Mis Chitarronis

Ariel Dilon sobre Luis Chitarroni (texto leído el sábado 20 de junio de 2015 en la presentación de El Ansia 2)

El tiempo nos pasa de maneras raras, a mí y a mis Chitarronis. Por ejemplo, cuando yo era un joven sedicente escritor –andaba en los veintipico largos y volvía, allá por el 92, de mi período oriental (de la Banda Oriental, quiero decir, donde viví tres o cuatro años)–, tal vez gastándome una broma, o gastándosela a él por interpósito yo, alguien, no recuerdo si fue Levrero o Gandolfo, que eran las únicas dos personas que para su mal habían tenido algún contacto con lo que a fines de los ochenta, en Montevideo, yo escribía, me dio el nombre de Luis Chitarroni y un número de teléfono.

El número resultó estar desactualizado –otros ya se han ido cuando uno apenas procura llegar, situación más que simbólica de ciertos modos de ser– y el señor que me atendió no supo decirme el nuevo paradero del tal Chitarroni, aunque mostró un sardónico y resignado interés en dar con él para cobrarle no quiero imaginar qué cuentas pendientes del departamento. (Nunca te conté esto, Luis –en realidad, rara vez lo recuerdo– y espero no atentar contra tus futuras garantías inmobiliarias, si llegaran a hacerte falta.) Aunque pronto me olvidé también de intentar dar con Chitarroni y de hacerle leer lo que fuera –a él y, por un tiempo, al mundo en general–, el episodio no hizo más que acentuar la simpatía un poco sin causa que le tenía al personaje, a quien yo imaginaba –con dudosa perspectiva– como un hombre “de cierta edad”.

Me explico: el suyo era ya el nombre de un crítico brillante, de un editor de fuste, en Sudamericana, la Sudamericana anterior a la concentración editorial y la mercadotecnia berreta aplicada al libro, que estaban recién empezando a desembarcar en nuestras costas. Yo lo conocía de mentas, así como se van acumulando, en la mente infantil, nombres comunes y propios cuyas sonoridades quedan asociadas a expectativas de descubrimiento. (Y mi mente fue particularmente infantil hasta hace un ratito.)

Ese tipo –yo no pensaba, pero digamos que daba por sentado– debía de tener una punta de años, para ser el editor que era y el lector y el escritor que era (en su caso, dos conceptos sumamente intercambiables): no recuerdo cuándo descubrí sus Siluetas, que, aunque él las había publicado primero en Babel, también son, en libro, cosecha 1992, y que, en un lenguaje que entonces no por difícil dejaba de resultarme elegantísimo, lleno de una gracia renuente, de una auto-suspicacia derrochadora de intuiciones y de libertades, trazan la huella de autores que me eran, en su abrumadora mayoría, perfectamente desconocidos. Varios todavía lo son y otros tantos –iba a enterarme después–, puras invenciones suyas. Parece ser que Luis Chitarroni ha estado todos estos años inventando escritores, vidas y obras de escritores, uno de los cuales ha resultado ser, nomás, Luis Chitarroni.

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Quiero explicar aquello de que el tiempo nos pasa de maneras raras, así despacho más o menos rápido el lado autorreferencial, del que no logré decidirme a prescindir en el tiempo que tuve para escribir esto. Es así. Mientras que yo, con mi autodidactismo más bien pachorriento de los casi treinta años, me sentía con toda la vida por delante, largos años para equivocarme, y sobre todo para evitar el riesgo de equivocarme (al menos en literatura, pues en la vida no he desperdiciado ninguna ocasión), alguien que como él tenía semejante biblioteca, digamos, detrás, y, por delante, esa mirada absolutamente personal y ese único fulgor verbal, necesariamente tenía que ser un tipo grande, quiero decir, un hombre entrado en años, por lo menos de la generación previa, esto es, unos quince o veinte años más viejo que yo.

