Por Lara Segade | Nota publicada en El Ansia 2

Debí imaginarme que había algo en Luis que tendía a la multiplicidad cuando en el primer mail que me mandó, antes de conocernos, solo mi nombre le alcanzó para hablar de Doctor Zhivago, de Tomb Raider y de un cura, el mejor organista de la Argentina. O quizás antes, hace años, cuando me regalaron Siluetas, el libro que reúne los textos que escribió entre 1988 y 1991 para su sección fija en la mítica revista literaria Babel, y me encontré con la multitud de ese libro: retratos y apreciaciones sobre personajes cautivantes, cuya existencia real es un dato menor. Cuenta Luis que hace un tiempo, preparando una antología sobre la ciudad de Londres —la cual, todavía, no salió a la luz— se le complicó la cuestión de los derechos, así que para terminarla tuvo que inventar autores, inventar sus textos y sus biografías, que debían incluir datos que justificaran el hecho de que sus nombres no aparecieran en Internet. Inventó, entonces, unos escritores muy solitarios. En cualquier caso, Luis no es un hombre de distinciones ni salvedades; es, más bien, inclusivo.
Una tarde de fin de noviembre de 2013, Fernando y yo fuimos a conocerlo. Nos pidió que nos acercáramos a La Bestia Equilátera, la editorial que dirige desde 2006, después de pasar muchos años como editor de Sudamericana, y gracias a la cual ganó, en 2012, el premio al mejor editor del año de la Feria del Libro. La mayor parte del catálogo de La Bestia son autores injustamente desconocidos por estos pagos que ellos se dedican a acercar, traduciéndolos, como Alfred Hayes, uno de los grandes éxitos, Kurt Vonnegut —más conocido, tal vez, pero no tanto más traducido—, Julian Maclaren-Ross, Muriel Spark. También hay algunos argentinos: Edgardo Cozarinsky, César Aira, el mismo Chitarroni —Siluetas y Mil tazas de té—.
Dicen que el nombre, “La Bestia Equilátera”, es el título de un cuento que alguien empezó hace muchos años en un taller literario que Luis dictaba con Daniel Guebel. Si la vida empieza por el nombre, como se dice en Siluetas a propósito de Djuna Barnes, un lugar llamado así no debe ser fácil, lo que se nota ya al llegar, caminando por una calle sin autos del barrio de Belgrano. No es fácil reconocer allí una editorial. Por fuera, es una casa igual a la de mis compañeras de la primaria. Por dentro, comprobaré enseguida, también. El guardia de seguridad nos mira con recelo. Pregunta. Hace su trabajo. No entra cualquiera. Sale una mujer extranjera —¿nórdica?—, que elogia mi cartera. Esperamos. Al final, nos hacen pasar.
Hay algunos muebles de la década del 60, gastados. La escalera es igual a la de cualquier casa de ladrillos. El baño también, veo a través de la puerta entornada. Entramos a una habitación, que podría tener un cartel con flores rosas en la puerta que dijera, por ejemplo, “Micaela”. Es la oficina de Luis. Es chica, está llena de cosas que forman como una masa única, con tres huecos: en uno encajo mi silla, en otro va Fernando, en otro, Luis, que ya está ahí cuando llegamos y ahí lo dejaremos al irnos. Durante toda la conversación veo solo un pedacito del centro de su cara: el lado izquierdo —el ojo cansado, la mejilla, la barba gris y el bigote— está tapado por el monitor de la computadora; el derecho, una pila altísima de unos, tal vez, veinte libros. Henry James, Tanizaki, Antón Chéjov. Nombres sobre su cara.
Con el número 1 de El ansia en la mano, Luis hace preguntas y las respuestas lo fascinan, porque le dan ocasión para ampliar. Nada queda suelto, cada nombre lleva a otro y Luis piensa en voz alta, todo se incorpora a la masa de cosas en la que cada vez estamos más cómodos. Calveyra: Matías Serra Bradford hizo una película. Echenoz: pensó que estaba todo traducido. Lidia Davis: se la conoce poco. Cook: muy bueno. Hay otro australiano muy bueno, Mournane, no se acuerda el nombre, lo quiere traducir: “Es rarísimo, porque es una mezcla del polaco Chejfec —el polaco Chejfec ya es bastante extraterrestre— y alguien más extraterrestre que el polaco Chejfec”.
Luis se atusa el bigote (es una persona en cuya descripción puede usarse el verbo atusar) y después se acuerda de otro escritor australiano, Patrick White “al que le dieron el Nobel, y ahora lo empezaron, me parece, a traducir de vuelta […] Yo lo recuerdo bueno, pero de un convencionalismo como si fuera un novelista decimonónico. E ideológicamente también, como férreo, como si quisiera ser más inglés que los ingleses”. Hace preguntas que sabemos contestar. Alternativamente Fernando y yo participamos en el diálogo —al irnos, sospecharé que era todo una trampa o una forma de cortesía y al leer El carapálida, la primera novela de Luis, creo confirmarlo, al encontrarme con una referencia a los “memoriosos que solo fingen amnesia por curiosidad”—.
