Pensamiento utópico

Por Federico Goldchluk | Nota publicada en El Ansia 3

Martín Kohan es un hombre territorial. No cabe imaginarlo como aquellos que fantasean con una nueva vida en otro lugar. Lejos está de fascinarse en una ciudad europea cuando, por ejemplo, un auto frena en la esquina para cederle el paso al peatón. Tampoco es de esos que llegan a un lago de la Patagonia y susurran: “Es el paraíso”.

Kohan, por el contrario, siente que uno de los fracasos de su vida han sido sus repetidas mudanzas. Le habría gustado quedarse para siempre en el Bajo Belgrano, el barrio donde creció. Nos encontramos una hermosa tarde de noviembre allí, en la puerta de la casa de su infancia. En general le resulta fácil la conversación a Kohan (“Yo siempre sigo los temas que me sacan”, resume), pero en este escenario no puede parar de contar recuerdos, sin una pizca de nostalgia.

En la esquina, rememora, en el arco imaginario formado por un árbol y una pared, logró la mayor atajada de su vida, una pelota que venía trazando una curva descendente y él llegó a rechazar con un salto en pleno retroceso. Actúa frente a nosotros ese movimiento, vuelve a disfrutarlo. A unos metros de ahí, recibió el gol más humillante de su historia como arquero: un rival, de espaldas y de taco, le pasó la pelota por arriba sin siquiera mirarlo.

Ambas jugadas dejan en claro que Kohan imitaba el estilo de su gran ídolo, Hugo Gatti, arquero de Boca durante su infancia y adolescencia. Gatti se caracterizaba por salir del área y tomar riesgos. Podía lograr proezas y cometer errores tontos.

Fue él quien le dio la primera Copa Libertadores a Boca al atajar un penal en la definición de 1977 contra Cruzeiro de Belo Horizonte. Boca volvió a ganar la Copa al año siguiente, y perdió la final un año después. En pocas palabras, la segunda época más gloriosa del club.

En el fútbol, para Kohan, ganar es lo más importante. Su vecino, Hernán, de familia riverplatense, fue llevado por el propio Kohan al bando contrario. En esos años de formación, los campeonatos ganados por Boca y los fracasos internacionales de River tuvieron un peso demasiado grande. Justamente a Hernán, Kohan le hizo la atajada de su vida. El vecino, cuando todavía era de River, tenía que imitar el estilo de arquero representado por Fillol: preciso, siempre en su lugar, puro control, al revés de Gatti. El fútbol es la puesta en escena de enfrentamientos de opuestos donde ganar es, siempre, lo único que importa.

El Bajo Belgrano era, como casi toda la ciudad, muy diferente hace cuarenta años. Por más que Kohan resalte cada diferencia, sigue siendo una zona con casas bajas (ya no de casas bajas), y de menor poder adquisitivo que sus alrededores. Quizá la mayor diferencia sea la cantidad de autos. En aquella época Kohan jugaba al fútbol en la vereda y el partido podía extenderse a la calle sin problemas. Hoy eso sería imposible. Además de boquense, Kohan es de Defensores de Belgrano, cuyo estadio queda a cinco cuadras de nuestro punto de encuentro. Fue la primera cancha que empezó a frecuentar, a los 11 o 12 años. A esa edad no tenía permitido ir a La Boca. Una forma de contrarrestar esta prohibición era ir al Monumental, también muy cerca de ahí, pero para alentar a cualquier equipo que jugara en contra del mayor enemigo de su vida.

Kohan llegó a probarse en Defensores, y no tuvo suerte. Su sueño era ser arquero, pero el físico no lo acompañó. Su madre le advertía, con realismo resignado: “No tenés caja”.

Cuando está en un congreso literario, Kohan se imagina a sí mismo como un jugador de fútbol. En esos eventos, es habitual que un micro pase a buscar a los escritores por el hotel y los lleve, a todos juntos, al lugar donde se realizan las actividades. En una especie de ensoñación, Kohan se sienta bien adelante, escucha música con sus auriculares, se abstrae de las conversaciones y piensa que forma parte de un plantel de futbolistas que se dirige a un partido. Baja del micro con esa convicción, hasta que entra auna sala alfombrada en lugar de a un terreno de juego.