Ahora que lo trato como a un contemporáneo, pongamos que un hermano mayor pero contemporáneo al fin, y que me considero su amigo por pura prepotencia de cariño, tuve que enterarme primero por las solapas de sus libros y luego por el trato directo, de que el tipo sólo me lleva, en términos del tiempo contable, seis años (él es del 58), es decir que cuando hizo todo eso que a principios de los noventa ya había hecho, él era lo que hoy yo llamaría un pendejo: con toda la enojosa petulancia que eso supondría para mí si alguien de tal edad hiciera hoy, ante mis arrugadas narices, y como sin proponérselo, todo lo que él ya hizo.

Asumo que esta brecha no hará más que seguir acortándose, y que incluso va a llegar a invertirse: un día seré mucho más viejo que Luis y llegaré a otra ciudad de la que él ya se habrá desprendido, como diría don Witoldo, “forrado de niño”.

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Existe el mito de que un editor no puede escribir: víctima de su escasez de tiempo libre, de su saturación mental, de su excesiva autocrítica. Luis –cuya autocrítica debería ser mucho más feroz que la mía si, en proporción directa a la vastedad de sus lecturas y a su lucidez crítica, esa biblioteca personal suya se erigiera, a sus espaldas, a la manera de un tribunal de censura– publicó, cuando ya llevaba, respectivamente, y si no me fallan las cuentas, unos veinte y unos treinta años como editor, dos libros libérrimos y fundamentales de la literatura argentina a ambas márgenes del último cambio de siglo: El carapálida y Peripecias del no.

Y ahora ya sí, para terminar con la auto-referencialidad, yo, que tengo mis propias razones de saturación, de autocrítica y de falta de tiempo para excusarme ante mí mismo por seguir siendo sólo un sedicente… y ya no joven, no puedo dejar de reparar en que un cada vez más juguetón e irresponsable Chitarroni haya dado a imprenta dos libros así, no por haber abandonado el ejercicio de sus oficios terrestres, sino incluso habiéndolos superado y depurado (para esa editorial de nombre prodigioso: La bestia equilátera).

Son las novelas de un escritor que –acaso más que los otros– ha debido hacer, no sé cómo, acopio de un sentido absolutamente admirable de la impunidad. Arriesgo una hipótesis: Luis es de la más absoluta –casi enfermiza, diríamos no sin querer contraer el mismo mal– fidelidad a sí mismo, que es la única manera, creo yo, de atravesar este mundo tan ancho y tan ajeno, vale decir, que dispone de tan dilatados medios para alejarlo a uno de lo que uno es.

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Tomo esta cita del gran Arno Schmidt que Chitarroni incluye en Siluetas:

“Un hombre con pericia y tacto ha hecho de verdad el trabajo duro: <leyendo = previamente>, conquistando y desmalezando mil volúmenes de material anticuado para usted. No hacer un uso agradecido de estas sugerencias significaría que mi propia arrogante falta de pensamiento dejaría de lado las horas preciosas, irreemplazables que un predecesor venerable pasó leyendo por mí.”

Luis Chitarroni es uno de esos predecesores venerables –siendo como es un contemporáneo y aún en su creciente juventud– a los que mi arrogante escasez de pensamiento les debe mil y mil descubrimientos pasados y futuros.

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Alguien ha dicho de él que es el relevo de Borges (Borges pasado por la trituradora y otras símiles afines): supongo que tienen razón, si la comparación se refiere a un particular humor –en varios de los sentidos de la palabra–, a la elegancia de su prosa. Criados ambos –Borges y Chitarroni, o la mejor prosa y el mejor humour– en el vasto e insondable invernadero de la literatura inglesa. Pongamos: la elegancia cáustica y la amistad secreta, la alusión tangencial y el brío impaciente, la economía cruel y la precisión del epíteto, el remate prescindente y el salto a otra categoría.

