Por Edgardo Cozarinsky | Cuento publicado en El Ansia 2

para Rafael Ferro,
por el fantasma de Lisboa
Hay noches de verano en que poco antes de amanecer una brisa fresca alivia el calor de Buenos Aires. Los árboles parecen despertar y el follaje se mece perezoso. Todavía no ha aclarado, pero ya se siente en el aire una levedad, una promesa, algo indefinido. Poco más tarde el cielo irá iluminándose sin prisa; una vez más, la mañana confirmará que aquella promesa había sido ilusoria, y poco a poco el calor se insinuará hasta imponerse. Pero antes de que el día se afirme, durante esa hora en que la noche parece frágil pero no claudica, el hombre que no ha querido volver a su casa porque sabe que el sueño no lo espera, que las siluetas fugaces que cruza en su errancia son menos temibles que los fantasmas instalados en su dormitorio, ese hombre busca un bar aún abierto.
No va al azar, sabe cuáles pueden ser, pero no siempre los que conoce y frecuenta han resistido hasta el momento en que los busca. El último cliente puede haberse despedido minutos antes y el bar no tiene por qué esperar un ave nocturna tan tardía. A veces el desvelado solo encuentra luces amortiguadas, sillas sobre las mesas, y entrevé una silueta que lava el piso de la cocina. Pero si encuentra uno abierto encontrará también un barman amigo y podrá hablar mientras bebe, o más bien escucharlo, porque el barman ya ha oído demasiadas confidencias, a veces meros soliloquios, y ahora tiene ganas de hablar él, de contar algo, de ser escuchado. El hombre que allí ha buscado refugio se siente contento de no tener que hablar; de él, solo se espera que intercale algún comentario breve sin interrumpir el relato, acaso un simple movimiento de cabeza, un tácito asentimiento, una mirada solidaria.
Y como es escritor se le ocurre que lo que escucha puede guardar el germen de un cuento, algo que valdría la pena desarrollar. A veces lo asalta el impulso de tomar notas en la delgada libreta que siempre lleva en el bolsillo, pero siente que ese gesto podría cortar sin remedio el lazo de confianza que hace posible la conversación. Una vez en su casa, a la luz temprana que se filtra por los intersticios de la persiana calada, tomará notas en un cuaderno, que por superstición prefiere a la pantalla luminosa adonde más tarde llevará, con muchos cambios, esa primera redacción. Intentará recobrar la entonación, el vocabulario, aun las pausas de lo que oyó pocas horas atrás.
Del cuaderno de notas del escritor:
—Mi tío Mauricio se especializó en el transporte de muertos de la provincia a la capital. Nunca entendí por qué hay que recurrir a una empresa de pompas fúnebres, tanto papeleo que llenar, impuestos que pagar, para traer a Buenos Aires, y enterrarlo aquí, a alguien que murió, digamos, a pocos kilómetros de la pomposamente llamada Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que hasta no hace mucho era la Capital Federal. Pero sabemos que toda excusa es buena para que el estado esquilme a los ciudadanos. Pero esto es otra historia.
Mi tío Mauricio, decía, tenía una agencia de remises en Quilmes. De paso: me pregunto cómo llegó esa palabra de origen francés, y que en su original significa sencillamente depósito, a designar en la Argentina a los automóviles alquilados con chofer para un trayecto determinado y por un precio fijo. Algo distinto de los taxis que cobran según un reloj más o menos fidedigno, ese taxímetro cuya abreviatura pasó a designar al vehículo. Pero no vamos a internarnos en este tema.
Mi tío Mauricio entendió que había un filón por explotar la noche en que lo llamaron de un locutorio, en cuyo cuarto trasero, lo que entonces aún no llamaban backroom, operaban varias travestis después de medianoche. Parece que un cliente sufrió un paro cardíaco mientras tenía en la boca los generosos dones que la naturaleza había otorgado a una de esas criaturas. Usted sabe, exhiben signos exteriores de femineidad para mejor satisfacer la femineidad escondida de tantos que cultivan signos exteriores de virilidad.
