Necesidades únicas

Por José María Brindisi | Editorial de El Ansia 2

Conocí a Luis Chitarroni en 1993. Yo tenía veintitrés años, acababa de ganar el premio del Fondo Nacional de las Artes, y sin duda anestesiado por ese espaldarazo comenzaba a creer estúpidamente que el mundo acudiría a mí, que de allí en más ya no podría vivir sin lo que yo escribiese. Tal vez no haya sido para tanto, pero como mínimo sentía que el trabajo, a través de nuevas y maravillosas formas ya no solo de subsistencia, tocaría a mi puerta ruidosamente; algo así como un acto de justicia por los infortunios del pasado, un modo de equilibrar la balanza. Vivíamos en Barracas con un amigo músico, y entre otros recursos representábamos con cierta frecuencia la comedia de recibir a su madre, cargada de bolsas de supermercado, ofendidos pero teniendo el cuidado de mantener la puerta bien abierta. Tardé poco en comprender lo errado que estaba, y en ese baño de realidad tuvo bastante que ver el hecho de que, aun con el viento a favor del entusiasmo de Luis, ese primer libro se volviera visible recién dos años y pico más tarde. No era una época de bonanza –es oportuno recordarlo, para aquellos que creen que el terremoto del 2001 se inició unos meses antes, con Machinea o por culpa de Chacho Álvarez–, y lo de Chitarroni en Sudamericana, con sus diversas y sucesivas colecciones de literatura argentina, comenzaba a parecerse a un acto de resistencia. Aquel primer llamado del 93 lo hice utilizando como puente el nombre de Charlie Feiling, a quien había conocido poco antes y que había leído con generosidad y respeto –es decir con exigencia, sin adulación vacía– mis primeros cuentos. La generosidad de Charlie, en verdad, había ido mucho más allá, de diversas formas; entre otras, ahorrándonos a un amigo y a mí la disculpa imposible y los ecos de la humillación de haberlo invitado dos veces seguidas a un programa de radio en el que jamás lo entrevistaron (el programa era el de Bobby Flores, quien después de haber desgranado sus tres o cuatro lecturas favoritas –sin duda un altísimo porcentaje de su biblioteca– nos había hecho despachar, con todo derecho pero sin elegancia ni dignidad alguna). Esa segunda vez, Charlie, con un par de discos de Nick Cave bajo el brazo –la premisa era que los escritores llevaran su propia banda de sonido–, evitó perder la elegancia, y evitó asimismo que nosotros la perdiéramos invitándonos a beber y a olvidar de inmediato el reciente trago amargo.

El libro de cuentos salió a comienzos de 1996 –lo presentó Feiling–, y después de algún tiempo Chitarroni y yo perdimos contacto. Pero un par de años más tarde, cuando el menemismo se hundía y llamar a alguien para pedirle trabajo equivalía a creer en los Reyes Magos, nuestra común amiga Gabriela Esquivada, que había sido pareja de Charlie hasta su muerte en 1997, me retó cariñosamente y dijo: “Hacé lo que sabés hacer, buscá trabajo de eso”. Y después: “Andá a verlo a Luis”. Lo cierto es que no me había dedicado a la acupuntura sino a escribir publicidad, en principio, mientras comenzaba a dar talleres y colaboraba esporádicamente en algunos medios. Pero le hice caso. Y aunque el trabajo no floreció –los libros que proyectábamos, ya sea en calidad de cronista o como ghost writer, quizá eran demasiado ambiciosos, o por distintas razones estaban fuera de tiempo–, Chitarroni publicó en el camino también mi primera novela –en el 2001, quizá también fuera de tiempo–, y antes y después de eso me sumó al plantel de lectores de la editorial. El pago por los informes de lectura era ínfimo, pero lo que me mantuvo cerca esos siete u ocho años fue la dinámica que se daba durante esos encuentros: más allá de los libros en cuestión, hablábamos largamente de literatura y de música, o mejor dicho Luis, que era y es la persona más ilustrada que he conocido y sin duda la más generosa para con ese saber, compartía conmigo esos viajes por el tiempo y por el espacio haciéndome sentir parte, como si estuviésemos en igualdad de condiciones y yo tuviese no sólo su erudición sino también esa memoria descomunal.