Sí, pero. Y en el pero está, yo creo, lo mejor. A los ancestros muy british que ostenta Borges –recordemos: hay una abuela verídicamente inglesa y bla bla bla que se combinó con el patriciado local y luego más bla bla bla–, habría que cruzarlos con la sangre tana que tiene que haber venido acaso de polizón, estibada en el más plebeyo apellido Chitarroni, para arriesgar –yo arriesgo aquí, con soberana, con acaso ignorante arbitrariedad– otra probable filiación literaria para Luis.

Estoy pensando… en Carlo Emilio Gadda. Gadda es el gran escritor fatigado que abandona en pleno rumbo hacia el final, el que no alcanza a “terminar” (allí donde los finales de Borges son cuando menos certeros). La complejidad, incluso la oscuridad de Gadda no es nunca culterana –como a veces puede parecerlo la de Borges– pero lleva en sí todos los sueños del mundo, toda la cultura sublimada en un gran alambique de invención verbal (y es, a la vez, todo menos alambicada). Gadda vuelve, o renuncia porque es inútil, cuando los otros, empecinada, ingenuamente, van, tratan de ir, se apresuran, se construyen, se creen su obra o su mito, tratan de llegar a ciudades de las que él ya se fue (en países reales o inventados, El Parapagal, El Maradagal, El Chaco, Lombardía).

El carapálida, Peripecias del no son las novelas de un lector, de un editor, y en cierto modo –tal vez el mejor modo– las de un traductor. Novelas como las que Borges ni siquiera intentó escribir porque la pereza y el perfeccionismo le negaron el género. Gadda sí se dio el lujo de escribir novelas, perezoso y todo, y de no concluirlas. Y el gesto de Chitarroni empieza, ya, sin dirigirse a final alguno, sin aspirar a terminar, sin veleidades finiquitadoras.

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Sobre esto voy a abundar, si se me permite, con una breve polución literaria: la escritura de Luis Chitarroni no es inacabada porque no llegue a la efusión final, porque su energía no alcance el clímax o el remate o el cigarrillo del después, sino porque no hay, en él, la menor voluntad de acabar, de llegar a ninguna parte, es decir que, como pocos escritores, está atento a un ahora mismo de la escritura, a la fidelidad y la felicidad de la escritura: lo que explica la forma fragmentaria, casi de diario, de El carapálida, y más todavía la de Peripecias del no (subtitulada: Diario de una novela inconclusa).

Todo aquel que escribe con la seriedad de no tomarse en serio busca trabajosamente su manera de mentir honestamente. No creo que las novelas de Chitarroni sean de verdad diarios –si es que existen los diarios de verdad, en el sentido íntimo de la palabra–, y sin embargo, no podrían estar más lejos de ser seudo-diarios, como eran seudo-cartas las de la novela epistolar de los siglos XVIII y XIX. Diarios de la imaginación tal vez se acerque más, aunque no lo bastante. O diarios del imaginario. Tampoco, o menos. ¿Son diarios “auténticos”, pero no de él, sino de sus heterónimos? No, tampoco.

No las vidas que la imaginación trama, cierra y acaba, sino la trama que la imaginación vive, obrando en los materiales que la informan: literatura, memoria, sueño, la propia vida –diría Nabokov– considerada “como el sustrato potencial de la ficción”.

De Peripecias del no extraigo esta pequeña perla:

“Porque tardábamos en llegar, porque no nos íbamos, porque no nos importaba tardar y, sobre todo, porque lo que esperábamos coincidía con lo que éramos, los otros, los demás nos llamaban ‘los lentos’.”

Aunque no me costó encontrar la cita hojeando el libro, no recuerdo de qué escritor inventado por Chitarroni es este fragmento que, me parece, lo pinta de cuerpo (iba a decir entero, pero hay que cuidarse de esa noción de integralidad –que no de toda entereza– cuando uno comenta las vidas y obras de un escritor de fragmentos, de un inconclusista)… en fin, lo pinta.

