La reserva

Edgardo Scott sobre Aníbal Jarkowski (nota publicada en El Ansia 5)

No recuerdo a propósito de qué, pero sí recuerdo que estábamos desayunando o tomando un café en Los 36 billares, y Eduardo Muslip me decía cuán presente siempre tenía a Aníbal Jarkowski. De algún modo lo comparaba con ciertos autores mucho más visibles y que de seguro se ocupan, con mayor o menor gracia, de permanecer así. No está mal. Ni bien. También es cierto que muchos autores aspiran a llegar a hacer de su arte un trabajo, a vivir no de la literatura o en la literatura sino de su literatura. Supongo que sería a propósito de eso que Eduardo decía que, por ejemplo, él a Aníbal siempre lo tenía presente, más allá de que pasaran, como habían pasado, tantos años entre las publicaciones de sus libros. Jarkowski y su obra estaban ahí. Cerca. Gravitaban, influían, inspiraban el pensamiento de otro escritor, de hecho, otro notable escritor. A mí también me sucede con algunos escritores. Argentinos y de todos lados. Vivos o muertos. Como a Muslip, a mí me sucede lo mismo con Jarkowski, lo debo haber dicho entonces y lo pienso ahora. Me ocurre con Jarkowski, y lo cierto es que también me ocurre, justamente, con Muslip. Los tengo cerca y siempre gravitan en lo que empiezo –se empieza– a modelar a la hora de escribir. Lo que se dice toda una presencia. Como el viento o los fantasmas. También el viento es invisible y puede arrasar un pueblo, levantar los mares o, si es reposado, acariciar un rostro que se abisma y se refleja en un espejo de papel.

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Por eso he resuelto escribir este texto sin abrir un solo libro de Jarkowski. Sin chequear, sin verificar, sin buscar. Apenas con el recuerdo y la gravitación de su obra en mi cabeza y mi lenguaje.

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Los agrupamientos literarios cada vez son más prosaicos –por no decir groseros– y burocráticos. Al punto de que se pueden agrupar escritores, por ejemplo, simplemente por el lugar donde nacieron. De manera que cuando alguna vez me preguntaron, o en alguna charla salía, quiénes eran del sur, o mejor, quiénes eran de Lanús, yo siempre decía, en primer lugar: Aníbal Jarkowski. Mucha gente se asombraba, o porque directamente no sabían de la existencia de Jarkowski o porque no sabían ni imaginaban que fuera de Lanús. Pero Jarkowski creció en Lanús. Más precisamente en Lanús Oeste (un dato decisivo para los que somos de Lanús, claro está; Lanús es muy grande, es, creo, uno de los primeros distritos electorales y no hace mucho era el tercer municipio más inseguro de la tierra). Estadísticas. El disco duro e inútil de la Historia que ahora robaron los mass-media. Porque finalmente, qué significaría que alguien sea de tal lado, que alguien sea de un lugar. Creo que no hay ninguna mención a Lanús en las novelas de Jarkowski. Muchos autores ponen en las solapas: nació en el Gran Buenos Aires. O: nació en el Conurbano. O, mucho peor: nació en los duros suburbios de Buenos Aires, o algún patetismo por el estilo. Ese tipo de fórmulas, siempre sugestivas y avergonzadas que omiten nombres y relatos precisos: Burzaco, Banfield, Lomas, Glew, Avellaneda, Temperley. Hay excepciones. Ricardo Piglia siempre puso Adrogué.

Recuerdo entonces que en la edición de Tantalia de Rojo amor, en la solapa se leía: «Lanús O». Rojo amor se publicó en el 93. Una edición de autor, o de autores. Un proyecto cooperativo y autogestivo que hicieron entre Rubén Mira, Miguel Vitagliano y Jarkowski, y donde después se sumó y publicó su primer libro Martín Kohan. Ya pasaron 25 años. Con Clubcinco reeditamos Rojo amor en 2015. Lanús Oeste decía en la solapa, entre los pocos datos de ese autor joven, de treinta y tres años, que publicaba su primera novela, en una época donde cada barrio, cada pueblo y cada comunidad se empezaba o terminaba de desmantelar.

Pensándolo bien, si algo debe querer decir ser de algún lado, debe querer decir tener recuerdos, tener pasado, una o cientos de historias ahí. Una parte de memoria, una parcela de ese continente gris, hecho de niebla y oro. Puntos cardinales, condiciones, accidentes que sucedieron una vez en cierto lugar. No se sabe muy bien de qué manera los lugares determinan, pero no hay duda de que son una condición decisiva para la generación de una lengua.

