Por Lucas Adur | Nota publicada en El Ansia 4

La narrativa de Miguel Vitagliano se ubica entre los no demasiado numerosos proyectos estéticos que, en la literatura argentina contemporánea, pueden reivindicar para sí el estatuto de obra. Desde Posdata para las flores (1991) hasta Tratado sobre las manos (2013), Vitagliano ha publicado ya diez novelas que, con diversas inflexiones, construyen un tono, un registro, una serie de motivos y hasta personajes recurrentes. Lo que se dice: una obra.
La poética que Vitagliano ha ido configurando a lo largo de sus novelas dialoga con una de las tradiciones más significativas de la literatura argentina (y occidental): el realismo. No en vano, Flaubert, uno de los grandes maestros de esa estética, es evocado como figura tutelar en la inaugural Posdata…, homenajeado en la bella variación de L’Éducation sentimentale con la que Vitagliano bautizó su séptima novela, La educación de los sentidos (2006), y canonizado en Tratado sobre las manos, por el “Comando San Flaubert” y su “plan de operaciones literario”:
El plan reprobaba las novelas fragmentarias, las novelas en las que nadie cojía, las plagadas de pensamientos célebres, inteligentes y/o útiles (…), las novelas verdaderas (“Como decía don WCW: No ideas, salvo en las cosas”), las novelas sin rebabas, las autobiográficas, las que hacían exclamar al lector “Esto es puro cine”, las novelas sobre alcohólicos y prostitutas (Remataban: “¡Nada después de Dostoievski!”), las novelas con puntos suspensivos, las novelas que tienen como personaje secundario al lenguaje y las que lo tienen como protagonista (y también “como testigo, vecino, concubino o alter ego”), las novelas en las que no se hablaba de plata y las novelas en las que solo se hablaba de plata, las novelas con vagabundos sabios, las novelas puro diálogo (“Solo admitido a Compton-Burnett y Puig”), las novelas imbéciles, blablablá. Firma: Comando San Flaubert (Tratado sobre las manos, p. 244).
Sin embargo, hay que andar con cuidado: el diálogo que el autor mantiene con el realismo –tal como sucede con Flaubert, por otra parte– es singular y complejo.1 Vitagliano parece retomar algunos elementos clásicos –y otros no tanto– de esta tradición, de un modo que implica, a la vez, participación y distancia. Como si después de décadas de discusiones en torno a la posibilidad o imposibilidad de representar literariamente la realidad, el autor volviera a mirar hacia el momento canónico de constitución de esa tradición –la narrativa del siglo XIX– para indagar qué es lo que queda en pie y qué se puede hacer con eso. Pero la singularidad de Vitagliano —sobre todo considerando que, como declaran las solapas de sus novelas, se trata de un profesor de Teoría Literaria– radica en que estas cuestiones no aparecen tematizadas de un modo explícito. Salvo algunas excepciones, sus personajes no son escritores o críticos que reflexionan sobre literatura: son taxistas, marineros, aviadores, abogados o profesores, inmersos en sus circunstancias cotidianas. La pregunta por el realismo, por sus límites, recursos y condiciones de posibilidad –como veremos– se integra a las tramas de un modo sutil, al punto de que puede pasar inadvertido. En este sentido, las narraciones de Vitagliano son artefactos mucho más complejos de lo que parece a primera vista: obras que disimulan su naturaleza experimental y reflexiva con un aire de novelas decimonónicas, de argumentos sólidos y personajes minuciosamente construidos. No se trata, desde luego, de que sean relatos lineales, con un narrador omnisciente que cuenta los hechos ordenadamente y sin digresiones, de principio a fin; las novelas pueden muchas veces incluir rupturas de la cronología, alternancia de narradores, fragmentación, relatos enmarcados o mise en abyme. Pero lo que se impone es el flujo narrativo: el placer de que nos cuenten una historia.