Apenas comprobado el deceso, las travestis huyeron espantadas como cuervos de campanario cuando suenan las doce. El encargado del locutorio llamó al dueño, que dormía en su irreprochable lecho conyugal, y fue este quien llamó a mi tío Mauricio. Cuando llegó, ya el encargado y el dueño habían revisado los bolsillos del difunto, y si se habían quedado con algún efectivo u otro valor nunca lo sabremos, aunque mi tío Mauricio observó que en la muñeca izquierda del cadáver faltaba el reloj pulsera cuya marca delatora estaba visible, blanca en la piel. Lo que le mostraron fue un documento de identidad donde aparecía un domicilio en la capital.
Al encargado le ordenaron que acompañe a mi tío Mauricio. El dueño ofreció la botella de whisky, nacional por supuesto, con que empapar al difunto: en caso de un control, estaban acompañando a su casa a un amigo pasado de copas. Así fue como partieron, mi tío Mauricio al volante, el encargado del locutorio en el asiento trasero con la cabeza del cuerpo inerte apoyada en su hombro y el olor penetrante del whisky impregnando todo el vehículo. Pasaron por Avellaneda, ingresaron en la capital sin que ningún control policial los detuviera. Una vez a salvo, no se preocuparon por buscar la calle y el número leído en el documento de identidad. Al pasar de la avenida Vélez Sarsfield a la silenciosa y desierta avenida Amancio Alcorta, sin detener la marcha del vehículo, el encargado abrió la puerta trasera y descargó a su involuntario acompañante en la vereda del hospital Muñiz.
Nunca sabré cuánto cobró mi tío Mauricio por ese transporte, mucho más, supongo, de lo que cobraba por uno de sus viajes habituales. Años más tarde, cuando contó la historia, nadie se escandalizó en la familia ni demostró curiosidad por conocer la suma pagada: nada significarían aquellos pesos después de años de convertibilidad y devaluaciones. Lo cierto es que aquella noche le vino la idea de ofrecer ese servicio a las familias que dudaban entre pagar las costosas tarifas de cualquier empresa de pompas fúnebres, por algo aún se llamaban cocherías, o enterrar al difunto en el cementerio más cercano al lugar de su muerte.
¿Cómo proponerlo discretamente? Creo que fue, también, el principio de su buena relación con los patrulleros de la bonaerense y las guardias de los hospitales, gente toda sin interés en favorecer a las cocherías y agradecida por cualquier suplemento a sus flacos ingresos. Y, a pesar de su cuidado en ventilar el coche después de cada transporte, un penetrante olor a alcohol barato se fue haciendo difícil de disipar y provocó más de una queja de los pasajeros vivos.
Una consecuencia imprevista de este renovado horizonte laboral fue la separación de su esposa, mi tía Paulina. Pero esta es otra historia.
Es difícil entender cómo funciona la intuición, sin duda alimentada por la experiencia, que permite al escritor reconocer en una historia escuchada la posibilidad de un cuento. Es probable que no haya certeza alguna, que al llegar a su casa tome notas sin saberles destino. Acaso escriba solo para creer que la noche no estuvo perdida, y confía al papel un residuo, que sabe pobre, de su vagabundeo y de tantos vasos de vodka.
En algún momento empezarán a pesarle los párpados, o sentirá que la luz del día creciente le hiere la mirada. Será el momento en que cede al sueño. Avanza, semidormido, hacia un lecho que ya no siente amenazante, porque del descenso a los infiernos de lo soñado emergerá a principios de la tarde sin recuerdo alguno de las peripecias que lo asediaron.
