Una medida del tiempo

Por Florencia Defelippe | Nota publicada en El Ansia 5

La literatura como transgresión

En un gesto inaugural, una jovencísima Liliana Heker envía una carta fechada en enero de 1960 y no menciona su edad. En esto no hay nada ingenuo ni arbitrario; sabe que una de las estrategias más efectivas para mantener la atención del lector es dosificar la información que se desea contar y elegir el momento para revelarla. ¿No es este, acaso, uno de los recursos más efectivos a la hora de narrar una historia? Dirá Heker en una entrevista, años después: “(…) yo tenía conciencia de que no podía comenzar la carta diciendo cuántos años tenía. Pero sabía que ese dato iba a llamar la atención. Así es que después de decir todo lo que quería, agregué al final unos datos personales donde hacía constar la edad. Y sé que eso tuvo una influencia, no fue nada inocente de mi parte». (Suplemento Las12, Página 12, 15/12/06)

Lo que sigue puede pensarse como la fundación de un mito, y como todo mito de origen, lo que conocemos de él nos llega a través de lo que se relata. Confiamos, entonces, en el poder de la anécdota: decidida a trabajar en una revista literaria, Heker se encarga de hacerle llegar esta determinación a los responsables de El grillo de papel. Así, decreta su destino con la misma implacabilidad con la que construye su literatura.

El primer número de El grillo de papel se publicó en octubre de 1959 y fue producto de una época, entendiendo época no solo como noción temporal sino también como un conjunto de condiciones que permiten la aparición de discursos, prácticas y producciones culturales imposibles en otro momento de la historia. Dice Claudia Gilman acerca de la década del 60: “La Revolución Cubana, la descolonización africana, la guerra de Vietnam, la rebelión antirracista en los Estados Unidos y los diversos brotes de rebeldía juvenil permiten aludir al haz de relaciones institucionales, políticas, sociales y económicas fuera de las cuales es difícil pensar cómo podría haber surgido la percepción de que el mundo estaba al borde de cambiar y de que los intelectuales tenían un papel en esa transformación, ya fuera como sus voceros o como parte inseparable de la propia energía revolucionaria”. (Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil)

Para quienes pensaban y escribían El grillo…, constituirse como intelectual también significaba ser partícipe directo y responsable del curso de los acontecimientos históricos que marcaron a toda la generación de los 60 y a las que le siguieron. La revista tuvo como eje principal el vínculo entre compromiso político y literatura, y la figura del escritor como responsable de la transformación de su propio tiempo. En la nota editorial del número aniversario, por ejemplo, puede leerse: “Hemos nacido en este siglo y bajo ciertas condiciones históricas, y hemos elegido permanecer, o, lo que es lo mismo, echarnos al hombro la existencia”, y más adelante: “El hombre como vocación, la búsqueda infatigable de la verdad y la demanda imperiosa de la belleza, deben ser el trípode unívoco del trabajo del artista en este tiempo que nos duele”. (El grillo de papel, nro. 6, noviembre de 1960)

Liliana Heker se incorpora a la revista en 1960 como secretaria de redacción. La portada del número aniversario adelanta reportajes al escritor y crítico uruguayo Ángel Rama, a Simone de Beauvoir y a César Tiempo, entre otros. También incluye poesía: Alonso, Brecht, Aragon y Éluard. En narrativa, hay cuentos de Liberman, Costantini, Tasca y Heker, la única mujer que participa activamente en el cuerpo de redacción. La disposición de los artículos, cuentos y poemas no aparece delimitada en el interior de la revista, sino que los textos críticos, los literarios y las entrevistas conviven muchas veces en la misma página: escribir ficción es, además, un acto político; como si el espacio del papel fuera, al mismo tiempo, un espacio de acción a lo largo y a lo ancho, donde literatura y realidad no aparecen como objetos escindidos sino en permanente estado de convivencia y mutua transformación. La escritura era, para los intelectuales de El grillo…, una militancia. Heker destaca la importancia de la calle como principal esfera de difusión. Recorrer quioscos, reunirse en bares, recaudar fondos: la calle permitía la inmediatez en la propagación. En la calle, en la preferencia de ciertos centros culturales por sobre otros, en el contacto directo con los lectores: la escritura como una acción concreta y directa sobre la historia.