El realismo de Vitagliano parece tomar como punto de partida la realidad en el sentido más llano de la palabra: lo doméstico, lo trivial, incluso aquello que puede parecer poco novelesco.2 La mayoría de sus personajes centrales carecen de rasgos excéntricos o superlativos. Son como la señora de Bovary, sujetos comunes, de una medianía que en ocasiones roza la mediocridad, arrastrados –casi siempre por azar– a situaciones ligeramente extrañas, pero que no terminan de abandonar el registro de lo cotidiano: “Jamás le había sucedido nada extraordinario”, nos dice el narrador acerca del taxista cuya historia abre Cuarteto para autos viejos, y la afirmación podría extenderse a otros personajes de Vitagliano. Como el mismo autor afirma en una entrevista:
Yo busco experimentar sobre lo cotidiano y trabajo con minucias porque considero que ahí el arte tiene algo que decir. Y eso implica trabajar con detalles, con la porosidad de la vida cotidiana, con frases a medio decir, con la tontería y las contradicciones de los personajes. (…) Mis personajes jamás dicen cosas brillantes, jamás dicen esa frase que uno subraya y dice “ah, acá está” (“La muerte le sienta bien”, Radar, septiembre de 2004).
Este “trabajo con minucias” actualiza uno de los elementos fundamentales de la poética realista: el efecto de realidad, la construcción de un verosímil que recurre, justamente, al detalle –al detalle aparentemente insignificante– para lograr, como afirmaba Barthes, la ilusión referencial. En Vitagliano este trabajo con el detalle se complementa con un despliegue de saberes específicos que le permiten retratar verosímilmente ambientes y personajes muy diversos.
Las novelas pueden incluir desde consideraciones sobre el arte de navegar hasta la discusión de maniobras financieras, pasando por observaciones sobre la aeronáutica, el squash, el esperanto o los códigos orientales. En la presencia de tópicos tan diversos es notoria cierta concepción de la preparación de la novela: escribir implica no solo el dominio de un arte, sino además la investigación, la exploración de mundos que pueden, en principio, ser ajenos al autor, pero este debe conocer para construir sus ficciones. La capacidad de manejar con precisión y certeza aquello acerca de lo que se narra es también condición necesaria –no suficiente– para una escritura realista.
La solidez de la construcción de estos mundos narrativos contribuye, entonces, a forjar la impresión de que aquello que leemos es una representación de la realidad. Sin embargo, las propias novelas se encargan de desestabilizar esa ilusión de verosimilitud, mediante la introducción de lo que podríamos denominar puntos de fuga: pensemos en el viaje al sur del tío Nelson en Los ojos así; las andanzas del espía japonés en La educación de los sentidos; los delirios utópicos del viejo esperantista en Vuelo triunfal; la huida continental de Blas con su hijo en Golpe de aire… En algún sentido, estos puntos de fuga funcionan como dispositivos de distanciamiento o extrañamiento que, sin romper totalmente con la verosimilitud, la tensan hasta un extremo. Como dijimos antes, la reflexión sobre los límites y potencialidades del realismo no se tematiza en discursos, sino que se integra en la propia forma en que la novela se construye como relato. Incluso en los casos en los que el distanciamiento se manifiesta en términos formales, como en la alternancia entre la narración en primera y tercera persona que encontramos –de distintos modos– en Cielo suelto y El otro de mí, el recurso queda integrado orgánicamente a la trama.
Estos puntos de fuga funcionan, entonces, como incrustaciones de lo extraño en lo familiar, que suscitan alguna forma de distancia, que obligan a leer de otra manera. Pero no disuelven la sensación de cotidianeidad que prima en las novelas, sino que parecen subrayarla por contraste. Muchas veces, la parábola que describen estos sucesos inauditos termina retornando a la rutina más gris. Las delirantes cartas patagónicas de Nelson, donde relata a su sobrina encuentros con un enano tehuelche y aventuras en misteriosos balleneros japoneses, derivan en su incorporación a una empresa que –como tantas– acude a “cuentos del tío” para enriquecerse a costa de los incautos. Sakae, luego de un largo periplo de viajes y aventuras, habiendo sido actor, líder revolucionario y criminal perseguido, termina por montar una tintorería en la calle Hidalgo, entre Yerbal y Rivadavia. Hasta el hallazgo de un niño perro abandonado se irá normalizando, diluyéndose en las anodinas peripecias del antropólogo que debe hacerse cargo de él, mientras lidia con su ex mujer, sus hijos y la burocracia del Conicet. El registro de lo insólito funciona en esta inflexión del realismo a modo contrapuntístico, a veces incluso disonante, pero redunda –casi sin excepciones– en parte de un abordaje de la misteriosa e insondable cotidianeidad.
