«El mundo es las historias que hacemos»

Por Ariel Dilon | Conversación con Marcelo Cohen publicada en El Ansia 1

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[Floresta, 21/2/2013] “Querido Marcelo […]: sé que estás bajo el asedio de la tribu El Ansia, y por ende ya muy solicitado. Sin embargo, José me invitó hace meses a sumarme a sus hordas amigables, y ahora me llama para recordármelo. En aquel momento, lo único que pensé fue proponerte que habláramos de… —me da pudor decirlo— algo así como religión. Esas intuiciones o vislumbres sobre lo real, la conciencia, la percepción —alguna vez hablamos de eso en relación con Michaux, te acordarás— que uno reconoce en ciertos escritores. Algo que seguramente cuadra al budismo, al zen […], a lo que para cada uno… [etc., etc.]. Aludimos un poco a esas cosas… ¿o lo soñé? […] Y en ese caso, quizá estoy abusando de los indicios que creí encontrar en breves charlas pasadas. Pero me animo a proponértelo, a no decirle (todavía) a José que me perdone, que aquel día deliraba de fiebre: como nada de lo humano le es ajeno al “hombre amable” que sé que sos, hay razones de más para esperar que algo bueno salga del diálogo.

En fin, ya está dicho: espero tus señales.

Un gran abrazo, A.”

[Belgrano, bar Manhattan, 4/4/2013, 17.30: Argumentos, dice]

[“Señales”, “indicios”, andaba buscando yo: A Hint from… En algún momento le confesaría algunos de mis hints: Proust, la memoria como único reino de lo real; el bañero de Nadie nada nunca a quien el mundo se le disuelve en partículas de luz —coincidimos, y la charla sobre Saer, solita, daría para tantas páginas como todo lo demás—; ciertos cuentos de Cortázar —larga digresión de M.C. sobre la bajada de Cortázar del canon, precisamente, entre otros, por Saer (otras tantas páginas)—; no sé si hablé de Tarkovsky (en ese caso, lo borré): lo pienso ahora; y varios otros… Pero en qué lío me metí: ni él mismo imaginaría cuánto, a su vez, tenía para decir: todo el camino desde su casa, según me contó, vino pensando y pensando. Durante un largo tramo de la charla no supe con certeza si hablábamos de lo mismo. Y aún después. En el encantamiento de la voz mientras nos desgrababa, en charlas con otros amigos sobre lo que me dijo, en la sangrienta faena —ahora— de reducir todo eso a una “caja” publicable, voy advirtiendo esos indicios llegados bajo formas que en un principio solo reconocí tenuemente, porque venían con su propio sello, por su propio afán.]

Marcelo Cohen […y uno enciende siempre tarde el grabador. En medio de la charla casual alrededor de un par de cafés —hablábamos de los inundados, de la simple solidaridad humana, y rápidamente fuimos a parar a la soledad necesaria para la escritura—, de pronto se interrumpió: “bueno, ya empezamos, ¿no?”; y entonces, atolondrado, presioné el botón]: …una economía de la vida montada alrededor de la escritura, te decía, y la tensión que eso suscita. Porque es una vida de defensa de un espacio. Ya que de las muchas cosas que pasan con la literatura, una está relacionada con la preservación de una identidad.

[Sí, habíamos empezado.]

Yo sé que la literatura puede ser enfermedad, obsesión, superstición religiosa… (con lo cual, según los psicoanalistas, también sería una enfermedad). O puede ser un acto de amor, como la entendía Rilke. O como dice Aira: puro narcisismo. Yo no creo que sea solamente una de esas cosas. En cualquier caso, sé que yo estoy más contento y me llevo mejor con la gente cuando estoy escribiendo. Y aquello que escribo absorbe todo lo que pasa, se relaciona inmediatamente con los hechos cotidianos, con lo que leo, con todo. Y cuando no escribo, todo el tiempo se me están ocurriendo cosas. Es un mecanismo esclerosado. O un automatismo. Si yo no puedo escribir, algo se traba, la mente y el cuerpo se embotellan.

