Un caballero iconoclasta

Edgardo Scott sobre Edgardo Cozarinsky (nota publicada en El Ansia 2)

Fuimos el viajero que no implora, que no reza, que no llora, que se echó a morir seguido de Sentir que es un soplo la vida

En Los anillos de Saturno, W. G. Sebald escribe que piensa al tiempo como un espacio, y que en ese espacio se visitan y conviven los vivos con los muertos; los vivos y los muertos van y vienen, yendo de un lugar a otro, de una habitación a otra. Viajamos en el tiempo y es solo una apariencia, un dudoso hecho de los sentidos nuestra realidad; pero si nos sinceramos, los muertos son más definitivos, más concretos, más irrefutables que nosotros. Edgardo Cozarinsky añade en su obra el motivo de esos viajes. Parece descubrirlo ya en su primer relato, y de ese modo lo titula: el viaje es un viaje sentimental. Vamos y volvemos, recorremos miles de kilómetros, para alejarnos de algo, para acercarnos a algo, para mantener una distancia prudencial o torpe, con algo que muchas veces es nada menos que un enigmático sentimiento. “El sentimiento es ridículo —decía Wilcock—, pero sería extraño que por esto hubiera que renunciar a él”. Tanto en sus libros como en sus films, el tiempo, el espacio, pero sobre todo la anomalía, la rareza y singularidad de los sentimientos, configuran las principales insistencias, los picos reiterados de la obra de Cozarinsky.

Carta a un padre (2014) probablemente sea su película más íntima. Pero, ¿qué significa la intimidad para Cozarinsky? En Cozarinsky la intimidad es una luz. Una forma, entonces. El plano final, largo, de un atardecer bajando sobre un pastizal y un espejo de agua entrerriano, es lo más parecido a la frase que cierra “Los muertos”, de Joyce: “Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos”. Ese “descenso de la nieve” sobre “todos los vivos y los muertos” parece que también estuviera presente en el plano final de Carta a un padre. Cozarinsky captura ese atardecer y lo filma en tiempo real. De hecho, nunca es tan precisa esa expresión: tiempo real. El artista como mago, capturando una verdad sobre el tiempo y sobre la realidad misma. En una época donde el arte es algo tan equívoco, algo que parece ser tan distinto, estar tan lejos de su aspiración paganamente sagrada, es una instrucción estética ver ese plano final de Carta a un padre.

De los sentimientos a la intimidad, de la intimidad a la luz, y de la luz a la forma. Con esas coordenadas Cozarinsky narra una vez más en Carta a un padre —pero nunca tan de cerca, nunca con esa luz— la historia y los efectos de una emigración. Esta vez el autor se toma como referente; Carta a un padre es el episodio autobiográfico donde Cozarinsky interroga y esboza la vida de su padre, y a través de contar esa vida —que incluye a otros mayores, pioneros entrerrianos, gauchos judíos— Cozarinsky sitúa los tiempos, procedimientos y embustes de la memoria.

Nostalgias, de sentir su risa loca y sentir junto a mi boca, como un fuego, su respiración seguido de Al mundo nada le importa, yira, yira

En la obra de Cozarinsky, la memoria es un motivo de escritura. En casi todos sus libros se evoca otro tiempo. Pero, ¿qué tiempo es ese? Casi siempre, la primera mitad del siglo veinte. El tiempo no tanto o no solo de la inmigración europea sino de las primeras consecuencias de esa inmigración. El tiempo, en verdad, de una representación: Buenos Aires como la París de América del Sur, la Buenos Aires de Arlt y de Borges, esa ciudad cosmopolita y arrabalera. El tiempo histórico donde se afirmó lo que llamamos una idea de Nación. Un tiempo que además, al ser leído desde el presente, se nos presenta como anterior al peronismo. Pero sobre todo un tiempo donde Cozarinsky encuentra —y lo escribe en El rufián moldavo (2004)— “una vida que me parece menos anodina que la miserable actualidad”. Por eso los libros de Cozarinsky traen reminiscencias de la belle époque, poseen el encanto de las novelas de Sándor Márai; evocan un paraíso burgués que tuvo su tropiezo, su caída y desintegración, con las dos guerras mundiales del siglo XX.