Considerada una revista de izquierda, El grillo de papel se clausuró por orden del gobierno de Arturo Frondizi. Fue entonces cuando Heker y Castillo fundaron El escarabajo de oro. Luego de unos años, y en plena dictadura militar, continuaron con El Ornitorrinco, que publicó su último número en 1986.

A lo largo de sus distintos períodos, luego de diversas interrupciones debido a los gobiernos de facto y a las dificultades económicas, los tres proyectos mantuvieron un denominador común: cuestionar, redefinir y poner en evidencia el rol del intelectual, no solamente desde sus editoriales, sino también desde la acción. Escribir, sí; pero también poner el cuerpo, intervenir el espacio y transformar de modo tangible la realidad de su tiempo.

Es la pregunta por el rol del intelectual la que, entre otras coyunturas, dispara la conocida polémica con Julio Cortázar. En respuesta a un artículo de Cortázar titulado “América Latina: exilio y literatura”, publicado en la revista colombiana Eco en noviembre de 1978, Heker escribe: “(…) los escritores argentinos damos la impresión de no ser ya individuos diversos, discutibles en tanto escritores, conscientemente inmersos o no en nuestra realidad (…); hoy somos una especie de abstracción que cabría dentro de una de estas categorías neoplatónicas: radicados en el exterior (…), o radicados en Argentina (…). [P]ongo en duda la eficacia de erigir masivamente en víctimas a los artistas e intelectuales de cualquier país”. (“Exilio y literatura”, El Ornitorrinco, n°7, 1980)

La polémica –que Cortázar en ningún momento se propuso desatar–, más que el país de residencia, cuestiona el lugar de enunciación desde donde se establece el artículo: Cortázar vive y escribe en París no porque sea un exiliado sino, según Heker, por una decisión ajena a las circunstancias que azotan el país a fines de la década del 70: “El propio Cortázar tuvo la honestidad de declarar alguna vez que él se fue de la Argentina en 1951 porque los altoparlantes peronistas no lo dejaban escuchar tranquilo a Bartók”. (Heker, El Ornitorrinco, n° 10, 1980)

Es la autodenominación de Cortázar –considerarse a sí mismo un “exiliado cultural”– lo que llama la atención de –aunque bien podría decirse que irrita a– la escritora: esta condición no cuadra con Cortázar, quien, a pesar de estar en el extranjero, encuentra los medios para seguir siendo leído y publicado en la Argentina, a diferencia de los que se quedaron y siguieron escribiendo en el contexto más feroz. Durante fines de los años setenta y principios de los ochenta, sabemos, escribir significaba poner en riesgo la vida. En definitiva, la polémica Heker-Cortázar resulta fundamental para comprender el alcance de esta controversia y advertir el gesto de El Ornitorrinco durante la dictadura militar del 76, que es optar por la resistencia: “(…) me explica, desde París, lo que ocurría entonces en la Argentina. Lamento que usted haya pasado por alto, Cortázar, que a fines del 78 yo estaba en la Argentina. Me privo de conmoverlo contándole por qué mi situación era menos confortable de lo que podría haber sido la suya acá. No importa demasiado. Esa inconfortabilidad es la que la mayoría de nosotros eligió. Muchos estamos para la resistencia. Otros ya vendrán para los festejos”. (Heker, El Ornitorrinco, n° 10, 1980)

Más adelante, en la novela El fin de la historia, Heker dejaría entrever estos interrogantes en la voz de una de las protagonistas y evidenciaría, desde el personaje de Leonora Ordaz, militante de la Agrupación Montoneros, las tensiones y las tramas que se ponen en juego al momento de construir una narrativa atravesada por el período más oscuro de nuestra historia.

La literatura como memoria

Zona de clivaje y El fin de la historia son novelas que pueden pensarse como dos recorridos en direcciones opuestas: lo personal como configuración de lo político y lo político como configuración de lo personal. La primera comienza con una escena emparentada directamente con el acto de escribir. Irene, su protagonista, recibe como regalo para su trigésimo cumpleaños una Remington averiada. El regalo es de Alfredo Etchart –amante, compañero, amigo de su adolescencia y profesor universitario tempranamente consagrado—. Juntos llevan la máquina a reparar y el artefacto se convierte, entonces, en el comienzo de una escritura nueva; algo tuvo que romperse y luego arreglarse para iniciar otro relato, vale decir, otra historia.

