hoy son tan preciadas, en silencio. Es eso: la obra de los escritores habla. Pero yo ahora quería recostarme en los silencios, o en los intersticios de esa obra con la que voy a seguir entreverándome en otro campo, otras circunstancias, y con otras reglas.
Seguirlos, pensé, rodearlos, meternos en sus vidas no para revelar sus enigmas sino para ser partícipes de su silencio. Hacerlos hablar para que nunca den en el clavo, chocarnos con esa imposibilidad. Hay un núcleo, pensé, un núcleo al que nunca vamos a acceder, y que tal vez ellos mismos, los escritores, desconozcan, o les esté vedado traducir en palabras.
Entonces la idea era retratarlos; descubrir qué hay de ellos en nosotros, reconocernos en sus gestos, en sus pasiones, en sus rituales, en sus renuncias, en lo que esconden. Para que ese retrato tomara cuerpo, debían ser unos pocos autores por número, y tres nos parecieron suficientes. Tres autores por año, tres escritores con los que pudiésemos juntarnos a conversar, comer, beber, y a partir de allí, de escucharlos, ver cómo se iba tramando una red que debía situarlos en el centro.
La primera elección, para este número inaugural, recayó en Marcelo Cohen. No hizo falta que lo fogoneara: sobraban cohenianos en el grupo de editores, aunque en algunos casos haya sido yo mismo –mi fanatismo sin remedio, sin necesidad de ser remediado– quien les contagiara la enfermedad o, al menos, inoculara en ellos la primera dosis de lo que pronto tendría la fuerza de una iluminación.
De todos modos fue una elección lógica, la de Cohen: no hay duda de que la suya es una de las obras más contundentes, sólidas y ambiciosas de estas últimas décadas. Una escritura contagiosa, viral, en este sentido de riesgo para cualquiera que intente construir una voz propia porque se trata de una música que no nos abandona con facilidad. Mejor dicho: la búsqueda de una musicalidad, el acento puesto en la cadencia, en el despliegue rítmico de las frases y en sus interminables capas de sentido, en el modo en que cuentan la historia a partir de su propia armonía formal. Una escritura que deviene del jazz, sin duda: el modo en que las frases cohenianas se desprenden unas de otras, a partir de un primer motivo que les da fundamento y al que vuelven, de vez en cuando, como buscando su razón de ser. Que Cohen estuviese en la base de nuestra pirámide era para mí todo un símbolo, porque se trataba de un escritor que me había cambiado la vida, como nos la cambian durante un tiempito todos aquellos que parecen islas y que derriban nuestras pocas certezas; como me la habían cambiado, para restringirnos a lo nuestro, Saer, Borges, Walsh.
Como con tantas otras cosas, la primera vez que supe de un tal Laiseca fue gracias a Miguel Vitagliano. Cruzarse con uno de sus textos, en la adolescencia, sobre todo si uno está pensando en escribir o empieza a hacerlo más o menos en serio es una de las cosas más enfervorizantes que pueda haber. ¿De dónde sacaba todas esas ideas, toda esa lógica mordaz, todas esas palabras? ¿De dónde sacaba esa voluntad enorme para labrarse a sí mismo a la sombra de la literatura respetable, a contrapelo de cualquier moral que no fuese la de su pluma? Alberto Laiseca es, también en este sentido, un monstruo: una criatura solitaria, porque la clave de su literatura está en la antítesis, en la reacción, en la soledad sólo aparente de su delirio realista.
El caso de Hernán Ronsino fue diferente: para mí era una incógnita. Dos o tres de los editores de la revista ya lo habían leído y hablaban maravillas de su última novela hasta entonces, Glaxo, que yo tenía pendiente. Habíamos decidido no transitar necesariamente los nombres obvios; si estos llegaban a imponerse, que no fuera por ninguna imaginaria rendición de cuentas con quien fuera sino por convicción, porque teníamos ganas de vérnoslas con ellos. Pero la premisa mínima era que se tratara de escritores con una obra, ya, personal, de cierto peso, una obra que ya empezara a discutir en sus propios términos. ¿Estaba Ronsino a la altura? Decidí confiar en quienes lo habían propuesto –y lo habían hecho con énfasis–, entre otras cosas porque desde el principio me había impuesto compartir el proyecto, y no sólo el trabajo; hasta donde fuese posible, ellos debían tomar también sus decisiones, o como mínimo obligarme a que las tomáramos juntos. Entonces abrí La descomposición, leí un par de páginas y supe que, tal como más tarde descubriría que a él le gustaba señalar en otros, ahí había un mundo. Un mundo entero. La posterior lectura de Glaxo no hizo más que potenciar un simulacro: confirmar, en mí, lo que de ningún modo necesitaba ya ser corroborado. Ronsino era, por escándalo, un tipo que merecía ser considerado en serio.
Durante todos estos meses, la revista tomó un impulso impensado, en particular por el eco que recibía de cada uno de aquellos a quienes les contábamos la idea. Por lo general, lo que la gente nos decía era que se trataba de algo que, al menos con estas características, no se había hecho. Yo no estaba ni estoy tan seguro de eso, porque en definitiva nadie termina de inventar nada, y en el fondo me sentía un estafador por hablar tanto de algo que todavía no era, algo que rigurosamente no existía. Pero de lo que sí estaba seguro es que las obsesiones y los arrebatos no necesitan ser justificados. A propósito de eso, hace un par de años un amigo me preguntó, cuando aún estábamos tras el proyecto del sello, para qué, cuál era la necesidad de que hubiera otra editorial más dando vueltas. Me pareció una pregunta absurda: ¿por qué debería tener sentido para los demás lo que sólo necesitamos justificar ante nosotros mismos? ¿Alcanza con decir que así nos gusta vivir, que es una buena manera de gastar nuestro tiempo?
Y ya que menciono –por última vez– aquel otro proyecto, hay que decir que el nombre de la revista también le pertenece. No había un modo, a mi entender, más categórico de definir lo que despierta en algunos de nosotros la literatura, y muy en especial –o con mayor intensidad aún– la escritura. Algunos confunden el ansia con la ansiedad, que es apenas una reverberancia demasiado tímida de aquella, un camino previsible y tranquilizador. La ansiedad, a lo sumo, es capaz de perturbarnos el sueño. El ansia no nos deja dormir, y si lo hace nos acostumbra a vivir –y dormir– con fantasmas. El ansia es una búsqueda extraviada, una pulsión subterránea, oscura y luminosa al mismo tiempo, ni más ni menos que un diálogo con ese destino que hemos imaginado para nosotros, esa cueva en la que una parte de nosotros decidió encerrarnos.
El escritor es presa del ansia, y el ansia es su modo de vivir y morir en la literatura.
No es la necesidad o el placer de alimentarse de los libros. No es eso. Es algo que no tiene cura, algo que no puede ser saciado.
Es el hambre.