Kohan actúa frente a nosotros ese momento: camina como quien desciende de un colectivo, muy concentrado, con los botines bajo el brazo. En ese gesto, la obsesión con Adidas cobra un sentido. Adidas fue la primera marca que se introdujo en la camiseta de Boca. Hasta principios de los años ochenta, solo había colores plenos. De pronto, aparecieron tres rayas en los hombros y en las mangas, y allí se quedaron durante más de una década. Kohan no está dispuesto a abandonar esa vestimenta, la misma que habría usado de haber sido jugador profesional.

Cuando tenía quince años, su familia se mudó a Ugarte y Cabildo. Todas las tardes, recorría la distancia hasta su hogar primigenio para pasar el tiempo sentado en el umbral, sin hacer demasiado. “Venía a sentarme acá, como los perros abandonados o perdidos que se orientan y vuelven a su lugar, sin importar cuán lejos estén”, dice. Resuena de otra forma, así, el título de una de las entrevistas que más le gustó en 2015 (Mauro Libertella a Hebe Uhart en Ñ): “El escritor es un ser domesticado”.

Su vecino Hernán es la imagen de alguien exitoso para él: nunca se mudó. De pronto, mientras conversamos, de la puerta de al lado sale un hombre. Es Hernán, como si quisiera corroborar frente a nosotros lo recientemente dicho. Se dan un abrazo. Al igual que Kohan, tiene puesta la camiseta de Defensores de Belgrano. La remera rojinegra de Kohan, en realidad, es la de un equipo brasileño (¿Sport Recife?, ¿Atlético Paranaense?). La posibilidad de combinar los colores de Defensores con el logo de Adidas es irresistible.

Día importante para el Bajo Belgrano. Se juega la última fecha del torneo de Primera B (la tercera categoría del fútbol profesional argentino). Defensores de Belgrano está segundo y juega contra el primero, Estudiantes de Caseros. Si gana Defensores, asciende al torneo Nacional B.

A medida que nos acercamos a la cancha, se confirma lo que había avisado antes del encuentro: está nervioso. Conversa, accede a sacarse fotos, pero, a medida que se corta espontáneamente la avenida Libertador por la posible llegada del micro que trae a los jugadores locales, Kohan abandona la escena. Se transforma por completo en hincha, rodeado por un humo de colores, por las explosiones de pirotecnia y por los cantos. Grita, salta, pide, exige, alienta. No puede contenerse. Está en su territorio.

Finalmente el micro no llega. Kohan viene y pregunta si ya podemos dar por finalizado el encuentro. Está esperando que llegue Alexandra, su mujer, y quiere empezar a dirigir toda su atención al partido que define el ascenso. Nos despide rápidamente. Ahí nosotros somos extranjeros: sin los colores de Defensores, sin experimentar el entusiasmo de una final, meros observadores en busca de sus opiniones y recuerdos. En la cancha se alienta a los jugadores y se amedrenta al rival. El que no participa está invitado a irse.

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Cuesta no tentarse y ver en Kohan un caso Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Frente al hincha de fútbol, tenemos al escritor y académico, con una gran producción literaria y ensayística, con años de experiencia como profesor universitario, con opiniones brillantes sobre temas de lo más variados.

A lo largo de 2015, por ejemplo, en su columna del diario Perfil escribió con igual lucidez sobre diversos temas de actualidad: la muerte de Nisman, el asesinato de Agustín Marrero, la foto de Aylan Kurdi, la marcha Ni Una Menos, el acuerdo Macri-Carrió-Sanz, el traspaso presidencial, el caso Katchadjian, la similitud entre el vuelo de Germanwings y el primer episodio de Relatos salvajes, el escándalo Boca-River, la pelea Diego Maradona-Claudia Villafañe, el divorcio Pampita-Vicuña, el regreso de Tévez y la performance posporno en Sociales, entre otros temas.

