Por José María Brindisi | Editorial de El Ansia 3

Posiblemente no puedan concebirse, al menos dentro de las fronteras de la literatura argentina, tres escrituras, pero en parte asimismo tres vidas, tan disímiles entre sí como las de Martín Kohan, Mariana Dimópulos y Leonardo Oyola. La minucia de prontuario sentimental pero también detectivesco de Kohan, su distancia irónica, sus imposturas que no hacen otra cosa que desnudar lo real en toda su brutalidad; la introspección, la circulación por la experiencia de lo cotidiano como si este fuera un campo minado, la sensibilidad siempre extrema en su contención bajo la pluma de Dimópulos; la voracidad del lenguaje a la par de la de los hechos, el imaginario jactancioso, las supersticiones, sueños y pesadillas con los que conviven los personajes de Oyola, como si eso los volviera menos carnales. Y detrás de los libros, o en el principio y el fin de todos ellos, tres caminos paralelos que no solo no se tocan sino que apenas entrecruzan miradas.
Seguir a Oyola, aplicarse a su vida, es sin duda convivir también con sus libros. Padre y todo, ya con más años, la madurez no parece amordazarlo; es alguien que nunca se detiene, alguien que no deja de escribir pero tampoco de hacer nada, alguien que sale de copas, y sale a entreverarse con la gente, alguien que sigue teniendo un diálogo privilegiado con la noche y con todo lo que en ella se esconde. Dimópulos es su antítesis absoluta: el mundo es adentro, su intimidad es el mundo, y es un espacio gigante en el que los libros, los propios, los que lee, los que traduce, los que evoca, los que discute, los que quizá se estén escribiendo en ese instante, abarcan cada rincón, cada proyección del pensamiento desde bien temprano, antes de que los primeros pájaros den señales. Kohan podría situarse en el medio, a una celosa equidistancia, aunque sus costumbres, o más bien el modo de transitar sus pasiones fundamentales –la literatura y el fútbol, por sobre todas las cosas– lo alejen definitivamente, aun en su simpleza o contundencia, de cualquier parentesco ocasional.
Lo cierto es que los tres, por separado y juntos, resultaban elecciones por demás significativas para el recorrido de una revista que, en su tercer número, necesitaba a la vez terminar de definir sus contornos así como ampliar su perspectiva, no encerrarse en una idea que podía fácilmente volverse una trampa (en esa dirección, una de las deudas de El Ansia, en particular hacia adentro, es la de responder de un modo más representativo o abarcador al enunciado de “revista de literatura argentina”, es decir poder ocuparnos de las literaturas del resto del país, aun a sabiendas de que contamos con escasos medios para llevar esa premisa adelante). La elección de Oyola, y otras que sin duda se resignifican desde su órbita, nos ofrecía un acercamiento a determinadas modulaciones de lo popular, nos bajaba de un plumazo de las altas cumbres a las que con frecuencia nos habíamos transportado. Dimópulos, entre otras cosas, nos permitía sacar un pie del plato, dado que el oficio de traductora es en ella tan protagónico que acaso hubiera que empezar a desplazarse desde ese centro, y efectivamente así fue (así como en el número 4, ya en curso, la elección de Pedro Mairal nos abrirá, tratándose de una publicación dedicada en esencia a la narrativa, a un registro mixto en el que la poesía se torna –por fortuna– innegociable). También, sí, Dimópulos era la primera mujer de la que nos ocupábamos; pero esa estadística era mentirosa porque en un par de ocasiones, por motivos diversos y apenas circunstanciales, nuestras elecciones habían naufragado. Por último, lo de Kohan, pese a sus esfuerzos por vendernos al personaje simple y de escasos atributos marketineros, era para nosotros una apuesta sustancial, no por lo arriesgado –lo suyo comenzaba a imponerse por peso propio, a volverse casi obvio– sino porque multiplicaba nuestro recorrido, no solo desde las variables de una escritura ambiciosa en su carácter camaleónico sino por sus resonancias políticas y, más acá, por la inteligencia para observar y juzgar lo que fuera desde un lugar inesperado.