He pensado mucho en esto últimamente, por cosas que leí y por algo que estoy escribiendo… [Luego dirá: “Hace dos años que estoy con esto. Podría haber escrito cincuenta páginas: escribí veinte y ahora quiero que sean ocho”] que es una defensa del argumento en narrativa, un poco quejándome de las poéticas de las vanguardias narrativas de hoy, que básicamente son tres: una es la del montaje, otra es la autoficción, y una tercera es el camino de no contar nada, el de las narrativas de la deriva. Pero en este mundo de cut & paste, todos somos collagistas, y la gente no sabe hablar, y cuando cuenta, cuenta con los argumentos que tiene a mano. Todo el mundo cuenta lo mismo.

Entonces creo que hoy la narrativa tiene que presentar argumentos nuevos. No es cierto que solo existan los mismos temas de siempre: el amor, la muerte, el poder, todas esas palabritas… Dios. Yo no lo creo. Creo que los temas cambian, que aparecen otros: la posibilidad de tener un hijo como quieras, la extensión del cuerpo con prótesis, la transformación de los cuerpos, son temas nuevos, como lo fue la velocidad en el siglo XIX. La realidad virtual: Matrix es una historia nueva. Vieja como la gnosis, pero no importa: lo que es seguro es que con la superficie del tema se pueden inventar argumentos nuevos, cosas que nunca le pasaron a ningún personaje.

Lo que yo defiendo es un modo de argumentar —los dos tipos de argumento—: argumento como sucesión de peripecias, y el arte de la argumentación, que es gramático y retórico. El retórico antiguo era el tipo que tenía una idea y te quería convencer de eso de la manera que fuera, por las artes retóricas. Mientras que la razón de la Ilustración parte de “verdades evidentes”, para la retórica moderna no hay verdades evidentes, y defiende el arte de la retórica como búsqueda consecuencial de una verdad, que puede llegar o no. Y eso a mí me gusta: quiero que la narrativa también funcione así. Los bastidores de la narrativa argumental, sobre todo de la gran novela del siglo XIX y buena parte de la del XX, son mecanismos de tensión y desenlace: de expectativa, de nudo, de clímax… y a eso hay que renunciar. Hay que narrar partiendo de una idea argumental, librándose al argumento para ver a dónde va. Hay muchísimos libros hechos así, atendiendo a la interacción de la escritura con la imaginación. Porque la imaginación razona: no hay un divorcio entre razón e imaginación. Y ahí te chocás con el problema del final: lo único, en realidad, que convenía al tema de nuestra conversación.

[Para acabar de una vez con los finales]

Ariel Dilon [A qué negarlo: yo no advertí enseguida cómo y cuánto convenía el problema del final “al tema de nuestra conversación”. Pero si eso “otro” de lo que hablaba M.C. nos llevó a chocar con esto, había que parar a copiar los datos del seguro]: ¿Y qué hacer con el problema del final?

MC: El final de una historia —sobre todo en los cuentos, como bien dice Piglia— es el que da el sentido. Entonces no hay que narrar desde el final: hay que narrar el final, hay que llegar al final.

Aunque la historia nazca completa, después la escritura, y las constricciones que uno se pone, o el mecanismo, o la misma energía del lenguaje, crean alternativas. La imaginación funciona después de sus propios planes, te sigue abasteciendo, sintetiza.

AD: ¿Por eso decías que todo lo que vas viviendo entra en el proceso de escritura?

MC: Yo trato de que sea así, como lo es para muchos escritores, pero me lo consiento especialmente desde hace muchos años, cuando me di cuenta de estas cosas. La escritura, así, te modifica la vida: porque si no, no sirve para nada. Me preocupa que, si la hago —como me pasa cuando la leo—, la literatura sirva para la vida. Que aprendas, que cambien tus éticas, que estés menos ansioso.