Pero de nuevo retrocediendo hasta aquella suerte de inicio: algunos meses después de conocerlo, Chitarroni me pasó un libro que acababan de editar. No resultó ser, con el correr del tiempo, una costumbre; por lo general nuestras conversaciones derivaban en figuritas difíciles que Luis ofrecía prestarme o, en los casos en que disponía de más de un ejemplar, regalarme (esa instancia raramente llegaba, pero no por falta de generosidad sino todo lo contrario, porque sus entusiasmos lo desbordaban y a veces lo hacían perder el rumbo). No era usual que lo hiciera, decía –sin duda lo inhibía su instancia de médium–, pero en aquella oportunidad se le notaban las marcas que deja la iluminación, el descubrimiento. El libro era, desde luego, El amparo, la primera novela de un tal “Gustavo Alejandro Ferreyra”. Llegué a casa y leí un tramo larguísimo sin pausa, o más bien con la pausa o el timing particular que el libro imponía; era evidente que no se trataba de una pluma, ni una cabeza, cualquiera. Había un proyecto, había una estética, y sobre todo había una manera de dialogar con un mundo implosivo, siempre amenazante: un “adentro” enfermizo para escapar del “afuera”. La aparición de El desamparo –al margen de un libro de relatos intermedio–, cinco años más tarde, confirmó esa percepción, pero le agregó además una cualidad que en muchos otros es pedantería u ombliguismo, un recurso que como mínimo resulta cándidamente artificial; en él, en cambio, la autorreferencia o el diálogo interno respondía a la afirmación dentro de un mundo, de un imaginario, la construcción de una dimensión paralela que de ningún modo es, por más que se esfuerce en resultar insólita, un negativo de la realidad. Con excepción de algún encuentro fortuito, del que no guardo ninguna instantánea, no me había cruzado con Ferreyra hasta la presentación del número 1 de El Ansia, hace algo más de un año. Detrás de la sonrisa algo tímida, de la amabilidad y el diálogo franco, no pude dejar de pensar en que era uno de esos casos en que la literatura parece absorberlo todo: aun en su calma, parecía medio fugado, o más bien contenido, como si ese laboratorio de la escritura que eran los otros no le diese respiro. Aunque ahora que lo pienso, sí nos “encontramos” en otra circunstancia: él ganó un premio del que yo fui finalista. Más allá de la frustración en primera persona, que pasó en seguida, el hecho de que Ferreyra lo ganara significaba una esperanza en esa quimera que suelen ser los concursos; un triunfo, en verdad, para todos nosotros.

A Edgardo Cozarinsky lo conocí en un momento clave de su vida, sólo que yo no lo sabía. Lo que sí sabía era que empezaba a regresar definitivamente a Buenos Aires, una decisión nada menor: en aquel tembloroso 2001 –otra vez ese año fatal–, Sudamericana y Emecé, que acababan de plasmar por duplicado su retorno a la literatura (dieciséis años después de Vudú urbano, ese mito o esa mochila que, para colmo, cargaba con el peso extra de los prólogos de Sontag y Cabrera Infante), sumaban esfuerzos y lo “traían” a la Argentina, pero lo cierto es que Cozarinsky tenía un departamento en Barrio Norte y hacía más de una década que oscilaba entre París y Buenos Aires, al margen de sus múltiples andanzas por el resto del planeta. No obstante, el punto de inflexión no era su vuelta al país, o sólo era una de sus consecuencias: le habían diagnosticado un cáncer, un par de años atrás, y a partir de allí había puesto el pie en el acelerador, sin más dilaciones o excusas. Se había convertido otra vez en un escritor, y quince años más tarde comprobamos que ni siquiera ha disminuido de marcha. Cuando lo conocí, yo escribía para la revista 3 Puntos. Me habían encargado que lo entrevistara; hasta entonces tenía una idea bastante vaga de su cine, y ninguna de su –todavía escasa– literatura. Pero en pocos días, después de haber leído y de haber visto casi todo, llegué a él entre incrédulo e impresionado. ¿Cómo era posible que alguien se moviera con esa comodidad, o esa libertad, entre climas y géneros e intereses tan diversos? ¿Cómo podía ser nostálgico sin tornarse monótono o pasivo, cómo narrar con esa sensibilidad sin convertirse en un manipulador perverso, cómo ser así de imprevisible y a la vez inevitable? Aquel mediodía, llegué a esa esquina de –si la memoria no me falla– French y Azcuénaga con lo justo, recién levantado. Cozarinsky me preguntó qué quería tomar; yo no había desayunado, así que con toda naturalidad contesté que un café. Pero él contraatacó con que pidiéramos algo más “espirituoso” –si esa era la palabra–, y recién ahí advertí que sobre la mesa ya había una botella de champagne. Bebimos varias botellas, entonces, durante la charla, yo en ayunas y él demostrándome que no había que perder el tiempo en nada.

