Una breve historia

Aníbal Jarkowski sobre Miguel Vitagliano en la presentación de El Ansia 4 (7/12/2017)

Con el amable permiso de todos ustedes, voy a servirme de las muy amplias prerrogativas que se le conceden al narrador omnisciente para contar una breve historia.
Miguel –es decir, Miguel Vitagliano– comenzó el colegio secundario la luminosa mañana de un lunes del mes de marzo de 1974.
Por ese entonces vivía con su familia en una casa de Floresta, el barrio donde también había cursado la escuela primaria.
Al sobrevenir la secundaria, sus padres entendieron que lo más provechoso era que la transcurriera lejos del barrio y lo inscribieron en el Colegio Nacional Nº 3, Mariano Moreno. Inaugurado en 1911, en sus aulas habían estudiado muchos argentinos destacados, como por ejemplo Federico Leloir, los hermanos Arturo, Risieri y Silvio Frondizi, artistas populares como Hugo del Carril, Homero Manzi y Roberto Sánchez, quien sólo cursaría el primer año y después abandonaría los estudios regulares para alcanzar la fama con el seudónimo de Sandro.
Aunque el colegio estaba ubicado en Almagro, su esplendoroso edificio y el hecho mismo de que tuviese entrada por la avenida Rivadavia al 3577 y salida por Bartolomé Mitre, lo alejaba de las humildes cualidades de la vida barrial.

En los comienzos de todo año escolar los desajustes en la institución son frecuentes; es común que los días y horarios de las clases no estén plenamente definidos y haya cátedras y cursos todavía pendientes de la asignación de sus titulares, lo que vuelve muy probable la súbita aparición de horas libres, tiempos muertos para el estudio pero muy vívidos para la amistad, que tanto alegran a los alumnos como preocupan a sus padres, quienes empiezan a preguntarse si esas horas sin clases no son tempranos indicios de una mala elección de colegio o, más sencillamente, de la elección de un mal colegio para sus hijos.
A media mañana de ese lunes de marzo, los alumnos de la división a la que pertenecía Miguel, todos varones, como en el resto del colegio, tuvieron una hora libre. Uno de los muchos preceptores del turno mañana se acercó entonces al aula y preguntó quiénes de los presentes sabían el abecedario.
Es raro que alumnos de esa edad sean cínicos, y seguramente por eso no reconocen el cinismo en los demás, en particular si se trata de un adulto investido de alguna autoridad. Los de esa división de primer año, sin embargo, debieron presentir alguna trampa en la pregunta a la que todos, sin excepción, podían responder afirmativamente. Permanecieron silenciosos, desconcertados, y nadie más que Miguel y otro compañero, menos cautos o más confiados, levantaron un brazo –en el caso de Miguel el brazo derecho- sin imaginar que con ese gesto quedaría determinado para siempre el curso de la vida de ambos.
El celador los hizo salir del aula y los condujo a otra, vacía. Los mandó a sentar a unos pupitres de fierro, con el asiento y la tapa de fórmica; les tendió una hoja con los apellidos y los nombres de los alumnos de la división y les dijo que tenían que ordenarlos alfabéticamente y después copiarlos en el libro donde se registraría la asistencia diaria. Ahí los dejó y se fue a tomar un café con sus colegas.
Miguel y su compañero no se conocían y ni siquiera habían hablado antes.
Se ocuparon de la tarea y, por el curso posterior que siguieron los hechos, debieron cumplirlo a satisfacción, aunque por hacer el trabajo que el celador no había querido hacer, no sólo perdieron la alegre libertad de la hora sin clases sino también el recreo que la siguió.

No fue sino muchísimo tiempo después, cuarenta y tres años, que Miguel y su compañero de división advirtieron que en aquel remoto episodio de la adolescencia, que persistía en la memoria de ambos, se había desencadenado el porvenir de cada uno.
Antes que una dócil obediencia a la autoridad, comprendieron que, al levantar el brazo, habían aceptado ceder su tiempo libre para dedicarlo a una actividad menor, insignificante si se la reducía a la de ser meros copistas, pero algo mayor y muy significativa si se la entendía en los amplios términos de leer con atención y aplicarse después con esmero a ordenar palabras sobre un papel, actividad a la que, de ahí en más y para siempre, consagraron sus vidas.
Incluso al amparo de las prerrogativas extremas del narrador omnisciente, es difícil saber si estaba escrito, igual que un destino, que los alumnos que esa mañana de marzo levantaran el brazo se convertirían en escritores.
Más aun, ya que todos los alumnos estaban en condiciones de hacer lo mismo ¿puede interpretarse que los que no levantaron el brazo le hicieron saber al celador, sin saberlo, que no querían ser escritores?
¿Qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si en lugar de lo que efectivamente ocurrió, todos aquellos alumnos hubiesen levantado el brazo? En ese caso hipotético, ¿la asignación de la condición de escritores sólo a dos habría quedado librada al capricho, la intuición de un celador que lo que quería era encargar su trabajo a otros para irse a tomar un café?
¿O se habría dado la extraordinaria circunstancia de que todos los alumnos de esa división del Colegio Nacional Mariano Moreno se convirtieran en escritores argentinos?

Como ustedes saben, al fin las cosas fueron como fueron y Miguel consagró su vida a la literatura; actividad que, en palabras de uno de los tantos Borges que fue Borges, consiste fundamentalmente en seleccionar palabras y alinearlas sobre un papel según un orden preciso. Las páginas del nuevo número de El Ansia, cuya aparición nos reúne esta noche, dan testimonio de esa consagración entera.
No recurrí al verbo consagrar en un descuido, sino atendiendo particularmente a dos de sus usos.
Por un lado, para referirme a la ardiente dedicación de Miguel a sus diez novelas ya publicadas, a otra que se publicará el año próximo; a otras, muy tempranas, que ya no se publicarán nunca, y a las que irá escribiendo.
Por otro, preferí ese verbo en los términos de la consideración de la literatura como algo sagrado; algo que, en palabras aproximadas a las de otro Borges, distinto del que antes recordé, debe entenderse no como algo supersticioso, sino como una experiencia en la que es posible encontrar felicidad, encontrar sabiduría.

A medida que se acercaba esta noche fui retirando, una a una, las novelas de Miguel de los estantes de mi biblioteca, para releer páginas de cada una y reencontrarme también con el recuerdo de la primera vez que las leí. Como se me ocurrió invertir el orden cronológico en que se editaron, la última que retiré fue la primera que se publicó, en 1991.
No imaginaba que al abrirla encontraría la declaración de la naturaleza sagrada de la literatura.
La novela comienza con la reelaboración de una carta que Flaubert escribió a Maupassant la noche del 23 de julio de 1876, cuando el maestro tenía más de 50 años y el discípulo no había llegado a cumplir los 25.
Así dice Flaubert y así comienza Posdata para las flores:
“Me alegró su carta, muchacho. Pero lo exhorto a moderarse en el interés por la literatura ¡Hay que tener cuidado! Todo depende del fin a alcanzarse. Un hombre que ha resuelto hacerse artista ya no tiene derecho a vivir como los demás”.
Entiendo la advertencia de Flaubert a Maupassant; le dice que si acepta convertirse en un verdadero escritor ya no tendrá horas libres, como los demás compañeros de división, y consagrará su vida a ordenar palabras sobre un papel.