Intenta siempre entablar un conflicto con el sentido común. Supone que su disposición a la revisión crítica proviene de lo que él es: argentino, judío y de izquierda. Polemiza con ideas, ataca y defiende con respeto. Cuando el tema lo permite, el humor se vuelve una herramienta más para argumentar.

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Un día de abril nos juntamos a almorzar en la Universidad Torcuato Di Tella, donde dicta un curso de literatura argentina para extranjeros. Mientras elegimos la comida en el mostrador, agarra caramelos de una fuente. Cuando llegamos a la mesa, noto que son tres Sugus. Los apila: uno azul, uno amarillo, otro azul. Probablemente necesite conjurar el malhumor que le provoca dar clases con vista al Monumental.

Justo en esos días hay unas jornadas del Departamento de Arte llamadas “Misterio-Ministerio”. Se preguntan sobre la relación entre el arte y el trabajo. Kohan se vuelca, sin dudarlo un segundo, del lado del ministerio. Escribir consiste en trabajar: leer, escribir, practicar, corregir. Aprender a construir un artefacto. Considera adecuado que la carrera de Letras forme a lectores, no a escritores. El lector con buena educación puede convertirse en un buen escritor.

Admira la precisión de Gustavo Ferreyra, de Alan Pauls, de Juan José Becerra. Les envidia que siempre eligen la mejor palabra posible para cada frase. (A Becerra, hay que decirlo, también le envidia haber estado presente en el partido definitorio del Campeonato Metropolitano de 1981, en el que Boca se consagró campeón frente a Racing con Maradona como figura).

Le parece ridícula la idea del que quiere ser escritor sin leer. No entiende a los que van a talleres literarios y se angustian porque se bloquean. Su respuesta para ellos es simple: “No escriban, si se angustian no escriban”. Él mismo llegó a tener una sequía cuando empezó a estudiar Letras en la UBA, pero se sobrepuso: “Como pasa con las cosas que te gustan, en un momento le encontrás la vuelta”. Habla con sorna de la gran vida interior de los escritores. Se pone a sí mismo como ejemplo: pasa todo el día en la página web de Defensores de Belgrano, le muestra a su mujer videos de Luciano Goux, le habla de Goux, se emociona si ve en una librería a Facundo Sava.

Kohan repite varias veces su disgusto hacia la mirada sobre la literatura, y sobre el arte en general, como un misterio. El misterio para él lo constituye el talento, en el ámbito que sea. El futbolístico es, sin dudas, el que más padece no tener.

Cuenta una anécdota sobre el talento. Viaje de veintiséis horas a Trelew en micro, y le toca compartirlo con un grupo de mecánicos de una empresa. Gente expansiva, que pone música melódica a un volumen alto. Kohan sabe de esas canciones, se declara admirador y “un romántico”: Sandro, Nino Bravo, José Luis Perales, Roberto Carlos. Reconoce algunos temas en el micro, pero hay muchos que ignora. Los mecánicos cantan todas las canciones, de punta a punta, introducción incluida.

Kohan dice que en Puán a la gente le gusta estudiar la cultura popular, pero porque no la tienen cerca. Es un mundo tan interesante como agotador. Él trata de leer en ese viaje, y apenas puede de a ratos.

En San Antonio Oeste el micro se rompe. Los conductores bajan, miran el motor durante quince minutos y no tienen idea de qué pasó, no saben cómo arreglarlo. El auxilio mecánico suele tardar varias horas en llegar, así que el panorama no resulta muy alentador. Dos de los mecánicos bajan; a los cinco minutos vuelven a subir y el colectivo arranca. Ovación de los pasajeros; los mecánicos, según palabras de Kohan, ponen la misma cara de “modestamente” de Gassman en Il Sorpasso.

Ese talento, el del tipo que escucha un motor y sabe inmediatamente qué falla, a Kohan también lo deslumbra y le provoca envidia. Cree tener el talento literario; se resigna a carecer de otros.

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Algunas fechas en la memoria de Kohan son imborrables porque constituyen el punto que relaciona una serie de eventos. Por ejemplo, 14 de julio de 1996. Ese día, Boca le ganó a River 4 a 1 con tres goles de Caniggia. Fue una jornada larga: llegó al mediodía a la cancha para entrar sin problemas, el partido empezó a las cuatro, festejó hasta las ocho y llegó a su casa cerca de las diez. Ese mismo día era el cumpleaños de su primera mujer, de quien se separó doce días después.

