Por Christian Kupchik | Nota publicada en El Ansia 4

I
Mira hijo, el tiempo aquí
se vuelve espacio.
Richard Wagner, Parsifal
En 1903, tres jóvenes llegaron hasta un campamento en las márgenes del río Yabebirí, en plena selva misionera, donde fueron recibidos con alegría por varios hombres. De inmediato, el más grande de los hermanos Lugones ordenó construir un mirador de cinco metros de ancho por veinte de alto, con troncos clavados en cruz uno sobre otro. El artilugio no era otra cosa más que un mangrullo como los que se levantaban en los fortines, sólo que aquí su utilidad no consistía en atisbar el arribo de los malones, sino fotografiar el paisaje para lograr una panorámica de las ruinas de San Ignacio. El fotógrafo, Horacio Quiroga, le hizo ver a Leopoldo Lugones el absurdo de su objetivo. “Está todo tapado por la vegetación. No se verá más que el cielo y la selva”. El otro hizo caso omiso a la objeción: “Con el tiempo, el terreno será despejado”, observó.
La escena corresponde a Fondo negro (1997), segunda novela de Eduardo Muslip en torno a la vida de los Lugones (Leopoldo, Polo y Pirí). La aspiración de Lugones en la presente anécdota tiene que ver con el panóptico del omnisciente que todo lo ve. Sólo que en este caso, la cámara intenta rescatar el espacio desde arriba, como si de un gran ojo satelital se tratara en la construcción de un nuevo relato.
Las variables geográficas están muy presentes en toda la obra de Muslip, diseñando sobre el territorio siempre bien señalizado algunos de los ejes narrativos sobre los que se demarcarán acciones y sentidos. Fondo negro tiene su punto de partida un día de febrero de 1978 en el cementerio de la Recoleta. Dada la fecha, se da cuenta de una ciudad desierta (“las confiterías despobladas de la calle Junín”). Allí se encontrarán –se conocerán, en realidad– Pirí Lugones y Emilia Cadalego, amante del abuelo de la primera, Leopoldo. La ocasión que las reúne es un homenaje al escritor que se le proporcionará en el salón principal de la SADE horas más tarde. El relato será un viaje en el tiempo, pero sobre todo en el espacio a través de la existencia de estos cuatro personajes (los tres Lugones más Emilia, que opera como conector en la vida de cada uno de ellos).
Si 1978 es la frontera final del relato que comienza en un cementerio, el mismo se abre en 1895 (“Fondo negro, rápidas y fugaces líneas horizontales de luz blanca”) con el tren que trae a Leopoldo Lugones desde Córdoba a Buenos Aires. De allí en más habrá avances y retrocesos marcados por los diversos escenarios. La casa que habitaron los Lugones hacia 1900 en la calle Defensa, San Telmo (“entre muchas otras casas similares: la uniformidad ocre de las fachadas, las molduras trabajadas con minuciosidad: unas pocas casas de una sola planta, con grandes ventanales enrejados y aspecto más sobrio y antiguo”), será seguido por la visión de una represión desde los ventanales del hotel Regina, en París, o la descripción del centro de Buenos Aires desde otra ventana y otro tiempo, en la casa de Emilia en el presente narrativo (“Viejos edificios de alrededor de diez pisos, sucios, mal conservados, la mayoría con molduras originales deterioradas o casi completamente desaparecidas. Algunos terrenos baldíos o con pobres construcciones…”). Y así se siguen dibujando puntos en el mapa: el ministerio de Educación; las dos cuadras que separan Florida y Rivadavia del edificio de la Marina, intercaladas por los oropeles de la London, Harrod’s, Edelweiss; la penitenciaría de la calle Las Heras donde Polo se entretenía en técnicas de tortura; el departamento de Avenida de Mayo; otro en la calle Zamudio donde el terrible Polo pone fin a sus días…
Puntos en un mapa perdido que dibujan la tragedia de una historia familiar y, acaso, de todo un país. Una ciudad marcada por la metáfora del fracaso de una idea: el terreno no pudo ser despejado, de acuerdo al deseo de Lugones. Selva y cielo continúan con su versión dramática de la historia sobre la espalda urbana. Allí es donde Muslip sorprende con su incorporación de la ciudad como un personaje más, cuyas aristas serán descriptas con la misma minuciosidad reservada a los protagonistas. El lugar cuenta.