AD: ¿Efectos colaterales de la exploración argumental de la “verdad”?

MC: Desde luego. Es como cuando Kafka dice: “Hay que escribir como se ora”. Vio tan claro, Kafka. Como cuando dice: “Hay un punto a partir del cual no hay retorno. Es ahí donde hay que empezar”. De todas maneras aparece el problema del final: ¿cómo termino esto para no traicionar la verdad que podría contener esta historia, para no manipularla ni manipular al lector, en pro de su arquitectura, o de la trasmisión o el capricho? No hablo de los finales abiertos, digo que se puede terminar de una manera que no sea un “final”. Se puede interrumpir, como pasa a veces en las novelas de Bernhard, porque se agota. O se puede dejar al personaje en un momento en que necesita reposo.

Y cuando termino un libro, ya se me está ocurriendo otro, y después otro, y otro… ¿Por qué seguimos escribiendo, los escritores? Por cualquiera de esos motivos psicológicos o espirituales que te crean la necesidad de escribir, a veces simplemente porque se te ocurren cosas. Pero también porque pensás que en el próximo vas a decir lo que todavía no lograste decir. Eso es más genuino: a ver si agarro lo que se deja decir.

Todo este asentimiento al hilo del argumento es porque hay una fe en la historia como lamento de la vida en común. El mundo es las historias que hacemos, y después está la realidad, que se escapa, se escapa siempre, y yo busco una manera de narrar que se acerque a la de la poesía, que es la persecución de más realidad.

AD: Más realidad, mejor calidad de lo real: de eso vinimos a hablar… [No llegué a formular mi pregunta: no se deja distraer fácilmente MC; en él, la voluntad de decir es auténtica enjundia (palabra que aprendí de él, hará unos quince años). Con suavidad, me llevó otra vez a su senda.]

MC: O bien es una manera de pasar el tiempo: seguir con otro libro. También hay quien no puede terminar un libro y entonces empieza otro. Y está la búsqueda de silencio, como en Beckett: porque, ante tal estado de cosas y lo poco que vale la palabra… mejor callarse. Pero sus personajes se van extinguiendo y no dejan de escribir: un poco más, otra palabrita excavada, vivificada o por lo menos limpiada de barro. El mismo Borges dijo: “Toda literatura aspira a su aniquilación”, o algo parecido. O como te decía al principio: “Terminemos con esta esclavitud”.

[Me temo que fue antes de que encendiera el grabador. Pero creo que volverá sobre eso. Esperemos. Y yo vuelvo a pensar —está en mis notas previas— en “el Esteves sin metafísica” del “Estanco” de Álvaro de Campos. Y también en un poema de Ungaretti, “Peso”, que habla un poco de lo mismo: “Ese campesino / se confía a la medalla / de San Antonio / y va ligero / Pero bien sola y bien desnuda / sin esperanza / llevo mi alma”.]

Todas estas son cuestiones de final [sigue MC]. Y hay tipos que no logran decir lo que querían, aunque hayan hecho cosas muy importantes. Están los que escriben hasta el último día, con el último aliento. Y eso es muy misterioso. Lo mejor que se puede decir de eso, lo más emocionante y esclarecedor para uno, es que están convencidos, como Bolaño, de que la literatura es la muerte. Entonces llegan acompañando.

[“Proust”, murmuré.]

Sí, Proust y muchos. Muchos… Y después están los que no pueden parar, uno se da cuenta de que se desesperan porque no encuentran el final de los libros. Como Foster Wallace en La broma infinita, que es una novela de mil doscientas páginas que leí este verano. El tipo ese no tenía idea de lo que era el hartazgo, o le importaba un pito. O precisamente quería trasmitir el hartazgo de las dependencias: hay mucho dolor psíquico y físico. Es una gran novela y, al mismo tiempo, una novela fallida, monstruosa.