Para Cozarinsky, ese tiempo no es solo un pasado al que se adhiere la nostalgia, es una tierra de fantasmas. Algo que ya no existe o de lo que apenas quedan ruinas que, antes de ser barridas como cenizas, pueden influir, pueden sobrevivir o gravitar como espíritus en las vidas futuras, no tanto por la fe de Cozarinsky en el inconsciente freudiano sino por su fe en la embrutecida repetición de la Historia, encarnada, casa por casa, en la fuerza del relato y los silencios familiares. Su “programa” puede que esté concentrado en una cita de Elías Canetti en Vudú urbano (1985): “Hacer el inventario de todo aquello por lo que se siente nostalgia… sin explicar ni relacionar, sin poner nada entre medio, y solo con las cosas por las que de veras se siente nostalgia. Otro día, hacer el inventario de todo aquello de lo que se tiene miedo”. Sin embargo, Cozarinsky no hace novela histórica: en sus novelas, el presente (incluso en su aspecto cronológico: fines del Siglo XX, comienzos de este siglo) se cruza con el pasado. Son accidentes, fatalidades, parpadeos del azar. El primer relato de La novia de Odessa (2001) comienza así: “Una tarde de primavera de 1890, un joven observaba desde las alturas del bulevar Primorsky el movimiento de los barcos en el puerto de Odessa”. Y dos páginas más tarde el relato se interrumpe y renueva: “Ciento diez años después, el bisnieto de esa pareja, convaleciente en un hospital de París, recibe una carta de su tía Draifa, de Buenos Aires”. Ciento diez años después, es decir: año 2000. De 2000 a 1890 Cozarinsky comprende que la vida es un arco muy extenso. O al menos el relato de una vida puede serlo. Por eso escribe también: “Los cuentos no se inventan, se heredan”.

Los personajes y narradores de Cozarinsky de pronto perciben eso que tantos personajes y narradores de Sándor Márai han observado (y hasta el propio Márai en sus memorias, Confesiones de un burgués): que basta con mirarse las manos o la forma de los ojos, uno podría comprender cuán cerca está de esa mujer o ese hombre inexpresivo y atildado que reposa en una fotografía en blanco y negro, guardado en vaya a saber en qué caja, de qué cajón, de qué mueble. Cozarinsky sabe que ese retrato es un acecho, una amenaza, una latente redundancia, mientras no entendamos que nuestras manos no son solo nuestras, que la forma de nuestros ojos ya ha visto el mundo alguna vez. “El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado” cita en Nocturnos (2011) a su admirado y admirable Jean-Luc Godard.

Tirao por la vida, de errante bohemio, estoy Buenos Aires, anclao en París seguido de Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno

Buscando una radiografía, entre “papeles rara vez aireados”, el personaje de “El viaje sentimental” descubre un pasaje de avión. Era el pasaje, ya caduco, París-Buenos Aires. “Ese era el pasaje con que se había ido”. El personaje decide evitar o conjurar el recuerdo saliendo a tomar un trago. Pero el tabac de la esquina parisina se transforma en El trébol de la avenida Santa Fe. Lo que no hizo el pasaje lo hará el recuerdo. El recuerdo será la alfombra mágica que transformará el espacio, el tiempo, o solo la percepción, y lo llevará de vuelta a Buenos Aires. Una Argentina casi democrática. “Hay que brindar por el viajero que vuelve”, dice uno de los amigos que lo recibe. ¿Y por el que se va? Argentina tiene una larga tradición de escritores nómades, viajeros, que en seguida cataloga como “exiliados”: Mármol, Mansilla, Sarmiento, pero también Saer, Cortázar, Cohen, Molloy, Chejfec, Calveyra. Por distintos motivos, no solo políticos —o habría que complejizar este término— muchos escritores se han ido del país y han permanecido varios años, a veces hasta el fin de sus días, en el exterior. Y también tiene una larga tradición en leer o definir esos “exilios” de una manera reprobatoria, resentida, despechada. El que se va ya no puede opinar porque “no está” o “no estuvo” acá en tal o cual momento. En ese momento. Ya no es, como dice en “El viaje sentimental” uno de los amigos porteños, “parte de algo”. Está afuera. “¡Ya no es uno de nosotros!”, claman los amigos.