Y así, dando un paso cada uno, fuimos avanzando en el diálogo, hasta llegar al ámbito local, a los editados de Luis, de los que habla como si fueran parientes. Sobre Fogwill, que lo empezó a odiar cuando lo editó —porque odiaba a los editores—, arriesga una teoría, según la cual muchos de los rasgos que después lo definirían se originaron en su relación con Osvaldo Lamborghini. Se escribían cartas. Fogwill las había hecho mecanografiar, fotocopiar y las repartía. Eran buenísimas. Pero “el otro era el más manipulador, el más difícil, Osvaldo. Uno deduce que Fogwill empezó a tratar así a partir de que Lamborghini lo trataba a él de ese modo”. Hubo una época en que Fogwill tuvo un gesto de despojo, nos cuenta Luis: “Hizo como una cosa de quedarse sin libros, en la época esa en que tenía la casa hipotecada, en la que vivía su mamá. Vos ibas y te regalaba, a mí me regaló una primera edición de Speak, Memory, de Nabokov. Se desprendía de las cosas con un poco de desprecio, entonces te decía: ‘Este lo encontré tirado en un hotel en Brasil…’. No tenía una sola anotación, y el único subrayado de Fogwill es cuando Nabokov menciona a Lenin”. Pero tal vez donde mejor se ve la rareza de esta especie de tío loco es en una anécdota relatada por Alan Pauls, que trabajó con Fogwill cuando tenía la empresa de investigación de mercado: “Él estaba loco, por supuesto, y de pronto un viernes decretaba y les leía poesía a todos: les leía Pessoa… Y poéticamente Alan da a entender que fue un desastre la empresa por esta locura poética”.
A Viñas, lo conoció cuando quiso reparar una pequeña estafa: “Debía un libro a Sudamericana, un libro que él había vendido y por el que le habían pagado un anticipo. El contrato lo había firmado con Enrique Pezzoni. Diez años después Viñas viene y me dice: vengo a traer el libro. ¡Yo no tenía la menor idea!”.
De Salinger, le llama la atención que el éxito editorial lo haya perturbado tan rápidamente, aunque concede que era un tipo de una sensibilidad absoluta: “Está ese cuento del chico que oye hablar a los padres y se va en un barquito… Historias de temblores, ¿no? Como una susceptibilidad…. como la de Riquelme”. La hija de Salinger, que era abogada, escribió una biografía, donde cita algo que le dijo Jacobo Timerman, a quien conoció durante una estadía en Washington, “que parece una cosa bien salingeriana”. Luis va a citar pero antes aclara: “Lo estoy diciendo en harapos, ¿eh?”. Y después sí, la frase: “La felicidad es para cualquiera, no es personal. Pero la desdicha es personal”. Le digo que se parece al comienzo de Ana Karenina. Luis acuerda, celebra, lo incorpora: la frase es ahora salingeriana y tolstoiana.
Si Luis tiene que hablar de “Los cambios culturales a partir de la Primera Guerra Mundial” —como hizo, de hecho, tiempo después en la Feria del Libro—, no se amedrenta. D. H. Lawrence es un tío apenas más lejano que Fogwill. En 1914 nacen Cortázar, Bioy Casares, Octavio Paz. De la guerra participan Robert Graves, Apollinaire, Siegfried Sassoon. En 1914 se casó Lawrence. Fue corresponsal Saki —lo mataron en la guerra: “Boludo, apagá el cigarrillo”, fue lo último que dijo—. Saki era una especie de Wilde con bigotito, sin escándalo y sin madre. Aunque tenía hermana. Los escritores de hermana la pasan mal —piensa en voz alta, siempre parece que está pensando en voz alta, que hablar es su modo de pensar, de moverse, de estar en el mundo, en todo el mundo a la misma vez—: Nietzsche, Kafka son escritores de hermana.
Bajamos las escaleras, estamos contentos, la pasamos bien. El guardia de seguridad está hablando por teléfono. Dice: el señor Luis debe haber salido, porque no contesta en su oficina. Se ve que el que está del otro lado del tubo conoce el lugar, porque el guardia se ve forzado a elaborar su historia: debe de haber salido cuando yo estaba abajo en el depósito. Definitivamente no es fácil ese lugar. Y respecto del depósito: ¿será en un sótano? Antes nos dijo Luis que podíamos conocerlo, que nos regalaría algún libro. Al final no fuimos. Pero habló, él también, de “bajar”. Ha de ser en un sótano.
Otra vez conseguimos sacarlo de su fortaleza en La Bestia. Nos encontramos en el Saint Moritz, uno de los pocos bares con carácter, dijo, que queda en Esmeralda y Paraguay. Parece un diseño de Hopper. Tiene manteles de color bordó y amarillo. Y hacen unos sándwiches de peceto riquísimos. Detrás de nosotros entró Menotti. Fuera del refugio de la bestia, hablamos de muchas cosas: de lo difícil que es darse cuenta de lo que está pasando en el momento. En la edición y en el amor es lo mismo. Hasta hace unos años, dice, se jactaba de no conocer la angustia. Aunque a lo mejor era angustia, piensa en voz alta, disfrazado de afán terco, porque es muy difícil de definir angustia, etimológicamente sería algo así como “angosto”. En ese punto interrumpe la conversación para confirmar si están buenos nuestros sándwiches de peceto.