Es posible que Cozarinsky y Ferreyra pertenezcan, en muchos sentidos, a dos mundos irreconciliables. Y quizá Chitarroni, que los editó a ambos, sea un nexo, uno de sus pocos puntos de confluencia. No obstante los tres parecen situarse en espacios únicos, esquivar cualquier clasificación; crear en sus lectores, como el mismo Chitarroni escribió alguna vez, necesidades que sólo ellos mismos son capaces de satisfacer. Tres líneas del prólogo de Siluetas, el libro debut de este último, bastan para adentrarse en la inútil tarea de descifrarlo: allí donde dice que “nunca ha sido del todo macedoniano”, deducir que entonces lo ha sido lo suficiente, y leer sus infinitas maneras de introducir y recomenzar textos propios y ajenos como un combate, un modo de revelar la adicción por la literatura pero asimismo lo absurdo de pretender contar una historia. Siluetas es el alivio, porque todas las anécdotas contienen –en su carácter necrológico– un final. El carapálida es un acto de fe: alguien que todavía cree –o lo intenta– que es posible narrar de un modo más o menos tradicional, es decir en alguna dirección. Peripecias es la renuncia, o un nuevo comienzo: la condena a la sincronía.

Chitarroni escritor es, entre muchas otras posibilidades, un artista de la sustantivación: alguien que llama a las cosas de otro modo, y así logra travestirlas. Pero la transformación no proviene de “la cosa” –persona, objeto, paisaje, sentimiento–, sino de la mirada. No hay líneas inocentes en Chitarroni –letra muerta–, como no las hay en Burgess ni en Nabokov. Tampoco las hay en Ferreyra; su escritura posee una animosidad fervorosa, infrecuente. Lo que Ferreyra nos muestra es que sus delirios son apenas una estrategia de extrañamiento; estamos mucho más cerca del horror de lo que creemos. Y esas dos modulaciones de la extrañeza que son la tercera persona inútilmente documental y la primera que siempre amenaza con abandonar la razón, transitan la realidad como si ésta fuera un campo minado; pese a la mediocridad de sus personajes, o en verdad a causa de ella. Cozarinsky, por último, respondería a esa escasísima raza de escritores para los que el estilo es todo. Pero el estilo no es sólo forma, sino también –o antes que nada– fondo: más allá de la cadencia, de la musicalidad que destilan las palabras, hay un modo de transitar la experiencia que siempre logra trastornar su sentido. Parafraseando o invirtiendo a Faulkner, podría decirse que en Cozarinsky el presente ni siquiera lo es, y por eso es tan triste: un futuro tallado con esfuerzo para cubrir la ausencia ensordecedora del pasado. Uno para el que literatura y vida no merecen mayor distinción; otro para el que la escritura es un mantra; un tercero que vuelve a los libros como a la tierra prometida. Tres modos de desaparecer, de buscar con desesperación algo que escape a la literalidad del lenguaje. De estar en sí mismos, pero sólo a través de los otros.