[Autoinmolados]

[La larga digresión por el argumento de Wallace no lo apartó del hilo de su argumentación: quería decirme su repertorio de finales.] Al mismo tiempo leí El traductor, de Salvador Benesdra. Y pensé mucho en los suicidas de la literatura argentina, que son bastantes. Lugones, Alejandra Pizarnik, Barón Biza… Y está el caso Néstor Sánchez, que también es un caso de “finales”. Porque él decide que hay que terminar con la literatura. [Osvaldo] Baigorria, en la biografía, da una carta de él de fines de los setenta, principios de los ochenta, desde Nueva York, o California. La época que él describe en los cuentos [de La condición efímera]. Después de años de no publicar novelas y de dedicarse a Gurdjeff, volvió a la Argentina y publicó ese libro. Uno de los cuentos se llama “Diario de Manhattan”, donde hay una aplicación narrativa de lo que él hacía con [las enseñanzas de] Gurdjeff: hacerse linyera en Manhattan. Vivir en la calle, en el frío, educándose para escribir con la mano izquierda…

El hijo toma contacto con él, Sánchez lo trata muy duramente y después se empiezan a cartear en mejores términos. Y él habla de que hay que buscar la “vía”. Dice cosas muy interesantes, como esto: “Lo único que importa es ampliar la conciencia”. Ahora, ¿qué pensaba?, ¿que la literatura no sirve para ampliar la conciencia? Y también dice una cosa muy linda: “Yo pienso mucho estas cartas, y vos también tenés que pensarlas, cada acto tiene que ser impecable”. Esta es la exigencia que también tenía para

con la literatura.

AD: Estaba combatiendo los automatismos, que es lo que enseñan muchos “maestros”.

MC: Sí, exactamente, además lo dice más o menos así, dice: “Los automatismos estos que nos tienen inoculados…”.

Ahora bien, a él, Gurdjeff lo reventó… Y al mismo tiempo, cuando vos leés “Diario de Manhattan”, ves que hay algo que él logró, que es ser más fuerte que la sociedad de mierda, sin otras armas que el método y su decisión. Poder escribir, incluso, su diario. Pero todo es para adentro, porque él cuando mira Nueva York… —es cierto que Nueva York, si te hiciste linyera, te debe dar un odio espantoso, como da odio la Buenos Aires de hoy—… pero hay algo que no logró, que es suspender el juicio. Todas las vías insisten en eso. Y quedó muy escéptico. De todas maneras es admirable en todos los sentidos: como escritor y, digamos, como santo

AD: Parece un terrible malentendido: un santo muy egocéntrico. Tan concentrado en combatir los automatismos, se olvidó, como mínimo, de la ecuanimidad.

MC: Porque su escuela era así, la escuela de Gurdjeff era la escuela de la dureza. Dura lex. Otra ley, que no es la ley, pero es una ley un poco como la regla monástica…

Y en la literatura argentina de las últimas décadas hay dos casos así de radicales: Sánchez y Walsh. Lo de Walsh es: creo en esto y lo voy a hacer. Uno podría decir que también se mató. Yo pienso que era una cuestión de fe en el cambio de sociedad. Pero también, ¡una manera de dejar de escribir!

[“Este pájaro canta”]

A raíz de todas estas lecturas, de estas ideas y de esta época de mi vida demasiado agitada, he vuelto a hacerme una pregunta que ya me he hecho, en ocasiones: ¿por qué estoy escribiendo, si este fulano, este primo mío, que hizo una vida totalmente distinta, parece que viviera mejor que yo?

[Aquí estaba, el pariente ágrafo: primo real o imaginario, el hombre que no escribe y es feliz.]

Pero uno cree en la literatura o no cree. Eso es ciego, como todas las creencias. Lo podés justificar con políticas del habla, vocación, amor, fe, tradición. Porque lo mejor que ha dado el hombre es a través de los libros, etcétera… Todo eso es cierto, pero no deja de ser una cuestión de fe.

Entonces pensé: todo esto es sobre escribir y la verdad, ¿no?