Es posible que los artistas como Cozarinsky, los escritores viajeros, nómades, que viven en otro lado, que van y vienen por el mundo, al atreverse a cuestionar la idea de que haya una lengua materna, pongan en jaque el concepto de identidad. Identidad nacional, sexual, política. La idea de que haya algo que no cambie, que no mute, que no migre; que haya, al extremarse, una esencia —una raza, como deliró el nazismo— o cualquier otro ideologema chauvinista. Un ser nacional.

Esa libertad, ese ojo siempre extranjero, es el que le permite anotar en un texto precioso incluido en Blues (2010), sobre la guerra de Malvinas: “En los diarios de un escritor francoamericano, Julien Green, hay una mención a la guerra, que no suscita en él ninguna opinión sociopolítica, solo lástima por la pérdida de tantas vidas jóvenes. Me pregunto si es necesario ser homosexual (permítanme desechar la palabra “gay” al referirme a un hombre que murió en 1998, a los 98 años de edad) para hacer un comentario tan modesto y sensato, para desconfiar de las mayúsculas con que la historia parece estar condenada a escribirse”.

La libertad, así como la elegancia, como la sutileza, son parte del estilo de Cozarinsky. Por eso, políticamente, la obra de Cozarinsky podría ser la obra no de un conservador —como la de Borges— o, visto desde el peronismo, de un gorila o un antiperonista, sino de un liberal. Y en este caso, ahora política, otra vez el problema de la identidad nos acorrala; en Argentina, un liberal trae el recuerdo de Martínez de Hoz o Alsogaray. Nada más lejos. La tradición liberal de Cozarinsky debería rastrearse en textos como la Areopagítica, de John Milton, en la sensata irreverencia de Raymond Radiguet, en la luminosa y militante crítica de Susan Sontag. Textos donde hay un profundo rechazo por cualquier absoluto, por cualquier programa, por cualquier mayúscula. Esa aspiración de libertad, de esquivar encasillamientos, filiaciones y solemnidades, es el que le hace recortar, también en Blues, en el texto “Ante la tumba de Susan Sontag”, la anécdota de Chaplin y Cocteau. “Chaplin le decía a Cocteau que tenía suerte al vivir en Francia: allí podía escribir poesía, novelas, teatro, ensayos, pintar y hacer cine sin que le reprochasen esa versatilidad”.

Porque tu luz no ha querido mi noche triste alumbrar seguido de En esta noche, por tres monedas, vendo mi amor seguido de Esta noche tengo ganas de buscarla, de borrar lo que ha pasado y perdonarla

Otra insistencia es la noche. Las distintas representaciones de la noche urbana, de la ciudad nocturna y sus fantasmas. En un mundo cada vez más seriado y banal, Cozarinsky encuentra en la noche una excepción, una posibilidad de desvío, de intemperie, pero también el eterno refugio para los solitarios.

Cozarinsky tiene muchas ficciones, películas como Ronda nocturna (2005), libros como La tercera mañana (2011), donde los solitarios, los abandonados, los desengañados, salen a la noche a purgar su agonía amorosa y, a su vez, a repetirla. Hay una escena en Nocturnos donde una mujer joven llama a un portero eléctrico, una y otra vez, con irritada obstinación; podemos imaginar que llama al departamento de su amor, y nadie responde. Llama e insiste hasta la furia, la impotencia y el llanto, y no hay respuesta. Otro nocturno, otro desengañado amoroso, el protagonista de la película, la observa desde su auto y puede inferir la escena. Pero de pronto, esa mujer hurga en su cartera hasta dar con su labial. Entonces se pinta los labios, se maquilla, despeja sus lágrimas; se recompone. Hay en esa escena una cifra del universo noctámbulo de Cozarinsky. El amor, la soledad, el deseo, confluyen en esa breve escena de Nocturnos. Noche y soledad son dos caras de la misma moneda. El que elija la noche elegirá la soledad, pareciera sugerir Cozarinsky. Eso no significa que después, en esa noche, los solitarios no se encuentren y, como en un aquelarre, compartan un tiempo, un lugar, establezcan alguna relación, de seguro intensa, muchas veces apasionada. Pero esa relación es incapaz de evadir su condición pasajera. Para Cozarinsky, las relaciones de la noche son tan permanentes como frágiles, circunstanciales. Las relaciones nocturnas son de uno a uno. Masivas. Y siempre llevan consigo la traición del hechizo: las carrozas, los cocheros, todo puede desfigurarse, perderse, después de las doce o, de seguro, con la luz del sol. Pero en cierto modo, la noche nunca defrauda lo que sus habitantes persiguen: la soledad como signo de individualidad. La noche siempre les garantizará, más que estar, ser solos, que es otra manera de ser único o, un poco más allá, es otra sugestión del estilo.