La segunda novela también comienza con la escritura; la descripción de una mujer “de piel cetrina” nos llega desde las palabras de Diana Glass, quien se ha propuesto narrar la historia de su amiga de la infancia, Leonora, que es, al mismo tiempo, su propia historia y la historia de toda una generación. A lo largo del texto, Diana gira en torno al mismo interrogante: ¿Cómo reunir esa trama? ¿Cómo juntar, en la narración, los hechos, los fragmentos de cada historia?

En la primera parte de Zona de clivaje, a Irene se la ve radiante y altiva; sin embargo, se sabe que dentro de poco algo va a perderse, o a transformarse. Irene no espera la sorpresa: al cruzar la calle para encontrarse con Etchart, choca violentamente con una adolescente que la descoloca. Más adelante, y ya reunida con Alfredo, este le revela la identidad de la muchacha: “Era la silenciosa, la que los dos llamaban la mirona. Esa que, desde hace más de cuatro meses, acechaba discretamente al profesor Alfredo Etchart”.

A partir de un juego de espejos que va y viene en el tiempo, y que algunas veces nos muestra a una Irene Lauson despojándose de toda defensa frente a un Alfredo Etchart irónico y dañado; y otras, a Etchart ya pasados los 40 y con la atención puesta en otra adolescente –en la que Irene se ve reflejada–, los tres personajes van conformando una trama, configurando relaciones entre ellos y con el entorno, trazando cada movimiento como una partitura. No es casual que, entre las tres partes que componen la novela, se intercalen dos “codas”, término que se define como la repetición de un motivo en una pieza musical –generalmente, el más bello– cuando se está por llegar a su final.

El aprendizaje de Irene Lauson, protagonista y, por momentos, también narradora, no se inicia solamente con una historia de amor, sino también con la escritura, que, en cierto punto, también forma parte de su historia de amor. Los libros y la escritura constituyen una parte indispensable de la educación sentimental de Irene, y del inicio de su relación con Alfredo Etchart: “Por fortuna me salvan las historias. Llenan casi todo mi pensamiento, no tienen fisuras y son complicadísimas, bien definidas hasta en sus mínimos detalles, siempre tramándose con otras y otras y otras sin que pueda quedar un solo cabo suelto, imperativo de alto riesgo porque puede suceder que alguna pieza no encaje y haya que modificar argumentos, trocar personajes, desplazar tiempos”.

Sin embargo, no es la historia de un vínculo lo que se narra sino la de una separación: la de Irene con respecto al mundo que la rodeaba y no podrá recuperar nunca más, la “pieza” que, a pesar de repararse, nunca volverá a ser la misma: “Unos segundos después la voz de Paco Ibáñez, tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable, interminable, la hizo levitar en la transitoria ilusión de que todos los problemas se habían terminado (…). ¡Ay! Su memoria era sistemática e implacable. La obligó a retroceder –¡no quiero, no quiero!, ¡tengo ganas de ser feliz!–, la obligó a retroceder a esa intersección que, en la teoría de los cambios de estado, se denomina punto triple”.

Irene, que supo atravesar su zona de clivaje, el punto donde el cristal es más débil y por lo tanto, la única zona donde es posible quebrarlo, logra superar airosa –o casi– el rito iniciático. Su presencia, siempre liviana y ágil sobre las cosas, hipnotiza y al mismo tiempo tambalea, porque los aprendizajes no son gratuitos. Su gesto es valiente: Irene Lauson, heroína que defiende, por sobre todo, su propio camino, su propia versión del mundo y de las relaciones, comprenderá que, así como están de pautadas, las cosas que la rodean le quedan chicas y es precisamente ese afán de quererlo todo lo que la lleva a alejarse de su pasado: “¿Qué será de ti, lejos de casa? Nena, ¿qué va a ser de ti?”; dice al final la voz de Serrat a través de un cassette que Irene y un desconocido escuchan en un auto, mientras se dirigen a un hotel después de un día de playa. Alejarse de casa significa eso: dejar atrás la comodidad y lo seguro porque, en definitiva, ¿para qué escribir desde lo confortable? ¿Para qué existe la literatura, si no para acercarse al quiebre, a las fisuras que se abren a partir de lo que inquieta?

El fin de la historia también es una novela protagonizada por mujeres que escriben o, mejor dicho, que entraman sus historias: Leonora y Diana, amigas de la infancia, comparten desde el principio de los tiempos la escuela primaria, los viajes de estudio y las primeras incursiones en la realidad política del país. Más adelante se suma Celina Blech, que se une al dúo a partir de intereses comunes: las discusiones filosóficas, las canciones republicanas y la literatura.