Los tres, por lo demás, cumplen con una cualidad que en este tercer número, en este mapa que acaso ya pueda leerse con mayor claridad, se nos hacía indispensable: entre otras cosas porque su relativa juventud prácticamente los priva de esa condición, ninguno es canónico. Acaso vayan a serlo, uno, dos, los tres, pero por el momento el mármol no los ha tocado. Por cierto, aunque los dos números anteriores incluían algunos nombres para nosotros ya, hoy, insoslayables, nos parecía que ninguno de ellos resultaba tan omnipresente como podría haberlo sido, para tomar un ejemplo incontrastable, Juan José Saer: alguno no tan leído, otro al que en verdad se lo piensa desde su otro oficio, otro que comete la imprudencia de reírse de todo. Aunque no había sido nuestra intención, nos parecía que de uno u otro modo todos eran nombres que, hasta cierto punto, se situaban en la periferia. Y sin embargo era posible asimismo ubicar a varios de ellos –en rigor, creíamos que así debía ser– en algo así como un núcleo, un probable canon. Pero el objetivo de la revista no era, ni será, ese. Ni proponer un canon, ni adecuarse a uno preestablecido. Lo que El Ansia pretende es poner sobre la mesa una enorme red, algo así como el estado de las cosas de la literatura argentina actual. Al menos, y aquí sí hay arbitrariedad, de la literatura argentina actual que nos interesa. Desde ese lugar, el trío Dimópulos-Kohan-Oyola despeja cualquier equívoco. Sin rehuir a lo inapelable, a determinados apellidos que eventualmente puedan estar en boca de todos, la búsqueda de El Ansia pasa por captar los destellos de una literatura viva.
En otro orden de cosas, mientras el número 3 daba sus últimos suspiros, mientras el 4 se gestaba, El Ansia como proyecto en sí comenzó a crecer. Y aunque uno imagina, aunque también sabe que siempre puede ocurrir algo inesperado, en lo personal estaba lejos de siquiera desear que la revista se replicara en otros países, algo que, bien pensado, no era tan ilógico, y no hay en ello ni una pizca de autobombo: un recorte amplio, una suerte de eslabonamiento que permite situarse en la contemporaneidad de la literatura de un país. Un proyecto de biblioteca, en verdad. Más allá de otras versiones todavía en etapas bien embrionarias, hay una realidad, y esa realidad se llama El Ansia Bolivia. No se trata de mirarse el ombligo, sino de generar la posibilidad, fronteras adentro y hacia afuera, de un descubrimiento. Y de entender de una vez por todas que nuestros destinos, los de esta parte del continente, van de la mano.
Durante los primeros días de mayo me tocó presentar, en cuatro ciudades diferentes de Bolivia, la contundente versión local de aquella revista que imaginamos y comenzamos a discutir hace casi cuatro años. En abril de 2013 viajé a Santa Cruz de la Sierra a dar un curso y hacer una tímida presentación de nuestro primer número de El Ansia. Fue un pequeño suceso. Pero antes de que sucediera, ya mi amiga Magela Baudoin me había casi atajado en el aeropuerto y advertido –para mi felicidad– que ella y algunos amigos estaban decididos a hacerla. ¿Estaba yo de acuerdo? Dos años más tarde, esos amigos ya son también amigos míos, esa revista ya huele y pesa (y aquí reproducimos algunas de sus páginas), y el periplo que nos tocó hacer juntos por su extraordinario país, ese viaje que tuvo mucho de milagroso y no porque haya sucedido nada sobrenatural, es una iluminación que la revista me ha regalado, y que en condiciones ideales hubiese querido vivir junto a mis compadres argentinos, las otras piezas de ese nosotros que he utilizado adrede durante casi todo este breve texto, porque las soledades del escritor yo me las guardo únicamente para la escritura. La literatura, todo lo que abarca más allá de eso que erupciona en el interior de cada uno y que es intransmisible, es un bien que debe ser compartido. <