El recurso presenta antecedentes: aunque rara vez tomada en cuenta, la geografía es un aspecto decisivo del desarrollo y la invención literarias. Es una fuerza activa, concreta, que deja sus huellas en los textos, las tramas, en los sistemas de expectativas. Carreteras y ciudades ya estaban presentes en la picaresca en igual grado que en la novela de iniciación. Lo que se ha desplazado es su centro de gravedad. En el Quijote o El lazarillo de Tormes, por caso, el énfasis recae en el camino, donde la vida se reabre a cada jornada, en tanto en el Bildungsroman, de Goethe a Flaubert, va desapareciendo gradualmente, y el escenario central es ocupado por las grandes urbes. En torno a las capitales se abre un dominio más vasto, cosmopolita, que no sólo incluye a la geografía estética sino que también propone una nueva articulación del espacio a través de la fijación de algunos elementos. Mapas. Tramas especiales planteadas en el espacio. En la novela moderna, lo que ocurre se encuentra en estrecha dependencia con el dónde ocurre. Así, siguiendo “lo que sucede”, el lector construye su propio mapa mental –lo sepa o no–, un mapa basado en los muchos “dónde” que conforman su mundo.
Muslip es fiel a este principio y entrega coordenadas correctas, verificables tanto empírica como imaginariamente. El casamiento entre geografía y literatura no implica una continuidad en armonía hasta que la muerte los separe, sino caminos diversos entre los que se avizoran, en principio, dos y muy diferentes entre sí. Puede indicar el estudio del espacio en la literatura o bien de la literatura en el espacio. En el primer caso el objeto es en gran parte imaginario (el París de La Comédie humaine, la Inglaterra de Jane Austen) y en el segundo se ocupa de lo histórico-real (las bibliotecas de la provincia victoriana o la difusión de Los Buddenbrook en Europa). Desde luego, puede suceder –y no deja de ser interesante que ello ocurra– que los dos espacios se encuentren. Es lo que consigue Muslip en Fondo negro, con una salvedad: en cuanto se tocan se disuelven y crean una nueva entidad. Desde las alturas del mirador, Lugones no identifica las huellas ni las claves del imperio jesuítico que persigue. Lo que arroja el tiempo es selva y cielo.
II
Me gusta pensar, entonces, que la
escritura es lo más parecido a imaginar
mapas ilegítimos.
Hernán Ronsino, Notas de campo
En la nouvelle Plaza Irlanda (2005), Eduardo Muslip redobla la apuesta. Ya desde el título da cuenta de un lugar específico de la ciudad, que a su vez se convierte en el núcleo a partir del cual se estructura la historia: en la zona aledaña a la plaza Irlanda tuvo lugar el accidente fatal que terminó con la vida de Helena, la compañera del narrador. Lo curioso es que este no tiene idea de dónde queda la plaza Irlanda y se siente perturbado no sólo por la pérdida, sino porque “el accidente sucediera en esa zona que nunca tuvo ninguna razón para ser visitada”. Es decir, más que la muerte es la sinrazón del espacio donde acontece lo que perturba al protagonista. Porque además, para agudizar aún más el absurdo, el narrador es un fervoroso entusiasta de los mapas, al punto que reconoce que en parte fue esta inclinación la que favoreció su vínculo con Helena, al comprobar que ella compartía el interés por su afición (“a mí me gustó que ella apreciara algo que vinculaba mi infancia con los mapas. Incluso me dijo que podría mostrarme un libro de mapas del mundo antiguo”). En otro momento, alguien señala que “Él se peleó con una amiga porque no se podía orientar con los mapas”, y además: “No te equivoques con nada de geografía. Puede no llegar a hablarte nunca más”. El protagonista se defiende diciendo que no aprender a mirar los mapas y aprender los datos que suministran (nombres de ríos, capitales, otras ciudades) le parece “una descortesía espantosa (…) No tener esos datos es como estar siempre entre las mismas personas y no dar ninguna importancia, no asignar un ínfimo lugar en la propia memoria siquiera a sus nombres. O vivir como un animal, con alguna idea sólo del lugar que uno ocupa, y absolutamente nada más”.