Otra fecha: el 19 de marzo. En 1961, falleció su abuelo, al que él se parece demasiado y no llegó a conocer. “Es extraño ver la imagen de alguien a quien uno no conoció y dudar por unos segundos si es la foto de uno mismo”. Ese mismo día, pero de 1999, tuvo un accidente grave. Venía con su auto por la calle Humboldt en Palermo, llegó a una esquina y cruzó. Lo chocaron del lado izquierdo. Quedó prácticamente inconsciente sobre la calle, pero lo único que le importaba era saber quién se había equivocado. La aseguradora falló a su favor y se fundió antes de pagarle. Si bien le hubiera gustado recibir la plata, para él fue gratificante tener la razón.

Un mecánico le explicó que le salvó la vida el auto que manejaba, un Ford Ka. Tiene una estructura tan sólida que absorbió todo el impacto y no se deformó. Igualmente, el accidente lo obligó a una convalecencia de cuarenta días, que en definitiva equivalió al comienzo de la convivencia con su segunda mujer y la madre de su único hijo, Agustín.

Kohan lamenta no haber sido fiel a Ford después de que le salvara la vida. Le gustan los autos, pero especialmente disfruta de la velocidad. Un sábado de marzo, por ejemplo, la velocidad le permitió anular la distancia entre sus dos equipos. Primero fue a ver Boca-Defensa y Justicia en la Bombonera, de ahí salió volando, cruzó toda la ciudad y llegó a la cancha de Defensores para ver el segundo tiempo del partido contra Platense.

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Su fanatismo por Boca surge en cualquier charla que se tenga con él: un comentario de un partido reciente, una jugada memorable, una oportunidad para echar veneno contra River. Aclara en un mail: “El fútbol es mi tema de conversación casi exclusivo. La literatura ocupa todos mis tiempos de trabajo, que son muchos, pero solamente sigo el tema cuando me lo sacan”.

El fútbol es su reserva de irracionalidad. No cree que haya nada trascendente, pero el fútbol para él es pura trascendencia. Sabe que no lo es, pero lo vive como si lo fuera. En ese ámbito, Boca representa el esfuerzo del trabajador, el coraje y la lucha frente a adversidades. River, en cambio, es el enojo frente a las adversidades, la queja del que siempre tuvo privilegios y no está dispuesto a perderlos.

Lo más cerca que estuvo del mundo del fútbol fue cuando se dedicó al periodismo deportivo radial, en los últimos años del secundario y los primeros de la universidad. Formó parte del equipo de Carlos Parnisari. Para él, era algo insuperable: ir todos los fines de semana a cubrir partidos, estar a centímetros de sus dioses, conversar con ellos. Llegó a relatar la final de la Supercopa que Boca le ganó a Independiente en 1989.

Uno de los grandes trofeos de Kohan es su foto en El Gráfico. Tenía 17 años y era el último partido de Carlos Bianchi en Vélez (jugaría unos meses más en Francia y se retiraría). El local enfrentaba justamente a Boca, que ganó con goles de Gareca. A Kohan se lo ve a la distancia, admirando a quien le daría años después algunas de las máximas alegrías de su vida.

Bianchi como director técnico, junto con una camada excepcional de jugadores (Riquelme, Palermo, Guillermo Barros Schelotto y Tévez, entre otros), formó un equipo boquense indestructible. Fueron campeones del mundo dos veces, en 2000 y 2003, y campeones de América otras tres. Así como Kohan convenció a su vecino Hernán de hacerse de Boca a fuerza de Copas Libertadores, con su hijo tuvo una suerte aún mayor: le tocó criarlo en los años dorados de Boca. Así no había forma de que se le escapara.

