Tiempos

Esther Cross sobre Mariana Dimópulos (nota publicada en El Ansia 3)

Nos encontramos casi siempre en el Barrio Chino, en un restaurante vacío con vista a otro donde nunca conseguimos mesa. En algún momento la puntualidad se convirtió en un chiste y ahora jugamos a ver quién llega primero, poniendo en riesgo esa misma puntualidad porque llegar antes también es una falta, aunque menos frecuente que llegar tarde. Nos ponemos al día mientras los platos aterrizan y despegan. Me acuerdo de cuando fuimos a comer a su departamento de Coghlan, del pan que amasó Mariana otra noche, de cuando vinieron a una casa que alquilamos afuera y los vimos llegar con un paquete. ¿Qué traían? Su visita fue un viaje para mí ese verano inmóvil. Hubo un tiempo en que se mudaron al Sur. Recibíamos mails aislados como la chacra que habitaban, reportando la avanzada de unas vacas que se acercaban progresivamente a su ventana. A veces hay cambio de coordenadas pero en general nos reunimos en el chino. Al otro día, la conversación sigue rodando cuando abro el libro que Mariana nombró y reaparecen sus comentarios entre renglones, o doy una vuelta por los libros y sitios que recomendó Ariel.
Ellos salen poco, nosotros también; estamos en un mismo rango de timidez, con variadas gradaciones. De a ratos nuestra charla se parece a un desahogo tranquilo, también a una posta para alentar planes. Bueno, empieza alguno, estoy escribiendo…
Trae mala suerte contar lo que una escribe pero estamos en confianza. Se forman rápidas sinapsis. Ariel es un big bang de asociaciones. Nos reímos. Eso también sigue al otro día, como un efecto secundario.
Hay cosas que no cambiaron en estos años. Mariana siempre traduce. Es la foto que le sacaría para pintarla: concentrada en sus traducciones. En sus novelas, ahora que lo pienso, hay también traducción de un momento de la vida a otro. Es un rasgo que las cruza, una pregunta por el lazo de unión entre situaciones, la comprensión de lo que pasó antes por lo que pasa ahora, o a lo mejor es justamente un salvavidas en el espacio de inconexión entre esos momentos, quién sabe. Estamos en la mesa del chino y Mariana habla de idiomas. Dice que va a estudiar ruso. Ella tiene ese plan, otra gente tiene otros.
Terminamos hablando de pasajes de avión y recorridos en auto o tren por Europa del Este hacia Rusia —los viajes son un tema en esta mesa, siempre encontramos algún disparador—. Hace un tiempo, en este mismo restaurante, dijo que pensaba escribir una tragedia, griega como su apellido.
Veo una entrevista que le hicieron donde se define como una persona muy racionalista. Pero cuando habla de su trabajo queda claro que esa racionalidad también es física. El cuerpo se destaca mientras reporta qué tradujo o escribe. Habla palpándose la frente, con pasión.
Pasó meses intensivos, de rutina alterada por los tiempos de entrega y las dudas. Es como si dijera quién me manda a aceptar esta traducción, pero no lo dice; en cambio sonríe. Hace unos días terminó una traducción de Heidegger. La veo barrer páginas enteras cuando cuenta que rehízo una novela completa porque algo no funcionaba. Asentimos, es el famoso algo. Cualquiera que escribe se cruza o choca, mejor dicho, con el famoso algo. Me impacta su capacidad para corporizar lo que cuenta. Cuando escribe pasa lo mismo. Su escritura austera tiene materia, tiene cuerpo.
¿Cómo hace para que en pocas palabras pueda verla llegar a un punto, desalentarse, armarse? ¿Tiene que ver ese gesto que hizo con la mano en canto? Es la que menos habla pero está atenta, afinando, y asiente o niega, sin gestos vacíos.
Ricardo y yo fuimos a Berlín en el 2005 y Paula Pérez Alonso nos puso en contacto con Mariana y Ariel, que vivían hacía tiempo en Alemania. Ariel nos pasó a buscar por el hotel. Como en esa época también era muy puntual, cuando bajamos ya nos había ganado y estaba en el lobby, rapado con su barba y bigotes freudianos pero en borcegos y jeans, captando el movimiento del hall con mirada magnusiana (es un brillo un poco irónico que anima todo lo que escribe). Salimos, lloviznaba, sacó de la mochila un paraguas plegable, que después guardó, sacó y armó, clic, varias veces sin registrarlo; mejor era enfocarse en la ciudad con marcas de sutura Este-Oeste, llena de estímulos. En un momento dijo, confiado, ahora viene Mariana y apareció Mariana, flaca y suave, con su bicicleta, la cara lavada y esa mezcla de elegancia y fuerza típica de ella. No traía cartera ni cargaba nada, como si llevara puesto lo que necesitaba para moverse. Nosotros veníamos viajando, es decir que cargábamos lo nuestro y lo que nos habían encargado. La sobriedad de Mariana me sonó a superación. Ella y Ariel parecían prácticos y sueltos, con libertad para moverse. Gracias a eso, seguramente, los vi instalarse y levantar campamento estos diez años —Alemania, Buenos Aires, el Sur, La Lucila— quejándose un poco de tanta mudanza como todas las personas que se mudan mucho.
Mariana nos llevó a una librería de usados donde vendían libros en inglés y francés. ¿De qué se acordará, qué le queda de ese día, si es que queda algo? Estaba en Alemania dedicada a la Escuela de Frankfurt, ya apuntaba la flecha de sus traducciones del futuro, Ariel y ella escribían y estudiaban, la situación me hace acordar a eso de “el presente está grávido del porvenir”, solo que en ellos era un presente grávido del presente porque los lugares cambiaron desde entonces, y puede ser que algunas circunstancias también, pero el lema es el mismo.
No tengo foto grupal, únicamente la foto que sacamos de la puerta de un lugar que se llamaba La Mano sobre el que Ariel tramaba una nota para ofrecer, justamente, a la revista La Mano. La foto salió fuera de foco, a lo mejor por falta de luz o porque el pulso le tembló un poco al fotógrafo. Un rato antes, en un tranvía, se formaron dos células. Mariana y yo hablamos de nuestros proyectos. Ella agarraba la bicicleta por el manubrio y la frenaba y soltaba con un pie.
¿Escribía su primera novela, que después se llamó Anís? En un momento dijo: ya cumplí treinta años. Lo dijo sin afectación. Yo tenía cuarenta y tres, daban ganas de decirle que no se preocupara pero hubiera sido obvio y superficial. Ella hablaba con franqueza y desde otro nivel del tiempo. Era algo más anhelante que nostálgico, y la hacía parecer madura y joven.
Mariana y Ariel son los dos escritores más dedicados a la escritura que conozco. Me imagino que tomaron la decisión y procedieron. Tienen un deseo enfocado y lo sostienen. Transmiten esa buena onda de la gente que está en lo suyo. Después de conocerlos, empecé a captar la neura de los escritores que se quejan de la falta de tiempo, empezando por mí. Sus viajes están cruzados por la literatura. Esa tarde nos contaron que habían desandado el mapa del Quijote —y Ariel escribió una nota sobre ese camino—. Así con todo.
Si alguno de ellos publica un libro, voy a la librería a buscarlo, sin dar tiempo a que lo manden, es como adelantar la llegada de una buena noticia. Lo leo, se lo paso a Ricardo, o al revés si él fue primero a la librería. Cuando leyó Cada despedida, Ricardo dejaba el libro de a ratos para comentar y así nos fuimos encontrando por la casa una tarde, movidos por la novela en distintos momentos y rincones. Tengo una amiga abogada, le presté Un chino en bicicleta y desde entonces es fan serial de Ariel. Los hijos de Ricardo leyeron La abuela. Cuando lo escribía, Ariel nos dijo que se sentía más hijo de la ESMA que nieto de Auschwitz; pero leerlo en el libro fue distinto, como si fuera la primera vez. No siempre una puede leer a escritores que conoce personalmente y olvidarse de que los conoce. Es lo mejor que puede pasar. El texto se levanta solo. Despega. Se impone.
Hay algo que le comenté a Mariana cuando leí Anís y llegué a la parte del geriátrico, no sé si en ese momento lo expresé bien. Leía la novela y al llegar a esa parte dije «el alma alemana». Me acordé de lo que dijo Virginia Woolf en su ensayo El punto de vista ruso. Virginia Woolf dijo que un lector inglés no puede captar el punto de vista de un ruso, eso que llama el alma rusa, lo que los rusos nombran con la palabra alma. Decía que la mente no puede zafar del lugar de nacimiento, pero yo creo que algunos escritores captan almas rusas o de cualquier cultura por la simple razón de que captan almas. Son escritores que zafan de su lugar de origen y hasta lo amplían con otros territorios. En Anís aparece, por ejemplo, el alma alemana —o el alma de los libros alemanes— en un geriátrico de la provincia de Buenos Aires. No se trata de que los señores sean alemanes y repitan oh, der Wald, antes de decir otras cosas, siniestras —Mariana excede las ambientaciones—. Es algo más sutil y profundo, el alma de la situación, un carácter flotante, y ella puede pescarlo, tiene radares especiales. Una amiga escritora me habló de Pendiente, la última novela de Mariana, en los siguientes términos: esta mujer sabe.