A pesar de la obsesión del narrador por las cartografías y lo que ellas revelan como principio vital –tomar en consideración al otro, aunque más no sea en función de sus nombres o dónde se encuentran–, su vida aparece reducida a una expresión mínima que no va mucho más allá de Helena y su círculo de amigos. No se le conoce familia, tiene un trabajo rutinario y sólo comparte un almuerzo banal con un compañero al que no puede sostenerle demasiado tiempo una conversación. Por lo demás, sus intereses más allá de los mapas no superan cierta curiosidad por la mitología griega y ser ocasional espectador de pornografía. No obstante, los mapas articulan una suerte de organización del mundo, ordenan y modulan su relación con el “afuera” (y quizás por ello, prefiere vivir siempre en el Centro, asumiendo la periferia como un “peligro”).
Hasta no hace mucho tiempo se sabía que resultaba matemáticamente imposible realizar un mapa plano sin traicionar alguna causa. El cartógrafo escoge cómo va a mentir según la clase de mapa que le fue encomendado. Y como no hay otro modo de decir la verdad (cualquiera de ellas) más que mintiendo, se debe asumir que la mentira es inherente al oficio de hacer mapas. Y también de narrar. Quizás también sea factible admitir que no es el mapa el que miente sino lo representado. “El mapa no es el territorio”, sostenía enigmáticamente el teórico semántico Alfred Korzybski, en tanto Gregory Bateson argumentó sobre la imposibilidad esencial de saber lo que es cualquier territorio real: “El mapa no es el territorio y la cosa no es la cosa nombrada”, definió. De forma tal que el criterio de verdad en un mapa en absoluto depende del territorio que representa sino de la tradición que lo precede y sustenta. Los signos de un mapa remiten menos a la realidad espacial que a la representación que nos hacemos de ella en virtud de las tradiciones culturales que nos condicionan.
Aquí radica uno de los aciertos cartográfico-narrativos de Eduardo Muslip. Y cuando el afuera se torna inasible, se detiene entonces en la concepción de micromundos: pequeños ambientes detallados hasta su mínima expresión que se abren como flores carnívoras para precisar una atmósfera en la que los personajes crecen como una mancha o un silencio. Macetas, sillas, gobelinos, telas, un velador, un mantel, enciclopedias… Atlas. Cada objeto cumple una función dentro de ese breve universo. En su última novela, Florentina (2017), una tía se niega a llamar living a la “sala de estar”: no se vive, se está. Y más adelante aclara: “La cocina-comedor no tenía ventanas, sólo una puerta vidriada hacia el patio; el patio tenía un gran ventanal que daba a la calle, pero a mis tíos no les gustaba un contacto tan cercano con la vereda, así que las ventanas estaban cerradas, las persianas bajas, las cortinas semitransparentes corridas”. Estos micromundos vueltos hacia sí, de espaldas al exterior, titilan en los puntos perdidos de los mapas como luces tenues de la Vía Láctea. Hay una realidad fantasmagórica que se atraviesa entre el adentro y el afuera. El narrador de Plaza Irlanda se interroga acerca de esta naturaleza: “¿Habría versiones distintas de la vida de mi Helena? La que murió en la plaza Irlanda era real y era la misma que estaba conmigo. Aunque la que estaba conmigo podía ser un fantasma, y la Helena real estaría haciendo otra vida en otra parte, en lugares para mí desconocidos como, justamente, la plaza Irlanda, donde moriría, desapareciendo a la vez el fantasma con el que yo estaba conviviendo”.
En la desnudez del departamento céntrico que fue escenario de esa convivencia, despojado ya de los objetos (ropas, libros, peluches) que marcaban la fuerza de gravedad de Helena, el protagonista observa un gráfico del sistema solar en el tomo suelto de una enciclopedia. Al pie del mismo una nota explica con melancolía que el universo “está compuesto casi totalmente por vacío”. Por eso resultan más confiables los puntos perdidos en los mapas de la ciudad, mientras la nostalgia nos empuja a cantar los nombres de las ciudades que jamás habremos de conocer: Tombuctú, El-Beida, Samarcanda… <