El día pasará insensiblemente. No necesita preocuparse por cuestiones prácticas: tiene dinero suficiente para ocho meses aún, y ha decidido no inquietarse por lo que ocurrirá después. Se había prometido un año que le divertía llamar “sabático” aunque ningún vínculo lo ataba a una institución. Un premio literario reciente, pensaba, le permitiría viajar y ese ocio que dicen creativo; en realidad, le trajo un tiempo libre, el que resucita preguntas archivadas y hace angustioso el paso de los días.
Se prepara unos mates y mientras los toma revisa sus notas; más tarde las reescribirá en la pantalla luminosa y agregará algún comentario. Una amiga lo llama para recordarle que está invitado a un estreno de teatro y él improvisa una excusa verosímil para su ausencia. El calor no amaina con la caída, aún tardía, del sol. Comerá algo en el bar de la esquina y retomará su deambular nocturno.
Del cuaderno de notas del escritor:
—Usted no se acuerda de mí. No esperaba que se acordase. ¿Por qué se acordaría? Yo lo reconocí por la foto en la solapa de uno de sus libros y me atreví a hablarle. Era una noche en Pastroudis, el restaurant tradicional que aún existe, o por lo menos existía hace quince años, en Alejandría. Estábamos sentados en mesas vecinas y a mí me hizo gracia que usted pidiera pescado a la Kavafis. Sí, le pusieron al plato el nombre del poeta, vaya uno a saber si era su plato preferido, salmón con almendras… Fue por culpa del poeta, entonces, que nos pusimos a hablar. Creo que usted pensó que yo estaba loca cuando le dije que iba a buscar un cine secreto, abandonado, que un francés había hecho construir en el desierto de Sinaí. Y sin embargo era cierto, todo era cierto, que el cine existía y que yo iba a buscarlo. Cuando había oído hablar del cine “secreto”, “perdido”, tomé nota de que el punto más cercano era Sharm-El-Sheik, y allí fui, la punta sur de Sinaí, donde la península termina en el Mar Rojo. Lo que no me esperaba era encontrarme con un Sheraton, ya que hubiese un aeropuerto cercano me dio mala espina, después me enteré de que allí habían hecho varias reuniones diplomáticas, de esas que dicen que buscan la paz en el Medio Oriente, a otro con esos cuentos, pero no me esperaba una playa con sombrillas y oír hablar alemán, francés, en fin todo ese turismo que siempre anda buscando un destino fuera de lo común, como si pudieran encontrarlo, gente berreta de la Unión Europea. En todo caso Sharm-El-Sheik estuvo ocupado por los israelíes varios años antes de que una de esas reuniones por lo menos obtuviera que le devolvieran la península a Egipto. Pero me estoy yendo del tema. Allí contraté a un guía y nos internamos en el desierto en una 4 x 4, no piense en caminos, pronto se acaban y pasamos a sendas marcadas por beduinos. A las pocas horas lo vi. Me habían hablado de la pantalla gigante, de las filas de sillas de madera pintada que habían comprado a algún viejo cine de El Cairo… El francés loco que lo hizo construir, se me ocurre que alucinado, nuevo rico, sin duda mucha droga, su idea era proyectar películas de ciencia ficción a la luz de las estrellas. ¿Se da cuenta? Son horas a través del desierto desde la población más cercana… Bueno, abrevio. De la pantalla no queda nada, de la cabina de proyección menos, pero el cine existió, la madera de las sillas, con motivos pintados como si fueran incrustaciones, está abandonada en la arena, se robaron todo lo que era metal, sin duda para revenderlo, y esos asientos y respaldos hermosos quedaron tirados allí. El guía me contó que nunca llegaron a proyectar una película. La noche de la inauguración, con el gobernador de la provincia y muchos invitados oficiales, alguien hizo saltar el generador eléctrico, intrigas políticas, odio a los extranjeros, vaya uno a saber. Pero hubo un cine, yo vi las ruinas. Yo las vi.
Él nunca estuvo en Alejandría.