Desde el principio, el espíritu de Leonora Ordaz anticipa su destino; combativa e influyente, su discurso arrastra, envuelve y acapara todo: “En cambio Leonora… Ese septiembre se nos reveló como una Pasionaria de guardapolvo blanco. Hablaba y la Argentina era una rosa ardiente que clamaba justicia. ¿Cómo no seguirla? Tras el imán de sus palabras las recitadoras de Astolfi, las santiguantes y las blasfemas, las vírgenes y las desfloradas aceptaban plegarse a la huelga. (…) Nadie permanecía indiferente cuando Leonora hablaba. En el aula que por años había cobijado pequeñas ilusiones privadas la conciencia política crecía como una flor nueva”.

Esta cualidad construye las elecciones de Leonora a lo largo de todo el relato, ya que, tal como afirma Diana: “Ella estaba hecha para beberse la vida hasta el fondo de la copa”. Luego, se pregunta: “¿Y eso acaso es una virtud?”, dejando entrever que esa condición también puede leerse bajo otra luz. Diana, por otra parte, es la que escribe la versión de la historia que busca trascender lo personal y abarcar, además, la historia de Leonora, su traición y las contradicciones que despierta esta traición.

Es, precisamente, en esas contradicciones donde radica la tensión de la obra. Diana encuentra imposible dilucidar las zonas ambiguas, le falta información y le falta una voz irrecuperable: la de Leonora, secuestrada por los militares en 1976 y de la que nada sabrá hasta 14 años después, cuando finalmente Diana y Leonora se encuentren y concluyan (¿será eso posible?) su propia historia. Recurre, entonces, a la memoria, organismo poco fiable, para obtener la materia que necesita y así utilizarla para su ficción.

La novela se construye desde la zona de lo indecible: lo que resulta imposible narrar surge de otra forma, en otras voces narrativas que se intercalan y contrastan, en medio de giros temporales, cortes abruptos y superposiciones.

Los recursos formales funcionan como un espejo: ¿de qué otro modo narrar el horror y la muerte?, dirá la Bechofen, suerte de guía y maestra de Diana, en cuya casa se realizan las reuniones del taller literario: “Mala cosa cuando uno no sabe por dónde empezar, y peor cuando uno quiere dejar afuera la locura. Hay mucha locura en esta época que nos ha tocado vivir, hija, así que luego de este tiempo de muerte, nos espera un tiempo de gran confusión”. Leonora Ordaz, a quien finalmente sus torturadores logran quebrar, termina contribuyendo –por amor, dice, y creemos que es realmente así– con la dictadura y traicionando a la agrupación. Lo terrible, quizá, es que nunca piensa que se traiciona a ella misma. Con la misma intensidad, con el mismo deseo de ser amada, pone al servicio de los militares su poder de convicción.

Es recién al final del último encuentro entre Diana y Leonora cuando Diana logra comenzar a escribir la novela, que es también el fin de la historia de toda una generación. Percibe, en ese encuentro, la respuesta a la pregunta del principio: beberse la vida hasta el fondo de la copa no siempre es una virtud.

La literatura como saturación

Leer los cuentos de Liliana Heker es sentir que algo se configura incómodo desde el primer momento, algo está fuera de lugar. Es curiosa esta afirmación cuando, desde “Los que vieron la zarza”, escrito a sus 23 años y ganador de una mención única en Casa de las Américas, hasta los últimos textos editados en sus Cuentos reunidos, los relatos parecen enmarcarse dentro de un realismo desgarrador, un hachazo en la vida de los personajes. La atmósfera doméstica se torna cada vez más perturbadora y es ahí donde radica la contundencia, el golpe seco que nos deja con la boca abierta frente a un final que abarca no más de media página. Sin embargo, las situaciones se construyen a cuentagotas, desde el principio, con detalles sutiles que van tejiendo lentamente una trama insoportable. Es así como, de pronto, las acciones que más tenemos incorporadas se vuelven una amenaza y aterrorizan, tal como ocurre en “El pequeño tesoro de cada cual” o “Maniobras contra el sueño”.