Correlativamente, Vitagliano construye un estilo alejado de todo barroquismo, una prosa depurada, más cercana a la precisa elegancia de Flaubert que a la extravagancia ostentosa de un vanguardista: “A mí me interesa trabajar con un tono medio, un tipo de literatura que parezca no escrita”, afirmaba en la entrevista antes citada. Una escritura blanca o de grado cero pero que alcanza, por momentos, una belleza extraña, un lirismo difícil de calificar y que Vitagliano pareciera permitirse en muy pocas ocasiones, como si ocultara diamantes en la arena. Fragmentos que resultan más deslumbrantes en el contraste con el tono medido –en el doble sentido de calculado y mesurado– de su prosa. Léase, por ejemplo, este fragmento de La educación de los sentidos:
Levantó la vista y los ojos se le perdieron en una bandada de pájaros que aparecieron desde el horizonte, por encima del agua. Tomaron más altura mientras cambiaban de formas en el cielo, letras entre las nubes, emes que se armaban y desarmaban en diversos trazos, emes mal escritas, defectuosas, emes cursivas, trémulas unas, displicentes otras al punto de garabato. Emes de escribir mil, de mil pájaros, pensó y se durmió, al instante o quizá algo después, mientras pretendía contar la bandada.
Quizás parte de la singularidad de este tipo de pasajes, que se encuentran desperdigados por la narrativa de Vitagliano, se deba a la ausencia de lo que Borges denominaba un “vocabulario deliberadamente poético”. El estilo se construye con palabras comunes, con un lenguaje casi coloquial, que –como la conversación cotidiana– por momentos roza, sin nombrarla, la poesía. Vitagliano opera en el nivel micro de modo análogo al que lo hace en el nivel macro: la frase, la novela, se construyen con las palabras y las experiencias más comunes, las que son patrimonio de todos, con unos pocos quiebres calculados, que permiten atisbar lo otro.
La revisión o reversión del realismo que propone la obra de Vitagliano implica también una pregunta por los modos de representar la realidad histórica. Si a propósito del estilo y la construcción de tramas y personajes mencionamos la presencia tutelar de Flaubert, en el diálogo con la historia hay en Vitagliano algo de balzacianismo bien temperado. No se trata de que el autor escriba una Comedia humana contemporánea, un fresco exhaustivo de nuestro tiempo. Pero es indudable que su ciclo novelístico es, entre otras cosas, una crónica desordenada y fragmentaria de la Argentina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. Vitagliano espiga en algunos momentos determinantes del primer peronismo (Vuelo triunfal), de la dictadura y el retorno democrático (Posdata para las flores, Golpe de aire), del menemismo (El niño perro, El otro de mí) y, en sus últimas obras, del contexto posterior a la crisis de 2001 (La educación de los sentidos, Tratado sobre las manos). No hay una ambición de totalidad, un orden preciso, ni una cronología predeterminada. Las novelas pueden abarcar períodos más o menos extensos, incluir saltos al pasado remoto o a años futuros. Y los acontecimientos históricos aparecen, casi sin excepción, de manera sesgada, sin ocupar nunca el centro del espacio textual. Más que narrarse, se presuponen, para indagar en sus repercusiones mediatas, sus efectos menos evidentes –pero no por eso menos significativos– en las vidas cotidianas y las dinámicas familiares. Como en El otro de mí: no la detonación de la bomba en la AMIA, sino la onda expansiva de esa explosión, que alcanza –y mata– a una mujer, en la intimidad de la casa de su amante.