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Kohan no tiene hábitos nocturnos, así que los bares son para él la posibilidad de la itinerancia porteña diurna. Cuando no está en lugares de trabajo (universidades principalmente), se sienta en un bar. Si no es El Banderín, es Montecarlo. Si no es Montecarlo, es La Orquídea. La Orquídea, en la esquina de Corrientes y Acuña de Figueroa, ha sido durante mucho tiempo una especie de oficina para él. Hoy en día no vive tan cerca de ahí, se mudó de Almagro, pero conserva un amor especial por este bar tradicional, con ventanales que dan a una intersección porteña altamente transitada, zona de influencia del Hospital Italiano, con farmacias y centros de salud por todos lados. Estos trámites llevaron a Kohan por primera vez a La Orquídea. Había hecho un estudio médico sobre la calle Acuña de Figueroa y se sentó en el bar para ver los resultados. Ahí se enteró con su ex mujer de que el hijo que estaban esperando iba a ser un varón.

Sin embargo, Kohan no reviste el lugar de sentimentalismo. No dice: “Acá, en esta mesa, supe que…”. O sí, lo dice, señala la mesa donde estaba sentado, guarda cariño por ese momento y por lo que anticipó, pero no elige seguir yendo por un motivo de esa naturaleza. Lo que le gusta de La Orquídea es su falta de atributos. Es un bar donde los mozos conversan lo justo y necesario, donde solo un televisor está encendido en mute y donde hay un teléfono público (Kohan se resignó a tener celular, pero durante mucho tiempo usó el teléfono de la barra). Es decir, el lugar ideal para trabajar, sin las distracciones de las viviendas modernas.

Kohan lleva ahí sus papeles, sus libros, sus cuadernos, y lee, escribe, toma notas. No hay mucho que lo aparte de ese camino. Manifiesta un gusto enorme por la soledad, pero lo reconforta saber que hay otros alrededor, que no lo molestan pero tampoco lo abandonan.

La Orquídea tiene un solo defecto: cada vez que ve un partido de fútbol ahí, el resultado le desagrada. En pocas palabras, a Boca le va mal y a River bien. A eso se resumen las aspiraciones de Kohan en cuanto al fútbol: que a Boca le vaya bien, pero especialmente que a River le vaya pésimo.

No imagina una felicidad superior al descenso de River en 2011. Si no contáramos hechos estrictamente personales, ese acontecimiento debe haber sido el más importante en la vida de nuestro escritor: la evidencia, al menos momentánea, de que existía algún tipo de justicia en el mundo.

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El género ensayístico suele estar dirigido a un enemigo. Según algunas teorías, es por excelencia la forma de la oposición. Un texto fundacional de la literatura argentina corrobora el enfoque. Sarmiento escribió su ensayo más famoso contra Facundo y Rosas. No es el caso con Kohan: no podría escribir nunca sobre River. Sabe que no tomaría la distancia adecuada. No es su forma de trabajar.

El año 2015 fue prolífico para la rivalidad Boca-River. El punto álgido de la contienda llegó con los enfrentamientos por la Copa Libertadores. River ganó el partido de ida. La vuelta, jugada en La Boca, fue suspendida antes de que empezara el segundo tiempo porque los jugadores de River, al salir del vestuario, fueron agredidos con gas pimienta desde la tribuna. Las autoridades decidieron dar el partido por terminado (iba 0-0), lo que significó la eliminación de Boca. Kohan señala la hipocresía del asunto. Una de las actividades centrales en su vida es mofarse o quejarse de cualquier clase de hipocresía. La de los ladrones de la política que hablan de los valores de la república. La de los rubiecitos de River (Aimar, Gallardo, Crespo, Buonanotte, ¡Alonso!) que fingen el dolor y se victimizan.

La eliminación, para él, es una nueva muestra del modus operandi riverplatense. Ante las agresiones, en lugar de sobreponerse, el de River sobreactúa frente a las autoridades (árbitro o dirigente). Pide castigo en lugar de seguir jugando y responder con coraje dentro del juego mismo. Kohan piensa que, como les pasó a los federales de “El matadero” con el unitario, a los barrabravas de Boca se les fue la mano. Querían que los jugadores de River salieran un poco asustados, que le hicieran honor a su pasado de cobardía y jugaran con miedo los últimos 45 minutos. No imaginaron tal descalabro.