Que lo que uno espera coincida con lo que uno es, dicho así, como quien no quiere la cosa, me parece la más envidiable de las cualidades, casi una confirmación de satori.

Y fíjense: Chitarroni acarrea sobre sus hombros, entre la pelambre como de un Marx psicodélico que ha sobrevivido a la pena de muerte por electrocución (acaso por guitarro-electrocución, atendiendo a su omnisciencia rockera), tal exuberancia de pensamientos, de consideraciones intempestivas y de informada imaginación, que sólo puede ser fiel a lo que él es disponiendo de una velocidad de captación fuera de lo normal, o lo que viene a ser lo mismo: andando lento. Hay que saber perder el tiempo, hay que derrocharse, hay que renunciar a priorizar, a organizar(se)… para no ser sino el que se espera ser.

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Ustedes perdonen: para mí no es poco el compromiso de hablar sobre uno de mis amigos de inteligencia más sutil, y sobre todo en presencia de ese amigo, teniendo como tengo el gran miedo de decir generalidades o banalidades o la profusión de alabanzas que podrían aplicarse más o menos a cualquiera. (Fui invitado a escribir sobre él para este número de El Ansia, pero terminé por declinar, a causa precisamente de este miedo.) Sé que él me disculparía porque es amable, en consideración a mis buenas intenciones. Pero yo no me disculparía, no me disculpo. Por eso quiero ahuyentar un equívoco que ahora mismo podría estar sembrando sobre él. Lejos de ser mera literatura de literatura –si es que, cuando es de veras buena, como en Schwob, como en Borges, puede decirse que es mera–, el principio activo de la sustancia Chitarroni pega. En su soledad cósmica, Esclavuno, el pequeño deudo de su propio y único amigo muerto, el Carapálida –fantasma ahora en los corredores de la escuela–, que lo ha dejado sobre todo huérfano de todos los nombres que él sí sabía ponerles a las guerras del mundo, es uno de los personajes más entrañablemente conmovedores que he leído y con quien por cierto hice esa cosa vergonzosa: identificarme.

Leo: “¿Qué habría hecho esta vez mal? ¿Qué habría hecho mal no ahora, antes? Volvió la pieza a su lugar, a su –como le habrían dicho Osorio o Carrados– escaque. ¡Qué idiota, qué idiota era! La primera cosa que Esclavuno odiaba era ese juego lento, angustioso, saturado de alternativas, esa representación de poderes y luchas. Esa absurda cosa a mano era un mecanismo. Y la segunda cosa que Esclavuno odiaba era la primera. Y la primera volvía a ser segunda y juntas: la plegaria sin fisuras de su no querer estar ahí. El esfuerzo sin respuestas, las palmas transpiradas. De odio y de idiotez lleno. La tirantez de un pensamiento para nada. Un pensamiento lerdo y confuso y tirante y lleno de odio y de idiotez y repetido. Cuando volviera a él, cuando la vuelta diera, Osorio o Carrados encontraría la misma torpeza, la misma lentitud y la misma escena. La escena sin transición, sin cambio de su idiotez inexpugnable. Hasta que hiciera falta obrar y fuera la falta misma lo que vieran. La ausencia Esclavuno, su agujero muerto de miedo.” (Mi otro personaje preferido de Luis –y de los que más me conmueven– es el director de escuela, Quaglia, cuya compleja, casi alegre y dignísima manera de entregarse a la derrota merece por sí sola un alto lugar entre los personajes de todas las literaturas.)

Como prosista, sostengo, Chitarroni es uno de nuestros mayores poetas: escancia sus frases como otros –pocos– escancian sus versos.

