Un realismo desaforado

Por Pedro B. Rey | Nota publicada en El Ansia 2

Hay escritores que nacen dados, desde la primera línea. Otros, los más, que amplían su radio de acción y perfilan su tono con cada nueva obra. En Ferreyra, de manera algo misteriosa, ambas especies parecen coexistir. Uno de sus libros (El desamparo) tiene entre sus personajes principales a un estudiante de medicina que sufre la extraña paranoia de ser bifronte, de que, por momentos, le aparece en la nuca una segunda cara que él no alcanza a ver pero sí detectan los demás. Todas las ficciones de Ferreyra parecen jugar con la tensión entre lo que sucede y cómo se dice, entre la trama y el estilo. Un antiguo dictum, también de doble faz, sostiene que todo escritor es, en el fondo, o balzaciano o proustiano. A Ferreyra resulta inevitable adosarle el primer adjetivo por la simple razón de que parece estar construyendo, de libro en libro, una comedia humana argentina, pero a la vez, en el centro de su obra, también eclosionan intereses que, se supone, son atributos del segundo.

Lo primero que le llama la atención a un lector de sus novelas es el idioma. Basta un párrafo para reconocer su dicción. Nadie, podría decirse, escribe así. Nadie tiene la destreza de Ferreyra para valerse de verbos añosos (“barruntar”), de ciertos conectores (“mas”), de algunos circunstanciales en desuso (“en derredor”) y volverlos naturales. De hecho, no se vale de esas palabras discursivas a granel (un censo de ese vocabulario no daría un número elevado: Ferreyra nada tiene que ver con un recolector barroco de arcaísmos), sino que las articula como un eco retórico de lo posible. “A veces me gustan las antiguas usanzas, los viejos términos –razona uno de sus personajes dilectos, Piquito de oro–. Aunque parezca mentira suenan novedosos y hasta verdaderos. Desnudan más la realidad que la parafernalia actual, todos estos vocablos de una época que trata de ocultarse.”

Entre esas palabras, hay un verbo extraño: “discurrir”. Son varios los sentidos del término. Discurre el tiempo cuando corre, pero también un fluido; se discurre cuando se reflexiona, cuando se infiere, pero también cuando se perora; se discurre, eventualmente, cuando se vaga físicamente por un lugar. Aunque sea de manera involuntaria, la frecuencia de su aparición parece cifrar estas narraciones. En las novelas de Ferreyra discurre el tiempo, discurren las palabras y, de manera capital, discurre la mente de los protagonistas, a veces de manera dubitativa, a veces con timidez, por lo general de modo frenético, dándole a la prosa un espesor anómalo, una tonalidad única.

Las dos primeras novelas de Ferreyra, El amparo y El desamparo, con sus títulos opuestos, ponen en juego un dilema. En la primera, un sirviente, de nombre Adolfo, se gana la vida en una mansión de dimensiones interminables y difusas. Su función es grotesca. Parado junto a la mesa del comedor, debe aceptar en su boca los restos que el dueño del lugar deposita en ella durante las comidas: es un receptor de carozos (hacia el final, se informa que son de aceituna). La pérdida de su puesto a manos de un enano, por razones prácticas de altura, lo sumirá en el desconcierto. Pasará el tiempo confabulando meditativamente en su cuartito, plumereando lo que se le asigna o lidiando con la servidumbre y sus jerarquías, en un intento de recuperar su puesto. El encierro, las relaciones de poder, las postergaciones indefinidas, la ley absoluta que encarna el amo de esa casa, todo sugiere una parábola kafkiana signada por uno de los antecedentes narrativos más notables del escritor checo: aquella memorable formadora de sirvientes, la escuela Benjamenta, ideada en Jakob Von Gunten por Robert Walser.

El desamparo, la novela siguiente, finaliza justamente con el ingreso del protagonista, Marcos, a trabajar como médico en aquella misma residencia. Lo acompaña al entrar un desconocido: el sirviente, Adolfo, que protagonizaba la primera historia. Pero antes de su claudicación, Marcos, que ya no tolera los embates de la realidad cotidiana, laboral y familiar, y decide sumergirse en la sumisión voluntaria, había vegetado por más de cuatrocientas páginas en un paisaje cotidiano reconocible, que sólo gradualmente, por medio de unos pocos signos (especialmente un muro que se construye para separar la capital de los suburbios) había comenzado a enturbiarse y deformarse.