Salimos del bar y nos damos cuenta de que estamos atrapados, en el microcentro, un viernes a la tarde. No viene el colectivo, no pasan taxis. Caminamos un poco, esperamos. Aunque se define como cronófobo —“Si me doy cuenta de que el tiempo está pasando, me asusto”—, Luis se lo toma con calma. Mientras camina, va señalando lugares —un bar al que iban con Guebel, por acá es la casa de Saccomanno—, marcando la ciudad con sus historias o, más bien, incorporándolas al pequeño círculo que formamos. Y siempre, en todo, Charlie Feiling, el hermano más querido de esa inmensa familia que arma Luis con sus palabras. Después de un rato largo, encontramos taxi. En el viaje hablamos de mascotas. Luis tiene un gato que se cree perro. Pienso que debe ser las dos cosas, si es cierto eso de que los animales se parecen a sus dueños.
Una de las últimas veces nos encontramos un ratito en El Galeón, un bar frente al Botánico, para que Luis nos diera algunos libros. Cuando llego, empieza a señalar. Aquel es el de los cuadros peronistas, ¿cómo se llama? Daniel Santoro. La mujer de la mesa de allá es una psicóloga famosa. No se acuerda el nombre. Yo tampoco. Cuenta que trabajó con Leonardo Favio en Sinfonía de un sentimiento. También trabajó en ATC con Sergio Bizzio, escribiendo los guiones para un programa de entretenimientos que conducía Víctor Laplace. ATC, a fines de los ochenta, parecía un hotel de Varsovia. Al rato llega Fernando. Luis nos cuenta de cuando conoció a Borges. Le preguntamos si se psicoanalizó alguna vez, nos dice que no, pero que quiso ser analista, que le habían dicho que con leer un texto alcanzaba. Que dio charlas en asociaciones de psicólogos. Se acuerda de una. Lacan había publicado un texto sobre Joyce, en el que decía que el escritor era psicótico. Invitaron a Luis a hablar de eso, Luis tomaba vodka polaco en una taza de té. Terminó discutiendo, no se acuerda bien si estaba a favor o en contra de la psicosis de Joyce. Falta poco para que empiece el Mundial. Hablamos de cómo corre Di María.
Después, en el camino de vuelta, Fernando me comenta: “¿Viste que Luis dice a todo que sí?” Quería decir: que no rechaza ningún tema de conversación, ni siquiera decae su atención. Tiene algo para decir de los escritores australianos, las mascotas, las separaciones, Riquelme, pilates, astrología, Charly García, la Primera Guerra Mundial. Es más: tiene algo interesante para decir de cualquiera de esas cosas. Fue ahí, casi un año después del primer mail en que mi nombre lo llevó a hablar de Doctor Zhivago, Tomb Raider y el cura que me di cuenta de que una de las características principales de Luis es su capacidad de atraer a sí, de concentrar —una virtud de editor, sin dudas—. Pensé entonces que todas las cosas que llenan su oficina, entre las que nos acomodamos la primera vez, no son distintas de su conversación, ni son distintas, tampoco, de su literatura. Todo forma parte de lo mismo, está concentrado, ahí, en un punto —en el misterioso sótano, tal vez—: todo, menos angustia. Pensé en el horror al vacío de los edificios barrocos. Pensé en un aleph, pero sin las cartas —“obscenas, increíbles, precisas”— de Beatriz a Daneri.
Así llegamos a la noche en que Luis participó de una lectura en Besares —o Benarés, como lo llamó él después—, un lugar en Núñez junto a la vía. Esa noche fue como si fuera de la oficina —y su continuación en el Saint Moritz o El Galeón— la masa de cosas que convoca Luis hubiera perdido borde: los vasos de cerveza, los sándwiches de faláfel, la chica inglesa que cantó canciones de Vilma Palma y desde arriba del escenario le contó a Luis, en tono de confidencia, que era oriunda de Portsmouth, igual que Dickens: todo estaba como derretido. La conversación había perdido algo de su efecto magnético y mal podía volver a reunir lo que se había desmembrado. Los nombres que con tanta ternura Luis usaba como carnada, para acercar las cosas, eran lombrices inútiles balanceándose en el aire —la música tal vez estaba fuerte; la sala, oscura—. Luis leyó “El síndrome de Pickwick”, un cuento brillante que salió publicado hace unos años en Página/12. Por momentos interrumpía la lectura para dar alguna explicación complementaria.
Todos los presentes sucumbimos a su encanto. Aun así, él estaba pisando con cuidado, como si no encontrara de dónde agarrarse. No se atusaba el bigote. Al día siguiente, me contó que había escrito un cuento sobre esa noche: “La noche de Benarés” (después pasaría a llamarse “La noche es politeísta”). Los incluí a todos ustedes, dijo. Son los villanos. <