En La tercera mañana, por ejemplo, Víctor, apenas un adolescente, una noche en que sus padres están de viaje y que él logra convencerlos de que puede quedarse y cuidarse solo, sale a la ciudad, a la noche porteña, pero a una Buenos Aires de los años 50. Los bodegones del Bajo, la Avenida Corrientes, el puerto, son algunos de los cardinales geográficos. Víctor es un émulo, un primo político y poético, acaso más tímido, de Ernesto Savid, el personaje inolvidable de Carlos Correas en “La narración de la Historia”. Cozarinsky parece retomar y rendirle homenaje a ese cuento en La tercera mañana —Cozarinsky además ha confesado en un artículo de Blues su admiración por Correas—, haciendo de Víctor otro caminador de la noche porteña. Antes de que la noche se vuelva insegura o peligrosa por su catálogo de asaltos y crímenes. O cuando la noche, en todo caso, era insegura y peligrosa (sobre todo amenazante) para la moral.

Pero los personajes de Cozarinsky poseen un tipo de marginalidad diferente a la de Correas. Coinciden en su predilección o fatalidad nocturna, coinciden en su vocación solitaria, pero las islas que cada uno escribe poseen relieves y climas diferentes. Tal vez la mayor diferencia sea que Correas escribe de la noche su patetismo, su crueldad, su oscura gravitación, mientras que a Cozarinsky le interesan los fantasmas: esa inconsistencia y fervor de los sentidos que sobreviven al paso de los años, y que la noche y sus excesos tendrían el don de revivir. Por eso los fantasmas de la noche, para Cozarinsky, están y recorren la Buenos Aires de los años 50, pero también las madrugadas de este siglo.

Ese carácter de irrealidad de la noche, esa deslealtad y distorsión que la asemeja al sueño, cuando justamente el sueño es lo evitado, define su película Ronda nocturna. En Ronda nocturna, Cozarinsky hace de una noche, de una sola noche, muchas noches, incluso, todas las noches. Así, lo que le sucede a ese taxiboy angélico en esa noche infinita, es también todo lo que la noche puede abarcar, todo lo que la noche es capaz de prometer. Y esta vez sí, como lo inconsciente, la noche carece de contradicción. Ser usado y usar, reencontrar y perder, embrutecerse y purificarse son algunas de las simetrías opuestas que la noche adapta. En ese sentido, Cozarinsky es un presocrático, un hombre de la belle époque, un milonguero, un iniciado post punk de Manchester: pertenece a todas y a cualquiera de las primaveras nocturnas de la Historia.

“Hay gente del día y gente de la noche. Los que somos de la noche nos reconocemos. Nuestra ciudad no es la de los demás. Cuando los otros corren a refugiarse en el engañoso reposo del hogar, nosotros salimos a confrontarnos con esa verdad que la luz oculta y la oscuridad revela. La noche es misteriosa, inasible, sagrada. Las distancias de la memoria, los deseos de la juventud, los sueños de la infancia, las alegrías breves y vanas esperanzas de una vida larga aparecen como fantasmas en la bruma vespertina que sigue al crepúsculo”. Esto enseña y monologa una mujer contra la barra de un bar, al protagonista de Nocturnos, el joven melancólico que recorre bares y milongas aun en el siglo XXI. No es casual entonces que la película comience y termine con poesía. Con los ojos enormes, claros y reptiles de Diana Bellesi recitando algo de su Tener lo que se tiene. Se tiene la noche, y con la noche se tiene la poesía. La noche es una forma de poesía para Cozarinsky.