Se pregunta si esa mujer estuvo realmente en el desierto de Sinaí, si vio las ruinas de ese proyecto demente o si solo las soñó como lo soñó a él en Alejandría. No le pareció más mitómana que cualquier mujer madura después de varias copas, después de medianoche, después de haber abordado, sin duda, a más de un desconocido. Se pregunta si esa era su historia, la única, la busca de un cine abandonado en medio del desierto, a gran distancia de cualquier camino y poblado, o si tenía otras, un repertorio del que iba eligiendo historias, variándolas, adaptándolas según la impresión que le producía cada nuevo interlocutor. En castellano cuento puede ser sinónimo de mentira, y la mujer que cuenta mentiras es una cuentera.
No todas las noches prodigan encuentros interesantes. Ha aprendido a huir al primer indicio de patetismo: el sobreviviente del mundo de tango, personaje que hubiese creído extinto, mirada nublada, mujer que se fue con otro; también el viudo inconsolable, y el abrumado por un diagnóstico temido, anunciado pocas horas atrás. A veces prefiere fingir que no oye, clava la mirada en el vaso donde un cubo de hielo se va deshaciendo, o en el espejo donde para su tranquilidad no puede verse porque una hilera de botellas cubren el reflejo.
Y siempre el refugio de la calle, desierta o cruzada por sombras que no le parecen más reales que él. Una de ellas, anoche, sin decirle una palabra, casi sin detenerse, le puso en la mano una hoja de papel. Iba a dejarla caer cuando se dio cuenta de que no era una publicidad, ni el anuncio de un sauna atendido por jovencitas dóciles ni el de algún servicio más especializado. La guardó en un bolsillo. Más tarde la leería. Sentía una vaga curiosidad, y ninguna urgencia, por enterarse de su contenido.
Hoja pegada al cuaderno de notas del escritor:
Usted es mi doble. No se asuste. Hace tiempo que lo cruzo por las mismas calles que yo recorro en mi insomnio. No nos conocemos y es mejor que sea así. Me pregunto, simplemente, si nos trabaja una misma angustia. Si usted no puede o no quiere enfrentar la noche en una habitación donde los objetos, un cuadro, un libro, le hablan del que usted fue, de algo que deseó y no obtuvo, de ese yo muerto pero que ronda tenaz como los de las personas ausentes que quisimos, o nos quisieron y no quisimos, o a las que hicimos mal. Es durante la noche que nos resulta imposible ignorar el paso del tiempo. Durante el día cualquier ocupación nos distrae. A la noche sabemos que amanecerá, no un día más, sino uno menos de nuestra vida. Escribo estas líneas porque sé que en algún momento de la noche, esta noche o cualquier otra, volveré a cruzarme con usted. Y aunque prefiero no hablarle, ni que nos veamos las caras, quisiera que sepa ¿qué? Acaso, solamente, que usted no es único.
Esta lectura le produce una sorda irritación. Se siente invadido, no porque aspirase a que su condición fuese excepcional, única, simplemente porque alguien ha pretendido ser su doble, su sombra, y se lo dice, a él, que solo buscaba llenar con historias ajenas su propio vacío.
Mientras la lee, ya entrada la mañana siguiente, ya desvanecido el fresco de la noche pasada, resiste a la tentación de romperla y la pega en su cuaderno. Como un desafío. Si la intención de quien la escribió, se dice, era anunciarle un memento mori, él va a recurrir al único exorcismo que conoce, al que le sirvió para conjurar tantas otras cosas: convertir ese mensaje en literatura.
Le viene a la mente una palabra japonesa: kintsugi, el arte de llenar las rajaduras de una porcelana con laca, con una resina donde se ha disuelto oro. En vez de disimular la falla, esa operación la resalta con un color vivo, con una sustancia preciosa. El objeto, lejos de ser desechado, se vuelve más valioso: luce las cicatrices del tiempo. <
Cuento inédito al momento de la aparición de la revista, posteriormente publicado en el volumen de relatos En el último trago nos vamos (2017).