Para esta indagación ficcional de la realidad, Vitagliano opera de un modo análogo al “hombre que hacía las casitas” en Cuarteto para autos viejos. Así como este “construía maquetas de fósforos con la ambición de armar una ciudad de dieciséis manzanas”, el autor construye un modelo a escala donde situar sus ficciones: el barrio de Floresta. Un puñado de manzanas, en el que pululan –veremos enseguida– ciertos personajes recurrentes, y que funciona como cifra de un conjunto más amplio. En este sentido resulta modélica Los ojos así –la primera de sus novelas donde se tematiza el barrio–, en la que se narran casi tres décadas de la vida de una familia de Floresta: una sinécdoque singular y desviada, pero significativa, de la realidad argentina en esos años. Es memorable, por ejemplo, la forma en que se cuenta la visita del Papa al país, en el contexto de la guerra de Malvinas:
El Papa iba a pasar por la avenida; los vecinos del barrio lo supieron antes de que en la televisión informaran el recorrido que haría desde el aeropuerto hacia el centro. Las viejas acomodaron las sillas junto al cordón, la parroquia San Ramón y la cooperadora llenaron las veredas con los bancos de las kermeses, mandaron pintar carteles y prepararon al coro del colegio para acompañar el recibimiento. Era una fiesta. Nadie, en cambio, imaginó tanta desilusión. A gran velocidad y con bocinazos ensordecedores aparecieron las motos de la custodia, y los brazos se quedaron en alto señalando un coche, una carroza, eso blanco donde debía ir el Papa, que ya había pasado. Las manos se resistían a volver a su lugar (…). Pero el Papa ya había pasado. Ni como un ángel, ni como un fantasma, como una estrella tal vez, sí, como una estrella fugaz (Los ojos así, p. 129).
De este modo pasa la historia por el barrio: fugaz, inasible, casi imperceptible y dejando a todos desconcertados. La literatura de Vitagliano no busca aprehender sentidos, mucho menos un sentido, sino esa sensación de incertidumbre con la que conviven aquellos que miran los acontecimientos históricos desde lejos del centro. “Vivir en un barrio es vivir en un rincón de Buenos Aires, y en ese rincón uno está y no está. (…) No es una literatura de Buenos Aires, es una literatura de los costados de esa ciudad” (“Entrevista a Miguel Vitagliano”, La Vaina, 1999).
Vinculada a esta construcción de un territorio para contar la historia, hay que señalar, como decíamos, la persistencia de ciertos personajes a través de distintas novelas: Yelmo, el doctor Urruti, la familia Rolandelli y los Sayago son algunos de los nombres que se repiten. Se trata de un recurso de ilustre tradición –ya mencionamos la Comedia humana de Balzac, podríamos evocar también los nombres de Faulkner, de Onetti o de Saer–. Se ha señalado que esta recurrencia puede funcionar como parte de un efecto de realidad: al reencontrar personajes en distintos textos, se refuerza la ilusión de que estos viven más allá de las palabras que delimitan sus destinos. Los lectores pueden imaginar la desbordada vida de Yelmo, de la que solo accedemos a algunos fragmentos muy laterales, o los posibles cruces entre Anselmo, el padre de Rodi y los marineros del Fayauay en los pasillos del omnipresente geriátrico Belvedere. Sin descartar este efecto, en Vitagliano el recurso parece tener un carácter más bien lúdico. Los personajes recurrentes son siempre menores, y no han accedido –hasta el momento– a un rol protagónico. Contribuyen, sí, a trazar un hilo tenue que conecta distintas ficciones, pero cada una de sus novelas goza de total autonomía. Su obra no constituye, propiamente hablando, una saga. Estos personajes secundarios funcionan como un telón de fondo que refuerza la construcción del barrio, como mundo común, en el que se mueven los distintos protagonistas. Se trata de una lógica narrativa específica. Un barrio porteño no es lo mismo que el centro urbano, donde los reencuentros entre paseantes parecen imposibles. Pero tampoco es un pueblo de provincia, como el Chivilcoy de Ronsino o la zona saeriana, donde los personajes coinciden una y otra vez, y los protagonistas de las historias siempre son parientes o amigos. En la Floresta de Vitagliano, los cruces son posibles, pero esporádicos y laterales, al punto de que pueden pasar inadvertidos. Son un guiño al lector, casi un desafío: solo si se ha avecindado con estas novelas entenderá de qué le están hablando.