A Ricardo le sorprende que hablemos con Mariana y Ariel salvando la diferencia generacional que en rigor tendría que separarnos. Lo considera un mérito de ellos. Dice que gracias a ellos no nos sentimos viejos a su lado. «Espero que no los hagamos sentir viejos nosotros a ellos», dice. Cree que en parte eso se da porque nos gusta hacer lo mismo, compartimos una pasión. Pero nos damos cuenta de que con otros escritores, aun de nuestra edad, no nos sentimos tan bien y, mucho menos, en confianza. Ricardo también recuerda cuando los conocimos. «Ariel pasó a buscarnos por el hotel, y más tarde se sumó Mariana. Ariel tenía un paraguas». Coincido con Ricardo, aunque suene sospechoso porque también estoy en el bando veterano. Pero el mérito, como dice Ricardo, no es nuestro. Hace unos días, casualmente, a raíz de otro tema, Paula Pérez Alonso me escribió en un mail: «los Magnus tienen una comprensión asombrosa». No podría haberlo dicho mejor.
Tomamos un par de subtes y ese tranvía, caminamos, sacamos la foto movida de la esquina de La Mano. Fuimos a comer, después fuimos a tomar algo. Era un día bastante frío de primavera. Nos contaron que casi siempre está nublado en Berlín, por eso ni bien sale el sol las plazas desbordan de alemanes contentos. Ya habían pasado varios años ahí y barajaban, por suerte, las chances de venir.