¿De cuánta realidad estoy dispuesto a hacerme cargo? ¿Cuánto quiero estar tranquilo? ¿Y sabés qué pensé? Pensé: la verdad se juega en escribir sin conciencia.

[Pero, ¿sería posible, a menor conciencia, mayor realidad? Conciencia: quizá no hay palabra de definición más esquiva, con acepciones más dispares, como los dos usos contradictorios —ampliar la conciencia, escribir sin conciencia— que ha hecho de ella el propio MC.]

AD: ¿Cómo es eso de “sin conciencia”?

MC: Es la máxima aspiración, es como… el grillo de Nalé Roxlo. Pero no como él dice: “Música porque sí, música vana”… Puede ser vana o no, el juicio sobre el valor de su música al grillo no le compete. Lo importante es otra cosa, en la escritura: este pájaro canta, como cantan los pájaros, como muge la vaca. Sin sentido. Porque su naturaleza es cantar. Sería genial, ¿no? ¡Tengo ganas de escribir, y me vienen argumentos, me vienen historias a la cabeza! Hay narradores así…

Bradbury, en ese famoso librito El zen y el arte de escribir, que traduje hace mucho para Minotauro, dice que no hay que pensar. Tenés una idea, te ponés y le das para adelante.

AD [Ahora pienso en Armonía Sommers, en La mujer desnuda, pero en ese momento no lo dije. Dije, en cambio]: Como quien sueña…

MC: Como quien sueña.

AD: Más realidad, precisamente.

MC: Yo creo que es así: como si colocaras más realidad en un mundo restringido.

AD: Como si de una potencialidad sin forma, hicieras surgir las formas…

MC: Exactamente. Aunque desde hace tres o cuatro décadas, a raíz de Bataille, de las nuevas modalidades artísticas, de muchos poderosos atacantes de la forma, como Gombrowicz —la forma cuaja, la forma inmoviliza, la forma petrifica—, ha sido, entonces, el momento del prestigio de lo amorfo… Pero yo creo que no hay nada amorfo: amorfo es una forma para la que todavía no tenemos nombre.

[La vía y la voz]

Y después está tu gran amor —y el mío también— que es Michaux: el tipo se la pasó destruyendo y en última instancia se alegró de recibir el vacío, de terminar con todos los significados. Yo no sé si se habrá muerto tranquilo o no. Pero que pudiera escribir esos poemas de reconciliación con la ausencia de sentido… [Habla de Ineffable vide, Inefable vacío, apostilla de 1969 a Miserable milagro (1956).] Son casi himnos: no son solamente apacibles. Son de regocijo. Él llegó a tener esa experiencia y a expresarla después de todos sus experimentos con estados anormales, y de abominar de las drogas: es prodigioso. De la rabia de los comienzos a eso, es un camino impresionante.

Y otro caso extraordinario es Sarduy. Él era practicante de budismo. No sé si era ritualista, pero meditaba, todo muy mezclado con esos modos sesentistas de la escritura del cuerpo y demás. Barroquismo, androginia, pop. Pero a él le gustaba la iconografía del budismo, y del budismo más duro, el madyamika. No sé si “más duro” es la palabra, pero es el budismo del vacío, el más filosófico. Su último libro de narrativa [es Pájaros de la playa, póstumo], un libro precioso, mucho menos enmarañado, menos conceptista y violentamente barroco, con menos manera que otros… Él tenía SIDA, se iba a morir, y escribió ese libro luminoso, melancólico, con mucha recreación de cosas de infancia. Y al final hay unos aforismos sobre el desapego, el fin de la ansiedad. Y están los poemas: el soneto a Buda es bellísimo. Cada pocos meses vuelvo a leerlo… Con esa cara medio china que tenía Sarduy… Y él decía que se ponía a escribir después de… no sé si usa la palabra “meditar”… Después de haberse vaciado, en todo caso.