El barrio de Floresta, dijimos, se constituye como el espacio privilegiado donde se sitúa la ficción de Vitagliano y donde pululan algunos personajes recurrentes. Podríamos precisar: una versión del barrio de Floresta que juega, justamente, con el reflejo y la distorsión, la correspondencia y la invención. “El mismo barrio de siempre” (Los ojos así, 15), pero distinto:
Si alguien quisiera buscar en mis novelas espacios reales, difícilmente encontraría más que algunos, porque las experiencias están mezcladas. Sin embargo, hay gente que, porque nació en Floresta me dice (…): “Me hiciste acordar tanto a mi barrio”, y es curioso, porque los datos son mezclados, son inventados, las referencias a determinados pasajes (que nunca aparecen en la novela con sus nombres reales) aparecen próximos a lugares de los que en realidad no están cerca, se trata de una construcción absolutamente ficticia (“Entrevista a Miguel Vitagliano”, La Vaina, 1999).
La narrativa de Vitagliano entonces, construye, a partir de un referente real, un espacio ficcional que no busca ser reflejo sino recreación pero que, no obstante, resulta reconocible. Como la estilización, inexacta pero sustancialmente cierta, que opera la memoria sobre el barrio de la infancia.
Esta forma de construir el espacio, articulando ficción y realidad, es también, desde luego, parte del singular diálogo con el realismo que propone la narrativa de Vitagliano. Ciertamente la articulación de la ficción con lo histórico o lo biográfico, con “la vida real” (para retomar el nombre de un capítulo de Los ojos así) es, en sus múltiples manifestaciones, un problema central en la literatura contemporánea –o, lisa y llanamente, en la literatura–.
En la obra de Vitagliano, la cuestión aparece tematizada en alguna ocasión: la vida de Dedy, por ejemplo, se convierte en materia prima para los relatos que escriben su padre primero y su novio después, en Los ojos así. El novelista indaga de este modo, mediante una suerte de experimento narrativo, cómo surge una historia y qué efectos puede tener su lectura. Pero en la mayoría de los casos, en línea con lo que ya hemos señalado, la perspectiva que adopta Vitagliano es oblicua –y, en algunos casos, también lúdica–. El autor no necesita problematizar constantemente el estatuto ficcional de su obra, ni exponer el artificio a la vista de todos –un buen mago nunca revela sus trucos–. El modo en que las novelas proponen una relación con “la vida real” puede leerse, o intuirse, en ciertos elementos laterales, en algunos de sus bordes. Para finalizar, veamos brevemente cómo puede encontrarse esta articulación en dos obras: Tratado sobre las manos y Golpe de aire.
Tratado sobre las manos narra la muerte –lo que sucede después de la muerte– de un notable profesor y crítico literario argentino. Si bien Víctor Riera es un personaje de ficción, el propio Vitagliano reconoció que antes de comenzar a escribir la novela pensaba en Nicolás Rosa, con quien se formó y trabajó por décadas, y que había fallecido algunos años antes (“Una vida en los márgenes”, entrevista con Patricio Zunini, 2013). ¿Se trata, entonces, de una novela en clave sobre el campo literario argentino? ¿Riera es Rosa? ¿Los otros personajes que aparecen tienen correlatos reales? La novela no responde esas preguntas, pero tampoco las niega: se sale por la tangente, habla de otra cosa. Como Golpe de aire –aunque de un modo muy distinto–, Tratado sobre las manos es, sobre todo, una obra acerca del duelo, sobre las formas en que los que quedan lidian con lo que dejó atrás aquel que ya no está. Y, sin embargo, también juega con la posibilidad de ser una novela sobre un personaje real.