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Debo haber leído Rojo amor y Tres casi seguidos, en 2005/2006, y entonces tuve la suerte de que saliera El trabajo, en 2007. Pero El trabajo no lo leí hasta dos o tres años después. En esos años yo estaba bastante fascinado todavía con Saer, que recién había muerto y había llegado a ocupar el lugar discutido, discutible, pero tan eficaz para nuestro discurso literario, de gran escritor argentino. Saer era entonces el gran escritor argentino vivo cuando se murió. Y Jarkowski admiraba y admira mucho la obra de Saer. Hoy que ya no estoy tan fascinado por la obra de Saer (la aprecio, me interpela, me formó, pero no estoy fascinado), pienso que es en muchos autores de esa generación (Jarkowski, Becerra, Kohan, Ferreyra, un poco antes Chejfec) donde la obra de Saer encuentra su mejor herencia e interlocución. Después de que generaciones –sobre todo la mía, como dije al ponerme como ejemplo– estuvieron embrujadas, fascinadas, derretidas y que lo leyeron como a un clásico (es decir, y como lo definió Borges, “con previo fervor y misteriosa lealtad”), que lo leyeron como a un clásico cuando no lo era, después, decía, Saer fue una suma de tics: cierta zona y geografía (a menudo lo rural), un fraseo detenido, moroso (¡ay, cuánto se gastó esa palabra en contratapas de esa época!), la percepción como único, sino privilegiado, artefacto narrativo. Y cuando un escritor se cifra en un conjunto de tics que a menudo se justifican y confunden con el estilo, ese escritor sale perdiendo. Se lo saquea y se lo gasta. Como se saquea y se gasta una buena canción con la periódica exposición radial. Y, a su vez, los imitadores –pero entonces se habla de herederos o influidos, naturalmente– quedan pegados como moscas a un argot de época. Basta ver a los escritores de los sesenta y setenta con Borges y Cortázar. Eso también le pasó a una parte de mi generación con Saer –a otra parte le pasó y todavía le pasa, con Aira–. Por fortuna, Saer no es solo eso. Y, de hecho, la generación de Jarkowski es una buena muestra.

Sin saberlo, Jarkowski ha escrito calladamente, con y contra Saer. Así lo ha digerido. Creo que la generación de Jarkowski –y Jarkowski especialmente– tomó de Saer una manera de poner el acento en el texto, en la escritura (y no tanto en el relato o la trama, o en la escritura como acto), esto es la belleza, la sensualidad de una prosa. Y cierto rigor. He escuchado decir que Jarkowski es un estilista. A eso me refiero.

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El padre de Jarkowski trabajaba en una fábrica de Lanús. La Prati. Prati Vázquez Iglesias. Una fábrica inmensa que estaba a menos de diez cuadras de mi casa, y creo que a dos o tres de la casa de infancia de Jarkowski. Cuando busco información sobre la Prati en Internet, lo primero que aparece es el blog de la hija de un obrero, desaparecido en el 76, que había trabajado en esa fábrica. Internet, como el mar, es una poética salvaje.

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Mi recuerdo de la Prati es un recuerdo espectral y espectacular de infancia. Estoy en un 247 volviendo de Valentín Alsina a mi barrio, y el 247 toma por Rivadavia y pasa por la Prati. Tiene una parada ahí, de hecho, justo en la esquina donde la Prati comienza, un ángulo donde hay un portón de entrada. Lo que le fascina al niño que fui de pasar frente a esa fábrica inmensa y deshabitada es, sobre todo, el estacionamiento larguísimo para bicicletas. Al niño que fui le resulta incomprensible y precioso que durante doscientos o trescientos metros, haya una infinidad de bicicleteros vacíos debajo de un alero de chapa y detrás del oxidado alambrado perimetral. El niño que fui ansía el momento en que el 247 pasa por la Prati. La otra maravilla es el gigantesco tanque de agua, ese tanque que se erige como una torre hacia el centro de la fábrica. ¿Qué se fabricaba ahí dentro? ¿Qué es una fábrica? ¿Por qué algo tan bello puede surgir de la inmensidad y el abandono?

Respuestas: la Prati era una fábrica de llantas para camiones. La Prati, como el obrero, acaso militante, desaparecido, también es una cifra de la literatura para mí.

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La cuestión es que en una entrevista a propósito de Rojo amor en el Instituto de Literatura Argentina (el que en su momento dirigió David Viñas), ahí con Guillermo Korn y Sebastián Hernaiz hace un par de años, Jarkowski recordaba todo esto.