[Meditar, según MC: “El reposo más absoluto, el único reposo que existe. ¿Puede suceder? No lo sé, yo no soy un gran meditador. Lo hago de otras maneras, eso de parar el pensamiento. Durante años lo hice corriendo. A veces pasa escribiendo…”. Eficacia, dijo: “No en vano los guerreros se interesaron por estas cosas. Te da eficacia: para martillar un clavo, para conversar con alguien que tiene una preocupación, para el amor, para la escritura”.]

Un poeta tiene menos aprensiones: de pronto, meditar puede ser muy malo para un narrador… Si uno lograra parar el pensamiento, si alcanzara realmente el desapego, ya no tendría nada que proteger y tal vez decidiría si verdaderamente tiene necesidad de escribir o no…

AD: En ese espacio sin centro parecería no haber motivo para escribir, nadie que necesite argumentar…

MC: Por eso, o sos como un pájaro (digamos que en su jaula) o, si querés lanzarte, te dedicás a la vía. Los practicantes de zen más íntegros y avezados que conozco dicen que no es así, que no hay tal dicotomía. Se trata de una disponibilidad, un vacío lleno de posibilidades: que se consuman y se disuelven. El asunto es dejar que se disuelvan.

[La cofradía de los solitarios]

AD: Hay cierta literatura que habla como en trance: pájaros que solo soportan cantar sobre, o por, o en el vacío casi. Un paso más acá de la fe y, desde luego, del dogma. Muchos más escritores de los que uno pensaría…

MC: Sí, es que está por todas partes…

AD: El “Estanco” de Álvaro de Campos menciona a la gente que cree que simplemente está en el mundo, como si eso no constituyera de por sí una metafísica.

MC: De hecho, Pessoa, para poder llegar a eso, tuvo que inventar uno de los heterónimos, Caeiro, que es el maestro de los demás. Caeiro dice: “Yo miro el río y es nada más que un río, y estoy sentado en la puerta de mi casa y todo esto ya me es suficiente”. No lo era para Pessoa. Y está ese poema de Leopardi, “Canto de un pastor errante de Asia”. El tipo está sentado y dice: “¿Por qué no puedo ser como la oveja, que no tiene la necesidad de escribir este poema…?”

Cinco de cada diez buenos escritores lo piensan. La literatura está repleta de esto.

AD: Y está la escuela de los indiferentes, que miran el mundo como con una perplejidad…

MC: Son formas de la distancia, del desapego, como incluso lo es el furor extremo: porque es extático, una borrachera del resentimiento. Todas son admirables. Lo mejor que he podido lograr de mí mismo, en estas cosas, es educarme como admirador. ¡Mirá estos tipos! Después resulta que a algunos los conocías y eran imposibles… Y no digamos ya Céline, que todo el mundo sabe que debía ser tremendo. Yo jamás me habría querido hacer amigo de un nazi, ¿no?

AD: No, pero tal vez sí del autor del Viaje… Hay una compasión enorme, ahí.

MC: Sí, enorme. El que escribe es otro que el que vive, como bien escribió Borges. El que vive puede ser muchos y también el que escribe. Y en algún momento, alguno de esos que escriben pone, de todo lo que hay en ese ser múltiple, lo mejor. De manera que esa obra no es una impostura, como creía Sartre. Es un derrame de lo mejor que ese sujeto podía dar. Vos querrías vivir con el que escribió eso y no con el que era cuando se levantaba de escribir y se iba a la cocina. Digo esto contra la mediocre noción de los narradores impostadamente escépticos que dicen… Y no solo Vargas Llosa, que es un imbécil, porque ni se da cuenta de que alguien mejor que él escribió La ciudad y los perros. Hay escritores muy interesantes, que a uno le da pena que digan eso. Las historias a veces son mentiras, sí, pero a veces son la verdad más honda a la que un tipo pudo llegar.

En fin, no había pensado nada de lo que me dijiste, y por el camino me di cuenta de que venía con unas ganas bárbaras de… ¿Pero vos qué me querías preguntar?

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