Casi al pasar, como guiño, como homenaje, como velada confesión o simplemente para desconcertar a los lectores, se menciona, entre otros nombres, el del crítico rosarino:
De un tirón consiguió completar nueve fichas, al día siguiente otras doce, luego quince. Dejó reposar un rato las primeras; ocupó el tiempo en acomodar la próxima serie. Novelas de ciencia ficción, los diarios de Ángel Rama, una recopilación de artículos de Ramón Alcalde, otra de Onetti, el último libro de Nicolás Rosa, una colección de artículos de Monterroso… (Tratado sobre las manos, p. 67).
Unas páginas antes, entre aquellos que dan testimonios sobre Riera habíamos encontrado a un tal “Miguel V., profesor de teoría literaria” (Tratado…, p. 23). Uno podría intuir abismos especulares: el autor que se incorpora a sí mismo como personaje, un personaje que es Rosa y, a la vez, es lector de Rosa… Pero Tratado sobre las manos no toma ese rumbo, no explícitamente. Parece barajar la posibilidad, jugar un poco con las coincidencias: Riera tiene algo de Rosa –como mínimo, su último libro–, Miguel V. es una de las voces que narra en esta novela. Podemos retomar una imagen del propio relato y decir que el diálogo que se propone aquí entre la ficción y la realidad pasa por los márgenes: una está ahí, rodeando a la otra, siempre como condición de posibilidad, interviniendo a veces –como Víctor sobre sus libros– con comentarios, exclamaciones, correspondencias, referencias y preguntas.
En cuanto a Golpe de aire, el libro incluye, luego de su último capítulo, un breve apartado titulado “A modo de agradecimiento”, donde hace su aparición una voz que se presenta como “el autor” para dejar constancia de algunas cuestiones que atañen a ciertos personajes y episodios de la novela que acabamos de leer. El apartado funciona como un espacio liminar, no solo en tanto final del libro –y, en este sentido, literalmente, frontera, espacio de transición entre novela y mundo– sino también porque el estatuto de lo que allí se narra es problemático –¿parte de la novela, post-scriptum, epílogo?–. Este último apartado puede leerse como un pequeño dispositivo que invita al lector a preguntarse por las relaciones entre la realidad y la ficción. Uno de los personajes más inverosímiles de la novela, la niña-poeta colombiana María de las Estrellas, según declara Vitagliano “no es un personaje de su invención”; pero en seguida puntualiza que son muy escasos los datos que ha logrado reunir sobre esta esquiva figura, más allá de un artículo de Beatriz Ferro leído en 1981. A continuación, se mencionan otras de las fuentes de donde se han tomado datos para la obra: desde una revista Gente de 1987 hasta una antología de poesía nicaragüense editada en México. No obstante, se afirma la primacía de la invención –que es lo propio– de la novela: “El resto es propio de estas página (…) La realidad de la novela se impuso por encima de cualquier otra”. Incluso, relata episodios posteriores de algunos personajes, como si ellos tuvieran una vida propia, una biografía completa a la que solo accedemos fragmentariamente, de un modo similar a lo que hemos dicho acerca de aquellos que reaparecen entre distintas obras –y, en otro sentido, al modo en que el flash-forward que cierra El niño perro, nos revela el destino de sus protagonistas–.
No estamos, ciertamente, ante una teoría de la ficción, pero pueden leerse en este “A modo de agradecimiento” elementos para plantear algunas cuestiones en este sentido. Un personaje que parece inventado puede ser real –o puede ser un invento de otro: de Beatriz Ferro, o de algún poeta nadaísta colombiano que se hizo pasar por niña prodigio–. Los personajes ficcionales son evocados en sus alternativas biográficas como si se nos estuviera describiendo personas reales. Como si entre la literatura y la vida, digamos, no hubiera una oposición tajante, pero tampoco una continuidad difusa y mucho menos un mero reflejo. La ficción es otra realidad (“la realidad de la novela”), que establece con la de todos los días una relación dialéctica: un juego de solapamientos, inclusiones y diálogos posibles. Quizás, incluso, de pasajes:
El Renault Gordini modelo 63 que tenía Ponci [el personaje que muere al inicio de la novela] antes de partir a México terminó por recalar, aunque no se expliciten –por desconocimiento– los pasos seguidos, en una agencia de automóviles usados en la calle Camarones y Avenida Segurola, barrio de Floresta, capital Federal. Allí lo compró, en ese mismo año y con los papeles en regla, el padre del autor. Una fotografía suya a los catorce años lo muestra apoyado sobre el capot, dejando entrever la terminación de la chapa en 430 (“A modo de agradecimiento”, Golpe de aire).