Recordaba cómo su padre le traía libros de la biblioteca de la fábrica. Y que, de algún modo, esa biblioteca de la fábrica –como en su casa no había libros– había sido su primera biblioteca. Una biblioteca social, comunitaria. En la Argentina del peronismo proscripto, un obrero hijo de descendientes rusos, en un arrabal de Buenos Aires, en esa zona que el tango unos años antes había bautizado, elípticamente, como inundada: Pompeya y más allá la inundación. En esos años, un niño rubio, hijo de un obrero de una fábrica de llantas para camiones, lee toda clase de libros. El criterio y el gusto viene del random de la bibliotecaria que no considera que algunos títulos (Por quién doblan las campanas, por ejemplo) no los pueda leer un niño. Jarkowski niño lee todo lo que pueda darle una fábrica (esa lejana y frágil metonimia del progreso). Hay algo conmovedor, hay algo de novela rusa, claro, en ese obrero, en ese hombre que sale de la fábrica, va en bicicleta o caminando hasta su casa, y en una bolsa de nylon o en un bolso de cuero, donde también lleva tal vez una muda de ropa y un termo de café, lleva algún libro de la colección Robin Hood, o quién sabe, algo que su hijo liquidará en pocos días.

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En una pizzería o café en Scalabrini Ortiz y Corrientes, Jarkowski me dice que tal vez la diferencia entre los libros de Piglia y los de Aira sea que uno no suele releer un libro de Aira, y, en cambio, los libros de Piglia sí admitirían esa relectura. Me gusta esa distinción, me la quedo. Jarkowski viene de trabajar. Jarkowski, me da la impresión, trabaja y ha trabajado mucho. Sabe qué es el trabajo. En todo sentido. Lo sabe tanto que puede permitirse diseñar un personaje inolvidable como un noble, un heredero de los Romanov que no ha trabajado nunca. «Dispénseme por los desarreglos, no sé valerme sin Serguei» empieza Rojo amor. Cito de memoria, lo juro. Aunque no hace falta el énfasis, es uno de los últimos grandes comienzos de la literatura argentina. Dispénseme por los desarreglos. Un aristócrata es ante todo alguien que no trabaja y que hace con ese capital otra cosa.

Alguien que no sabe qué es el trabajo es alguien que posee otra cosmogonía, otro cuerpo. Jarkowski lo sabe, lo supo o lo intuye, justamente por haber visto la escena desde la otra vereda. Los que pueden no trabajar, los que pueden vivir sin trabajar pertenecen a otra especie. Descienden de Dios, claro, como los reyes. Dios es apenas otro nombre del padre. Viven del padre, algún padre, algún tutor o encargado, como decían los boletines de la primaria. Algún día alguien escribirá mejor esa relación entre el trabajo y el arte, entre el trabajo artístico y el trabajo a secas. Entonces Jarkowski estará cerca de Arlt, a la cabeza de aquella bibliografía.

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Leo una intervención de Jarkowski en un festival de literatura y ahí dice que la Prati fabricaba acoplados y bujías. No llantas. Quién sabe. Por otro lado, dice que donde estaba la Prati después de su quiebra y cierre a comienzos de los 90, pusieron un Carrefour. Jarkowski se equivoca apenas, él ya no vivía en la zona. Lo que pusieron fue un Coto. Durante los 90, Coto pasó de ser una módica cadena de carnicerías a ser el gran representante nacional de los hipermercados. El Coto que se emplazó donde estaba la Prati se lo llamaba, en la zona, el Coto del fondo. Es que ya sea mirando desde Capital o mirando desde el centro de Lanús, la zona de la estación, la zona de Jarkowski y la mía, es bien austral.

Jarkowski me decía que en el Parque Udabe, un parque cerca de su casa, el único con una pista de atletismo, él había visto, mirando partidos de fútbol cuando era chico, gente armada. No me extraña. El suburbio siempre siguió teniendo esa relación directa con las armas. El tema es que la fábrica donde había una biblioteca para los obreros y los hijos de los obreros había sido reemplazada por un Coto. El Coto, eso sí, trajo los cines al barrio. Pero ya cuando el cine –al menos el cine comercial– también empezaba a dejar de ser cine, o eso que habíamos conocido como cine. Para construir el Coto demolieron y barrieron casi todo. Solo quedaron de pie los eucaliptos (escrúpulos de la ecología) y el mítico y, sobre todo, útil tanque de agua.