Lo que propone El desamparo no es, contra lo esperado, una precuela que explique la claustrofobia de El amparo. Es más bien lo contrario: un deliberado paso atrás, un retorno a fuentes literarias más remotas. Como si, para poder abordar lo real desde una posición genuina, Ferreyra hubiera tenido que narrar primero su mitificación, enrarecerla con una alegoría del encierro, para volver a intentar representar el mundo alrededor.

Gineceo parece confirmarlo, pero desentendiéndose ya de aquel pasadizo que conectaba de pronto, de manera inesperada, los dos primeros libros. Es principalmente, como sugiere su título, una novela de mujeres (una adolescente, una tía y una abuela) de tres generaciones distintas. A ese núcleo familiar disfuncional se le agregan dos figuras ausentes: un marido/padre/abuelo fallecido, y una hija/tía/madre que acaso nunca haya existido, además de una batería de personajes secundarios. La adolescente cree detectar que en los altos del colegio se trama algo ominoso, la abuela teme la pérdida de su pensión, la mujer adulta sueña con encauzar al fin su vida sentimental. Hay algo de novela colegial, un irrespirable ambiente de entrecasa, y también algunas líricas y oscuras remembranzas amorosas. El departamento en que viven las protagonistas, apto para una parábola alegórica, se ve desbordado ya por un costumbrismo enrarecido, de una negrura cómica.

Ferreyra es, como demuestran estos tres primeros libros, más que un narrador tradicional, un experto en escenas sorprendentes que brotan como hongos de un mundo craso, opaco, monótono. Las palabras necesitan desplegarse en tiempo y espacio para avanzar sobre la trama como una mancha voraz, como si, más que contar la realidad, buscaran simplemente canibalizarla. Porque ocurren muchas cosas en las novelas de Ferreyra, pero de manera subrepticia. El ritmo algo machacón, al compás de las descabelladas hipótesis o fantasías de los protagonistas, parece puesto al servicio de distraer de lo que está por suceder. En El desamparo, las escenas de canibalismo llevadas adelante en los gabinetes de la facultad de medicina en que Marcos debe degustar una tirita de pantorrilla femenina rostizada; o el relato de una reunión en un patio de departamento en que el dueño de casa, después de recibir los huevazos de un vecino harto del ruido, empuña una escopeta a modo de venganza, para acabar con todo, son ejemplos de ese realidad que de pronto se desquicia. En Gineceo, es la muerte a golpes de un cachorro durante un ataque de celos. “Es la realidad, no yo, la que necesita pastillas”, clama, no sin razón, un personaje en una de las novelas.

Uno de los capítulos de El amparo, aquella primera novela parabólica, termina con unas líneas que pueden considerarse reveladoras y vuelven, similares, en otros libros, bajo otros disfraces. El sirviente Adolfo escucha que alguien avanza por el pasillo. Tal vez se dirija a su puerta. Finalmente sigue de largo. “Con el cuello laxo”, puede leerse, “la espalda curvada, la barbilla contra el pecho, se puso a observar los movimientos de su tórax al acompañar el ritmo de la respiración, los cuales se advertían a través de la blanca camisa. Estos movimientos le hicieron conjeturar que detrás de la tela se hallaba un animal desconocido, incluso para él”. Los laberintos mentales de los personajes son los que se llevan la atención, pero las novelas de Ferreyra observan, en realidad, una tenaz materialidad física.

Hay un término desprestigiado, “naturalismo”, que quizá no desmerezca su literatura. Para quitarle al mote el lastre de su historia estética –la carnalidad escatológica erróneamente menospreciada de Zola, la excelsa tensión espiritual de Huysmans– se puede acudir a la interpretación que hizo Gilles Deleuze de él en un arte nada decimonónico: el cine. El filósofo francés describe el naturalismo como algo que se ubica, según su modo de clasificar, entre la acción y la afección. El naturalismo consistiría en la introducción de mundos originarios (vale decir, pulsiones) en medios reconocibles. No se opone al realismo, sino que acentúa sus rasgos y los prolonga en un surrealismo particular. Para Deleuze, Erich Von Stroheim y Luis Buñuel son los principales representantes de la tendencia. La obsesión principal de estos directores es, además del mundo físico y lo que anida detrás y es previo a toda cultura, el tratamiento del tiempo: como entropía en el primero, como repetición en el segundo. Como, podría agregarse, ocurre en Ferreyra, donde –además de esas deformaciones de lo real– el tiempo es una materia de reflexión permanente y el futuro una suerte de turbina que nos arrastra, absorbiéndonos, desde el fondo de los tiempos. Que Deleuze sume en la lista a Joseph Losey no es sorprendente (las relaciones de servidumbre son clave para el naturalismo). Como no sería sorprendente imaginar a Ferreyra escribiendo una versión actual de El Ángel exterminador.