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En el saber de la lentitud, en la desacomplejada inconclusión, en el coincidir con sus propias expectativas, creo que está también la explicación de que, visto de afuera, Luis pueda mostrarse a veces tan esquivo, tan inocentemente ausente, tan inimputablemente plantón, como lo prueban mi propia experiencia y las de otros: véase a este respecto la deliciosa nota de Guillermo Saavedra en El Ansia. Pero sería un tonto el que no estuviera dispuesto a correr el riesgo. Ser recibido en la cueva que Luis tiene en La bestia equilátera, conversar con él en algún café, son deleites que te devuelven al mundo lleno de esperanzas, con el alma canora, con las ideas –muchas o pocas– de lo más halagadas. Luis tiene la capacidad de hacerte sentir un par sin que lo seas, de hacerte brillar con su propia conversación, de sacarte de la opacidad de tus días y tus esperanzas. Se entusiasma con tus entusiasmos, te contagia los suyos. A condición de que uno también renuncie al peso de los propósitos, y se entregue al devenir de la charla, sin creerse lo que las promesas prometen. Yo sostengo, pues, para futuros estudios de su carácter, que esa famosa forma de Luis de estar siempre un poco como en fuga no es más que un efecto óptico asociado a la hospitalidad implacable que él tiene para consigo mismo y, por eventual extensión, para el prójimo. Él viaja no a través de los momentos (ni los momentos viajan a través de él) sino en una especie de durée, de duración bergsoniana. Si milagrosamente uno está en el lugar y en la disposición adecuados, puede tener un atisbo generoso de esa hospitalaria duración, que también recibe el nombre de amistad.

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Leo en El Ansia una entrevista conjunta a Chitarroni y Charlie Feiling, que fue uno de los grandes amigos de Luis, una amistad que ya es parte de la mitología. Es una entrevista que les hizo Cecilia Szperling para El cronista comercial, en 1995. La ocasión fue la salida de Amor a Roma, el libro de Feiling. Ya de por sí es curioso el hecho de que Feiling lleve a su amigo a una entrevista, y creo que es todo un signo de lo que esos dos señores estaban haciendo. Dice Chitarroni que –y cito– “Mientras Carlitos estaba escribiendo, me llevaba muchos poemas, escritos por lo menos unas doscientas veces a máquina, porque nunca admitía el más mínimo error de tipeo”. Y en eso los tipos se dispersan y la conversación se le va gratamente de las manos a la entrevistadora, y nunca le contestan de manera precisa –para los exégetas venideros o para la por entonces inexistente Wikipedia– en qué consistió la intervención de Chitarroni en el libro de Feiling. Uno termina por entender, aproximadamente, que Amor a Roma es el producto de infinitas lecturas y que lleva la lectura en las entrañas –como todo buen amor–, y que es la obra conjunta de (por lo menos) un autor y un lector, en otras palabras, una obra de la amistad. Y va este remate de Chitarroni, contestando a otra pregunta de Szperling, pero que echa luz sobre esta idea:

“Tiene que ver con lo que decía Carlitos de no creérsela, aunque ahora salgamos en los medios. Eso, realmente, no tiene ninguna importancia en la amistad literaria ni en el gusto por la literatura. El que puede creer eso es un necio. Seguimos teniendo capricho y prejuicios, como todos. Pero la literatura es una forma de amistad y hacer libros. Se pueden hacer libros como este de Carlitos, que también es una especie de inventario de la amistad.”

Es que en esa inhospitalaria casa de la literatura argentina donde tantos –incluso menospreciándola– no nos cansamos de querer entrar, por la puerta, por la ventana o la chimenea, él, como quien no quiere la cosa, o la casa, ya ha practicado todas las aberturas en ambos sentidos, pudiendo decir, como decía el viejo Porchia: “es entrando en todo como voy saliendo de todo”.

Pero les recomiendo fervorosamente estas múltiples, vivas, espléndidas puertas que el número 2 de El Ansia, en “Versiones de Luis Chitarroni”, abre a las vidas y obras de uno de los escritores –que yo conozca– que mejor saben lidiar con sus propias ansias.