La última mañana

Valeria Meiller sobre Edgardo Cozarinsky (texto leído el sábado 20 de junio de 2015 en la presentación de El Ansia 2)

Caminamos por las avenidas de los parques –todavía son los días de mayo en los que Buenos Aires parece primavera. Días extrañamente cálidos para esa época, pero que nos permiten caminar con una soltura que no tendríamos si nos castigara el frío, o si tuviéramos que movernos por el aire cenagoso del verano en Buenos Aires. Pienso que esa placidez es la que autoriza, aunque hace casi un año que no nos vemos, a que la conversación ocurra en la forma de una deriva lenta: sin el apuro de darnos las noticias, como si hubiera sido hace un par de días nomás desde el último encuentro. Es raro tener esa sensación con él, que siempre parece apurado, siempre un poco movido por la urgencia. Es difícil no pensar en él bajo el signo de ese momento que a él mismo le gusta referir como inaugural: en la cama de un hospital en París, pidiendo lápiz y papel para escribir a contrapelo de la enfermedad el primer relato de La novia de Odessa. Como un coleccionista delicado, él construye para sí mismo una figura, su vitrina, de donde retira ciertas piezas que heredó y ubica, con minucia y bajo una mejor luz, otras –las que de verdad importan, las que él eligió o las difíciles. ¿Es ese su gesto? ¿Poner una tacita japonesa con la grieta a la vista en el mejor lugar –su primer libro salvaje, descarnado y naif– creyendo que nueva forma de la belleza existirá en esa rajadura? En la fisura de su pieza, su premura me trae la voz de Dylan Thomas, cuando en “Do not go gentle into that good night” el poema se apura para rugirle a la muerte, en la urgencia permanente y siempre a contratiempo de la vida. Es difícil no pensarlo también en el apuro de los que están de paso, la urgencia de los viajeros incansables y cosmopolitas. Si cierro los ojos y los abro: aparece una línea de Carta a un padre. Un fragmento de la voz en off –su voz– que no puedo dejar de pensar atravesada por una segunda persona juvenil en la que dice: “Viajó mucho, vivió casi treinta años en París, pero nunca visitó Entre Ríos”. Es recién tarde que va a llegar al campo, lo suyo son las ciudades y sus recovecos, el tejido silencioso de los suburbios, los del pasado pero también los del futuro. Porque si bien en su gusto un poco orillero a veces nos gusta leer cierta nostalgia, el coqueteo trash de sus rondas nocturnas y sus suburbios también se proyectan hacia adelante: su curiosidad por los jóvenes y la urgencia de su calendario –donde las fechas de sus viajes responden por él: el quiebre de los meses, desordenando del calendario las continuidades, en varias lenguas, en muchas ciudades, todo el tiempo como celebración pero también como fuga. O también, por qué no, puedo pensarlo en la urgencia de sus mañas: esa manera intempestiva de irse –que a algunos les gusta llamar “la bomba de humo” o “la fantasmal” aunque a mí me guste más, salvando las diferencias, “The lady vanishes” como la película de Hitchcock. Bajo cualquier nombre: el final de la cuerda a él le llega de repente, y su manera de partir es inesperada siempre, intempestiva, una mínima violencia que uno le disculpa porque su misterio habilita un goce conjetural. ¿Es acaso que se acordó de otra cita? ¿En otra vida? ¿Con otra identidad? ¿A la que está llegando ya muy tarde? En ese mundo secreto, él hará cosas de las que a veces, apenas, nos llegarán unas pinceladas, cuando de casualidad se mezclen como detalles necesarios de alguna de sus historias. “Estás muchísimo más delgado” es el único comentario que hago en nuestro primer encuentro que servirá para dar cuenta de que pasaron algunos meses. Entonces me cuenta que llevó a achicar todos sus pantalones aunque la modista le recomendó dejar un par como estaban porque, la cita y pone su cara de suspenso de buen contador de historias, “nunca se sabe”. Nos reímos, la anécdota es buena pero me parece que él sí sabe de dónde viene su nuevo humor, este sosiego. El que yo recordaba se parecía mucho al anecdotario de los artículos de este número de El Ansia: una versión, pongámoslo así, más inquieta, un poco ansiosa y definitivamente más atorrante. El Molino Dorado, el Salón Canning, La viruta –circuito obligado y sin embargo: durante esta visita, tomamos mucha agua y algún café por la mañana. Conversamos sobre los parentescos, de estos o aquellos, de las cosas que contaron nuestros padres, de los viajes de nuestros abuelos. También sobre la mortalidad y sobre el espíritu, sobre la religión como ritual o como curiosidad fetichista, acerca de la presencia, a veces concreta y otras fantasmal, de las personas. La última mañana que lo veo, él regresa de New York e intercambiamos historias –y algunos chismes, nuestro máximo, secreto placer. En el relato objetivo de nuestra conversación, está el intercambio de las mercancías: el tiene para mí un kit de vitaminas, algas y libros que le pedí. Yo para él un mat de yoga y una cuerda con velcro para llevarlo al hombro –ahora que toma esas largas caminatas por el río, ¿quién sabe? Ya es casi julio y hace frío, pero el sol pega fuerte y con cierta dureza. Me voy caminando del bar contenta, él se queda. Antes de doblar, lo miro a través del vidrio una última vez, la luz le da de lleno en la cara. Le queda linda la mañana, pienso, y que la oscuridad, ese gustito por lo dark, se vaya todo a la literatura.