Podrán decir, podrán hablar, y murmurar y rebuznar seguido de Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor

Cozarinsky dispone relatos donde la Historia es a menudo una de las fuerzas protagónicas; un río caudaloso, tan caudaloso como la vida, que según sus crecidas, puede promover, arrastrar, remover, destruir cualquier certeza, cualquier voluntad, cualquier deseo. Cozarinsky lee la Historia con su propia lupa. Y así, la Historia solo en sus efectos podría pretenderse grandilocuente, porque en sus causas siempre se halla una insignificancia, una contingencia, un destiempo, un malentendido, una indecisión. Esto lo consigna muy bien en sus dos libros sobre el chisme, Museo del chisme (2005) y Nuevo museo del chisme (2012). En esos libros —que por supuesto también admiten una lectura prosaica, de sofisticado y delicioso anecdotario (son libros de estilo inglés, que podrían haber sido escritos por Shaw, por Wilde, por Luis Chitarroni)— la insistencia, el valor de los chismes, es su poder de síntesis de una verdad histórica. O mejor dicho, de una verdad que modera el relato histórico. Los libros sobre el chisme son de algún modo los libros más políticos de Cozarinsky; los libros que más se acercan al género documental que, por otro lado, el autor desarrolló ampliamente en su tarea como cineasta (Fantômes de Tanger (1997), Le violon de Rothschild (1996), Citizen Langlois (1994)).

Un ejemplo, de Nuevo museo del chisme: en 1925, un joven y todavía no colaboracionista Jacques Benoist-Méchin llega en visita ritual a la residencia del gran poeta y héroe de guerra italiano Gabriele D’Annunzio. D’Annunzio conduce y responde por los jardines de su residencia a las expectativas del joven: “Antes de despedirse le regaló una daga que presentó como originaria del Fiume, y ante ella le hizo jurar que iba a consagrar su vida a luchar contra la barbarie norteamericana. En el camino de vuelta, navegando sobre el lago de Garda, el joven admirador desenvainó la daga y con cierta sorpresa, grabado en el acero, leyó: Made in Michigan, USA”. Cozarinsky introduce un paréntesis que dice: “Años más tarde, Benoist-Méchin se convertiría en un entusiasta de Hitler, y después ya condenado e indultado, en un prolífico cronista e historiador. En esos libros, supo trazar y repetir la silueta del conductor que en distintos momentos de la Historia crea un imperio para lograr la paz y la unidad de los pueblos. El título de la serie fue, justamente, El sueño más largo de la Historia; las figuras evocadas: Cleopatra, Bonaparte, el emperador Juliano, Mustafá Kemal, etc. La prudencia le aconsejó no incluir a Hitler”.

Cozarinsky siempre consigna las fuentes de los chismes; en el caso anterior se trata del libro del propio Benoist-Méchin, À l’épreuve du temps, de 1989. Ese rigor no es casual ni arbitrario. En esa reafirmación documental, Cozarinksy le otorga al chisme una dimensión de verdad superlativa contra el devenir histórico. Todo está en el chisme, como para Piglia todo está en el relato; por algo su ensayo “El relato indefendible” es un texto que ha atravesado su obra desde la década del 70 hasta el presente. Cozarinsky es un iconoclasta elegante, aristocrático; un caballero que jamás quemaría una iglesia, ni pondría una bomba, pero que sí podría dejar caer un comentario, una opinión, finalmente, un chisme, que podría barrer con toda la prepotencia, la impostura, la vanidad del poder. En los chismes, Cozarinsky encuentra de qué está hecha la grandeza: de contradicciones, agachadas, casualidades, concesiones.

En ese sentido, y cerca de Borges, es natural que a Cozarinsky le interesen los géneros menores. Porque en la periferia, en esa búsqueda de lateralidad, habrá sin embargo una mirada más justa, más precisa, más verdadera. Lo que a Carlos Correas le llevó polémicas, desplantes y escándalos —pero sobre todo libros enteros como La operación Masotta o La manía argentina—, Cozarinsky lo concentra delicadamente en un chisme, en un comentario de salón; en un relato breve y diagonal de dos párrafos, que sin embargo puede ser un reguero de pólvora. Tal vez el repertorio de Correas y Cozarinsky no sea tan distinto; tal vez la canción sea la misma, solo varíe mucho el estilo.

La que al ver que todo quedó en la distancia con ojos muy tristes bebe su champán seguido de Capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida

En Gran Hotel Budapest (2014), de Wes Anderson, un inmejorable conserje de hotel, un encantador, inescrupuloso y refinado Ralph Fiennes comenta lo que podría traducirse como: aún hay vagos destellos de civismo en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad. La elegancia, la distinción es acaso junto a la libertad, el otro gran signo positivo en la obra de Cozarinsky. Si la obra de Cozarinsky es una obra personal contra cualquier poder hegemónico, contra la vulgaridad y la alienación, contra cualquier hipocresía y seriedad farsesca, es también una obra a favor de la elegancia, a favor de la inteligencia, a favor de la sobriedad y del hallazgo.