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En la presentación de la reedición de Rojo amor, justamente en la que era la sede de la Fundación Tomás Eloy Martínez, arriba de la biblioteca Miguel Cané de Boedo, donde Borges trabajó como bibliotecario, Jarkowski parecía muy conmovido. Recordó aquello del posfacio donde se presenta como otro. Donde habla del Jarkowski que escribió y publicó Rojo amor como si no fuera él. Por algún motivo yo imaginé que a la vez estaría muy feliz por ese reconocimiento a su literatura y por estar acompañado por tantos amigos, pero también, que habría algún duelo por ese futuro promisorio que todo primer libro otorga a un escritor joven y talentoso que, con los años, la vida, incluso la vida literaria, la literatura como campo, aplasta de manera irremediable. Es que la gloria literaria, la verdadera, siempre será póstuma. Jarkowski lo sabe. Pero las ilusiones perdidas son inevitables, y eso Jarkowski también lo sabe. Su literatura también está hecha de eso.

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Cuando leí Tres –una de las pocas novelas argentinas verdaderamente eróticas–, además de la trama y de la perfección de la prosa, recuerdo haberme quedado fascinado con el hecho, la ocurrencia, de que Jarkowski llamara al órgano genital masculino, pájaro. En El trabajo también volvía a llamarlo de ese modo. No recuerdo en Rojo amor –ya dije que no voy a fijarme–, pero la lógica diría que también. El erotismo es raro de encontrar en nuestra literatura. Habitamos una época a la vez obscena y pudorosa. Muchos escritores disimulan o niegan el sexo, y si no, lo ostentan y desfiguran.

Jarkowski con solo un detalle, define todo el lenguaje de su erotismo –porque finalmente eso debería ser el erotismo: un lenguaje–. No pude hacer otra cosa que robarle, que identificarme con esa decisión. Y en El exceso, ya algún personaje, al referirse al mismo órgano, le decía la extensión. Uno de esos homenajes íntimos, casi secretos. Tal vez el tema sea cómo nombrar de otro modo, no todas las palabras, sino las palabras cruciales. Siempre me impresionó que el efecto más ominoso, esto es la deshumanización de la figura y sobre todo del rostro humano, se logre a menudo fácilmente con la suspensión de uno o dos de sus rasgos. Una cara sin boca, o con un ojo, o sin nariz. Eso alcanza para que la imagen sea insoportable, de pesadilla.

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Gorki dice de Tolstoi que su autoridad «es sólida, su autoridad es inmensa y, mientras viva, se mantendrán alejados el mal gusto literario, todo lo que es vulgar y lacrimógeno, los amores propios agriados, todo quedará en la sombra. Solo su ascendiente puede elevar a un cierto nivel las diferentes creencias y corrientes literarias. Sin él no quedaría más que un rebaño sin pastor». Estas palabras de Gorki sobre Tolstoi también me hicieron pensar en cierta función de Aníbal y de autores como Aníbal. Son como una especie de reserva moral de la literatura. No solo de la nuestra.

También son, hoy por hoy, una especie perseguida y en extinción. La manera en que se los persigue es paradójica; es justamente desatendiéndolos, desconociéndolos, ninguneándolos, igualándolos. Y, por supuesto, no leyéndolos. Cuántas veces me ha pasado que alguien que había leído el último libro del año no sabía quién era Gustavo Ferreyra o Aníbal Jarkowski.

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Termino de escribir este texto en las típicas mesitas circulares y estrechas de una típica brasserie parisina, una tarde donde va llegando el otoño, un otoño soleado, pero otoño al fin. En Rojo amor el duque, el heredero de los Romanov, durante su largo exilio que lo llevará a Buenos Aires, pasa una temporada en París donde tiene un romance nada menos que con Coco Chanel. Me divierte entonces evocar ahora el paisaje de la Prati, el alambrado de tres cuadras con la infinidad de bicicleteros. Me trae el recuerdo también de mi tío Renato, que trabajaba en un lavadero de lana en Valentín Alsina. Mi tío salía en bicicleta a las seis de la mañana y volvía, día por medio, a las diez de la noche. Me acuerdo de su bicicleta, de su boina tipo jockey y del enorme termo de café que disponía en un bolso de cuero. También de que fumaba 43/70. Hay algo anacrónico, pero sobre todo noble –en los primeros dos sentidos de la palabra– en esa idea del hombre que encuentra en el trabajo, como quería Marx, su fin, siempre y cuando el trabajo no sea explotación ni enajenación sino el pasaje común de la trascendencia.

Esos hombres que también pensaban o soñaban que si el cielo no era para ellos, que al menos lo fuera para sus hijos. Ya sabemos que para Jarkowski, desde el inicio, mientras la tierra es de Arlt, el cielo o el paraíso es de Borges, y tiene la forma de una biblioteca.