El tema lo tiene mal. Lamenta una y otra vez el drama de que la ley esté hecha por hipócritas y ladrones. Cuestiona al entonces secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, que prohibió la entrada a los dos jefes de la barrabrava y de ese modo permitió la rebeldía de los cuadros menores. Berni pasó a ser su segundo mayor enemigo. El primero, claro, siempre será el Beto Alonso. Es un lugar que no puede quitarle nadie.

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En algún momento pensé equivocadamente que Uruguay representaba un espacio utópico para él, una tierra prometida. Todo surgió cuando leí su columna en Perfil sobre el asesinato de Lola Chomnalez en Valizas. A pesar de adjudicarle a la petulancia nuestra la visión del país vecino como “una versión compactada y mejorada de un sueño argentino”, a lo largo de los encuentros fui percibiendo una admiración especial hacia personajes uruguayos: Onetti y Levrero, en primer lugar; Francescoli también, el único jugador de River a quien admira sin ambages.

Cuando Kohan habla en la nota de “aquellos unitarios contrarios a Rosas, que cruzaban al Uruguay para hacer posible la vida que, de este lado, no les resultaba posible”, es imposible no pensar antes que nadie en Esteban Echeverría, muerto del otro lado del río y citado por Kohan con frecuencia. “La primera novela argentina, Amalia, comienza con un intento de cruzar hacia Uruguay”, destaca Kohan.

Sin embargo, para él la utopía no es un lugar existente al que uno simplemente decide trasladarse. La utopía no tiene un lugar; es un espacio que no existe y empieza a existir a partir de una creación siempre dificultosa.

Por eso me sigue impresionando una historia que escuchamos una noche de junio. Kohan presenta La familia, la última novela de su admiradísimo Gustavo Ferreyra. Después de la charla entre ambos, se arma una cena entre unas diez personas. Kohan está en medio de su furia por la eliminación de Boca de la Copa Libertadores frente a River.

Quizá para mitigar la amargura del presente, empieza a contar anécdotas boquenses. Una vez, por ejemplo, en la tribuna de la Bombonera, cruzó miradas con el Abuelo. Fueron unos segundos apenas, los más terroríficos de su vida. Se va entusiasmando y no puede parar. Boca se adueña de la conversación. Fernando Torres, el organizador de la presentación, cuenta un episodio mítico que Kohan parece no conocer.

La final de la Libertadores de 1977, en la que Gatti atajó el último penal, se jugó en Uruguay. Era un tercer partido de desempate porque cada equipo había ganado en su país. Los hinchas viajaron en barco desde La Boca, cuando el puerto todavía estaba ahí. En ese tiempo, el jefe era Quique, conocido como el Carnicero.

El Abuelo, muy joven, ya formaba parte de la hinchada. En la mitad del viaje, tuvo la idea de arriar la bandera uruguaya e izar una de Boca. Todo era una fiesta en el barco pero, al llegar al puerto de Montevideo, las autoridades no dieron el permiso para atracar. Las leyes de navegación son estrictas al respecto: la bandera que flamea en el mástil convierte al barco en jurisdicción de ese país.

En un primer momento, la fiesta siguió. Resistieron hasta que empezó a acercarse la hora del partido. Como el Abuelo no quería devolver la bandera de Uruguay, los jefes de la hinchada le dieron una paliza. Finalmente la bandera apareció y el barco entró al puerto.

No es habitual ver a Kohan sorprendido. Entusiasmado sí, porque la conversación siempre lo convoca. Pero a medida que este relato avanza, su fascinación va mezclándose con la estupefacción. Parece una historia hecha a su medida: un grupo de boquenses funda un país en un día clave, los colores de Boca reemplazan a los de una nación. Esa fundación es hecha contra la ley, como una provocación. Y ese territorio no está en ningún lado, flota entre dos puntos, en un trayecto, y después se desvanece.

No hay dudas de que a Kohan le habría gustado ver a Boca campeón en el estadio Centenario. Pero tanto como eso habría disfrutado estar en ese barco y vivir completamente fuera de control, en un presente continuo, los minutos que duró la República de Boca. <