La ficción es un vehículo, que permite circular en distintas direcciones. Es, puede ser también, punto de apoyo, y hasta, por qué no, fotografía, reproducción del pasado. Desde luego, Vitagliano es inocente de este tipo de afirmaciones. Pero no de suscitar las preguntas. Como dijimos, el último apartado funciona como un pequeño artefacto narrativo: no un desenlace sorpresivo sino, después del desenlace, un giro, un cambio de perspectiva que invita a releer lo que está y a imaginar lo no-dicho, aquello que no está pero que igual resuena. A preguntarse por los efectos en la realidad de esos intersticios, esas grietas del texto, por donde puede filtrarse hasta un Renault Gordini.
En los años sesenta, Philip Larkin arremetía en sus columnas sobre jazz en el Daily Telegraph contra algunos músicos que hoy contamos entre los exponentes más brillantes de esa música –Miles Davis, Charlie Parker, John Coltrane, por mencionar algunos–, arguyendo que lo que hacían no era jazz y, de hecho, implicaba, de algún modo, la muerte del jazz. Con las innovaciones de Parker y compañía, el ritmo degeneraba de una forma pública y consciente de entretenimiento a una “absurda forma privada y subvencionada”. En 2004 Fabián Casas publica El spleen de Boedo. El libro está dedicado a los “lectores de poesía que no escriben poesía”. “Si todavía existen”, aclara el autor.
Quizás haya en la obra de Vitagliano una búsqueda que, aunque diversa, esté en sintonía con lo que sugieren, cada uno a su modo, Larkin y Casas. ¿En qué momento el jazz dejó de ser una música para bailar y se convirtió en un refinamiento intelectual? ¿Cuándo la poesía se convirtió en un producto casi exclusivo para poetas? ¿En qué momento las novelas perdieron todo el interés en cautivar y emocionar a los lectores para dedicarse a desplegar cuestionamientos sobre la imposibilidad de narrar y la inefabilidad de lo real? Tal vez en el aire decimonónico que encontramos en las novelas de Vitagliano haya una búsqueda –¿nostálgica? ¿trágica? ¿sensata? ¿afortunada?– de cierto tipo de lector. Un lector que no sea un especialista en literatura, que busque vibrar, bailar, al ritmo de la ilusión novelesca. Que se deje interesar lentamente por la trama y por el dibujo de los personajes, que sea capaz de perderse en una historia. <
- El propio autor ha señalado su inscripción en una vertiente particular de la tradición realista, que caracteriza como abierta y contradictoria: “Existen al menos dos tendencias en el realismo, quizás contradictorias entre sí, una es el “realismo-mundo”, la otra el “realismo-vida”. Como el primero es siempre un conjunto cerrado, debe conocer el final desde el principio, ligar cada acto a una consecuencia y no permitir que nada escape a lo pautado. El “realismo vida”, en cambio, es tan abierto como una vida puede animarse a ser. (…) Es perplejo y contradictorio sin ninguna consciencia de que lo es (…). Disfruto de ambos por igual en la literatura, pero en el momento de escribir (…) solo puedo inclinarme por el segundo” (“Bordes del agua”, en Cómo se empieza a escribir una narración, p. 39). ↩︎
- “A mí me interesa el arte que se construye en el límite con el no arte (…) La novela es para mí ese espacio fronterizo entre el arte y el no arte” (“Entrevista a Miguel Vitagliano”, La Vaina, 1999). ↩︎