En los libros siguientes, Ferreyra avanzó hacia un territorio más amplio y, podría suponerse, de doble filo. Las aristas naturalistas parecen diluirse en una realidad casi topográfica. Vértice es una novela que puede considerarse visionaria. Las diversas secuencias que componen la trama van convergiendo hacia una esquina concreta de una avenida porteña (Cabildo), como si en un punto preciso de ese tiempo y espacio fuera a presentarse la debacle que –como es bien sabido– terminaría por suceder (la novela se publicó en 2004, pero fue terminada, según la fecha al pie, en 2000). Un chico de la calle es el punto sobre el que varios personajes proyectan sus fobias y sus deseos. Además de una muchacha grotesca que lo usa como objeto sexual, el más importante entre ellos es un quiosquero que representa de manera perfecta ese torbellino de espejismos paranoicos que se proyecta sobre el mundo social. El efecto es perfectamente desaforado, un “realismo de la cabeza”, en el doble sentido que habilita la expresión.

El maestro de escuela –separado, que superó un cáncer, escribió una novela inédita y tiene, entre sus obsesiones, al mismísimo tiempo y sus promesas de disolución– es el punto de clivaje de Vértice que encontrará desarrollo y protagonismo absoluto en El director, donde Ferreyra empezará a abordar de manera definitiva, a su singular modo y de manera lateral, la Historia (la Revolución libertadora, Malvinas) con mayúsculas. Piquito de oro (2009) va más allá: toca la Historia álgida y reciente. La primera persona que narra parece contagiar (y a la vez contagiarse) del mundo entrópico que lo circunda: la arrasada realidad de 2002, con fondo de asambleas y trueques. La parábola kafkiana es ya parábola cómica argentina. Además de la animalidad y el tiempo, Ferreyra aventura por medio de Piquito de oro, un profesor de sociología en pareja con una mujer mayor que él, y del relato sobre el crimen de un médico, reflexiones políticas de toda laya –de los piqueteros a Trotski– y a la vez inclina la lengua a un coloquialismo personal, poblado de exclamaciones neuróticas.

Al lector que le gusta encontrar ecos dentro de una obra, seguramente se sorprenderá al descubrir que ya el sirviente Adolfo, en la primera novela de Ferreyra, había deseado fervientemente convertirse en perro para poder morder a su interlocutor. En Dóberman, Joaquín Ristre es –o cree ser– la encarnación humana de una de las razas caninas más amenazantes. Como si acordara con la agresividad del animal en cuestión, la novela transcurre en los aciagos años noventa y, como en El director, la historia está dispuesta por medio de capítulos que alteran el orden cronológico. La historia se va contando como si las épocas diversas fueran, de alguna manera, sincrónicas. El efecto es singular: ¿es el mismo ese Joaquín Ristre que pasa su infancia en un monoblock y dice ser cómico profesional que el de la segunda sección, que trabaja como chófer para la cancillería? En la tercera, el personaje está en Polonia adscripto en la embajada a una rara misión política internacional y en la última, internado en un hospital, con una pierna amputada. Quizá no haya mejor representación de las fantasías de aquella década aciaga que la conversación del funcionario que el chófer Ristre tiene que trasladar hasta un suburbio ni persecución más absurda que la de un perrito varsoviano, antes de que Dóberman enloquezca como nunca su argumento y temple la lengua, siempre fiel a sí misma, al calor de las torsiones del último Céline.

La recepción de los libros de Ferreyra es lenta, morosa. Es una ventaja, la manera que tienen los escritores valiosos de dar lugar a un adjetivo. Si “ferreyresco” suena complicado, quizá convenga sustantivar un verbo. Las ficciones del escritor parecen discurrir en silencio, tal vez a su pesar, por la “ferreyrización” del mundo, que es una óptica a la vez estable y mutante.

Valga un ejemplo final: La familia, su nueva novela. Una de las figuras sintomáticamente fantasmal de esta narrativa formidable era hasta ahora la paterna. El flamante opus gira alrededor de un progenitor y expande todavía más su alcance en relación con cuestiones históricas y geográficas. Ferreyra no deja de perfilar su obra: cambia. Abro el volumen por cualquier página. Dos chuchos se aparean: “Le parecía ahora que los perros se parecían más a los humanos. Ya no se veía el entrecruzamiento social, sea porque los amos ya no los contenían y determinaban férreamente sus apareamientos, sea porque los mismos perros instintivamente empezaban a copiar a los amos”. Ferreyra sigue siendo el mismo, como si la frase viniera de lejos, de cualquiera de sus primeros libros. <