En “El pequeño tesoro de cada cual”, Amelia, una mujer mayor, abre la puerta para recibir a una censista. Al hacerla pasar, la joven se queda atrapada entre el olor a comida, las tazas sucias que descansan en la mesa después del desayuno familiar y las voces que llegan del patio vecino. Hay indicios de que se trata de una casa con niños: una patineta, ropa tirada, el desorden típico de la familia numerosa. La construcción crece a medida que avanza el relato; durante la charla van cobrando protagonismo las hijas, los sobrinos y el marido de la anciana; la descripción de sus trabajos, lo difícil que resulta mantener satisfecha a toda la familia, hasta que se devela la verdad terrible, como quien en el medio de, por ejemplo, un almuerzo, descubre que se ha cometido un crimen en el mismo lugar en el que se está comiendo. La anciana sirve guiso, la censista –luego de alguna que otra vuelta– se convence y se deleita con un segundo plato de comida casera, encuentra confort en la calidez de ese hogar. Pero de un plumazo, la estabilidad y la confianza se derrumban. El vecino pequeño de la anciana reclama su patineta desde la medianera y, a partir de su voz infantil, nos enteramos de la farsa: “Yo se la presté porque [la señorita Amelia] me dijo que era para su sobrino, pero ahora mi mamá me dice que esa no tiene ni sobrinos ni nada”.

En “Maniobras contra el sueño”, en cambio, todo surge en torno a un relato. Un taxista le pide a su pasajera que por favor lo mantenga despierto, le dé charla, le cuente algo, cualquier cosa. La mujer que viaja también tiene sueño, detesta tener que hacerlo pero una vez desvelada, comienza a contar episodios aislados, anécdotas y situaciones que convergen en una historia, paradójicamente, inenarrable por su horror: ha asesinado a su hija con sus propias manos.

No hay lugar posible para el sosiego; hasta lo más banal y cercano a un hogar, ese lugar generalmente asociado a lo reconfortante, representa una amenaza. La perspectiva infantil transformada a partir del mundo de los adultos contribuye a este efecto bestial, tal como sucede en “La fiesta ajena”. Rosaura y Luciana son amigas; hacen juntas los deberes y juegan mientras la mamá de Rosaura trabaja como empleada doméstica para la señora Inés, la mamá de Luciana. Se acerca la fecha del cumpleaños de Luciana y Rosaura es invitada. Pero su madre desconfía de esta invitación: no le gusta que vaya a una fiesta de ricos, haciendo una distinción que, hasta entonces, Rosaura ignoraba:

“–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo. –Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa. –Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta. Nada más”.

Rosaura finalmente va a la fiesta, participa como ayudante del mago, sirve torta, se siente protagonista, hasta que su felicidad se derrumba violentamente cuando, al final del festejo, recibe dinero en vez de bolsita: “–Esto te lo ganaste en buena ley– dijo, extendiendo la mano–. (…) La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio”.

Las relaciones familiares son también motivo de perturbación. En “La crueldad de la vida”, se sostienen dos hechos centrales a lo largo del relato: una madre esplendorosa y siempre juvenil que lentamente va perdiendo estos atributos y, al mismo tiempo, la visión de un león que irrumpe por momentos la imaginación de una de sus hijas desde que es pequeña.

El cuento empieza en la comisaría, dos hermanas preocupadas quieren hacer la denuncia por el extravío de su madre, una mujer octogenaria que ya empieza a mostrar los padecimientos de la edad. A partir de este hecho concreto, Mariana y Lucía deciden internar a su madre en un geriátrico y acuden hasta el último recurso para despertar en ella las cualidades que creen que tiene dormidas, esperando renacer. Esto finalmente sucede: la anciana, a pesar de su confusión, logra despertar su carácter y, entre risas, encaran las tres hacia la salida del geriátrico, ya que, como afirma la protagonista al final: “Entendí que es ésa, justamente, la crueldad de la vida: uno nunca se pierde a sí mismo. Aunque los dientes se ablanden en la boca y una bruma de olvido o de cansancio aplaque el entendimiento, una seguirá atada a la misma vanidad, y el mismo miedo, y el mismo incontenible deseo de reír que han alumbrado otras edades”.

De algún modo se trata de eso: en estos cuentos, los personajes se aferran con uñas y dientes a ese misterio que se escapa como un pez resbaladizo y que se vuelve cada vez más lejano (o al menos, da esa sensación). Sin embargo, sabemos que está ahí, que nunca se fue, que siempre estuvo en el mismo lugar y que en realidad, es el tiempo, con toda su carga, lo que ha transcurrido en el medio. <