Hay un libro impar de Cozarinsky, Palacios plebeyos (2006), en el cual otra vez confluyen el documento y el relato. Y también, de algún modo, sus dos amores: el cine y la literatura. En ese libro, Cozarinsky explica, narra y reflexiona sobre el arco de esplendor y decadencia de los cines. De sus edificios, de sus salas, y en alguna medida, también de su neutralizada o perdida vocación renovadora como séptimo arte. Los palacios plebeyos, las grandes salas donde el cine brilló durante la primera mitad del siglo veinte son tal vez el mejor símbolo de una cierta dignidad, de una cierta pretensión que Cozarinsky hubiera deseado atrapar con veracidad, pero sin nostalgia, a lo largo de toda su obra. En aquellos cines, en aquellas salas que se multiplicaron en Estados Unidos, pero también en Buenos Aires, y que construyeron los emigrantes, Cozarinsky encuentra —y así lo escribe— “la ilusión democrática”; la semilla de oro, sembrada hacia 1900 para “el proletario europeo, […] cuya única riqueza era la posibilidad, desconocida en la época clásica, de evadirse de su condición gracias a la movilidad social que aún permitían el capitalismo y la educación pública”. Y más adelante, “la palabra ‘níquel’ recuerda que estas salas fueron la primera forma de entretenimiento accesible para las masas”. Parece obvio, pero para ver cine no hacía falta leer, y en eso el cine aventajó a la literatura. Ese tiempo parece ser su Rosebud, su arcadia. Hay una escena clave, pero contada al pasar en Palacios plebeyos; Marlene Dietrich en Fatalidad, pidiéndole al jefe del pelotón que desenvaine para retocarse el maquillaje, usando el sable como espejo. La utopía de Cozarinsky ocurrió entonces, también en esa escena antológica. Y acaso tenga razón, acaso sea comprobable: esa utopía efectivamente ocurrió en todos lados. ¿O en qué lugar no se construyeron cines como palacios? La utopía de la pantalla enorme en la sala oscura y repleta ocurrió en París, en Moscú, en Esmirna, en Buenos Aires.

Pero el cine ingresó con la plaga televisiva al ámbito doméstico y así perdió su carácter sagrado: “De la religión al teatro, de éste al cinematógrafo, el espacio consagrado al culto había cumplido un periplo de laicidad […] El film no convivía en la atención del espectador con el teléfono inoportuno, la heladera invitante, la familia locuaz. Aun con la inédita calidad de imagen y sonido que hoy proponen las salas de los centros comerciales, en ellas el film ha pasado a ser una posibilidad más de consumo, entre el “patio de comidas” y el nada exótico bazar de bienes superfluos”. Cozarinsky es muy claro, casi elocuente en este libro. Solo que a través de esa narración del esplendor y decadencia de los cines, que de algún modo es el esplendor y la decadencia del Siglo XX, Cozarinsky se suma a Benjamin, a Agamben y a tantos otros escritores, pensadores y artistas en retratar y subrayar el problema de la destitución, de la expropiación de la experiencia para el sujeto contemporáneo.

Quién sabe si Cozarinsky vio Gran Hotel Budapest. Aunque previsible, de seguro le gustaría. De seguro anotaría este dicho, hacia el final de la película: “Para serle franco, creo que su mundo había desaparecido mucho antes de que él llegara, pero le diré: ciertamente sostuvo la ilusión con una gracia sorprendente”. Lo dice un aplomado F. Murray Abraham a Jude Law, sobre su mentor Ralph Fiennes, aquel maravilloso conserje, aquel gran anfitrión y caballero, del alguna vez notable y ahora vacío Gran Hotel Budapest. Cozarinsky es también ese caballero; su obra es también ese hotel. Y los hoteles son residencias ideales para fantasmas. Como apuntó en Citizen Langlois: “La nobleza de una morada se mide por la calidad de sus fantasmas”. Nobleza, calidad, fantasmas. Contraseñas de una obra personal que seguramente brille largamente, como esa luz declinante y dorada, que él mismo capturó alguna vez y para siempre, en el atardecer entrerriano.