Madres, por Edgardo Cozarinsky

Lo primero que hace Edgardo Cozarinsky cuando visita Berlín y París es acercarse a Joseph Roth a través de las huellas que dejó el escritor austríaco en esas ciudades. Mientras observa todo lo que está a su alrededor, detecta coincidencias (¿reales?, ¿imaginadas?, ¿acaso importa?) con su propia vida.

«…los muertos sólo pueden vivir
con la intensidad y calidad de la vida
que les prestan los vivos…»
Joseph Conrad, Under Western Eyes, IV, 1

«Meine Mutter war eine Jüdin, von kräftiger, erdnäher, slawischer Struktur, sie sang oft ukrainische Lieder, denn sie war sehr unglüc klich, und die Armen sind es, die bei uns zu Hause singen, nicht die Glücklichen, wie in westlichen Ländern… Dieshalb sind die öst licher Lieder schöner und wer ein Herz hat und sie hört, ist nahe dem Weinen)».
En Berlín descubrí estas palabras, dibujadas con grandes caracteres negros que imitan la escritura del autor, una larga línea que recorre lo alto de dos paredes amarillentas de la Joseph Roth Diele. Traduzco: «Mi madre era una judía de constitución robusta, eslava, cercana a la tierra. A menudo cantaba canciones ucranianas porque era muy desdichada, como lo son los pobres, y entre nosotros son ellos quienes cantan en casa, no los felices, como en tierras del Oeste… Por eso las canciones del Este son más hermosas, y al oírlas quien tenga corazón estará a punto de llorar».
Esa mujer sólida, tenaz, que crió sola al hijo durante los años en que el padre, entre accesos de melancolía y violencia, estuvo internado antes de morir demente, esa madre no debió parecerse en nada a la mía, una «muñequita porteña» a quien emocionaba el tango en la voz de Mercedes Simone.
Hubo ocasiones, cada vez más frecuentes con el paso del tiempo, en que a mi madre se le ocurría regalarme un recuerdo. ¿Preveía acaso que su memoria empezaba a extinguirse y quería que yo conservase algunos momentos felices que le había tocado vivir? De las desdichas nunca hablaba aunque sé que las recordaba claramente, indelebles para ella como para mí permanecen algunas escenas penosas que presencié en mi infancia.
Evocaba en esos momentos a su madre, la abuela que nunca conocí, descansando en una mecedora al final de la tarde, una vez terminadas por el día las interminables tareas domésticas, en el patio de la casa de la calle Victoria y entonando una canción cuya letra en idisch mi madre nunca entendió. (Como muchos inmigrantes deseosos de integración, mis abuelos solo conversaban en voz baja en ruso o en idisch para no contaminar el castellano que sus hijos aprendían en la escuela.) Podía, sin embargo, repetir las primeras palabras, quién sabe con qué deformación, sin entender su sentido: Oifn pripetshik.
Esas palabras las iba yo a reconocer en la tapa de un CD, en la tienda de discos de Corrientes y Callao, junto al nombre de Benzion Witler, de quien averiguaría que fue un cantante y actor, polaco o lituano, cuya popularidad en los años 30 sobrevivió a la segunda guerra mundial hasta llegar a cantar (¿cuándo?, ¿dónde?) en Buenos Aires. No creo, sin embargo, que mi madre lo conociera. Su nombre y la fotografía en el estuche del CD no suscitaron en ella ninguna reacción; la canción, en cambio, despertó una sonrisa poco frecuente en sus meses finales. A menudo, cuando la visitaba, me señalaba sin una palabra el lector de CDs y yo entendía que ya no era a Mercedes Simone a quien quería escuchar sino aquella canción sin título que había cantado su madre: una melodía melancólica, unas palabras sin duda tristes como las que entonaba la madre de Roth.
A estas hipótesis me dejo llevar en la Joseph Roth Diele, donde tengo mi stammtisch cuando visito Berlín. Me cuesta traducir stammtisch: ¿mesa propia?, ¿mesa habitual?, ¿paradero frecuente?, ¿rincón preferido? Tampoco acierto con una equivalencia para diele, acaso no la haya: ni cervecería ni restaurant, un poco ambos, acaso taberna si en castellano la palabra no estuviese contaminada por un dejo peyorativo. En todo caso es en ese pequeño templo profano a la memoria del autor de La leyenda del santo bebedor donde recalo a menudo, en una cuadra desangelada de la Potsdamerstrasse, al lado de redacción del Tagesspiegel, cuyos periodistas lo invaden a la hora de almorzar, y frente al Wintergarten, un nostálgico teatro de varietés.
Roth no está solo en el nombre. Su autógrafo ha sido reproducido, gigantesco, hasta cubrir el cielo raso de un lado a otro. Las paredes están cubiertas por un centenar de pequeñas fotografías enmarcadas, muchas más que las dos docenas, si las hay, que han conservado la imagen del escritor; ilustran los lugares donde vivió, o por donde no hizo más que pasar en esa «huida sin fin» que dio título a una de sus novelas. Hay una estantería con sus obras completas, con biografías y estudios, al alcance del bebedor sin prisa. Sobre la pared del fondo dominan ampliaciones de dos fotografías: la del estudiante del liceo de Brody, en la difunta Galizia del Imperio Austro-Húngaro; la del alcohólico precozmente envejecido cuya propia stammtisch estaba en el café de la rue de Tournon, en cuyo piso superior se hospedó cuando cerró el hotel de la vereda de enfrente.
La vecindad de esas dos fotografías no me hace pensar en el inevitable outrage du temps. Acaso, me digo, este sea el precio necesario de tantos volúmenes que atesoro; pero no me demoro en este reflejo sentimental, romántico, aunque nunca puedo evitarlo. Las palabras sobre la madre (¿quién las eligió?, ¿por qué?) siempre me conmueven al releerlas. Las busqué sin encontrarlas en las novelas, en las crónicas de Roth. Una amiga austríaca, devota como yo del autor, me guió a su correspondencia. Allí estaban, en un boceto autobiográfico, quién sabe cuán verídico por parte de ese mitómano inveterado, en una carta del 10 de junio de 1930 al editor Gustav Kiepenheuer.
Meses después de la muerte de Sara continué mi investigación ociosa, las únicas que me atraen, para enterarme de que la canción Oifn pripetshik había sido tan popular que se la considero largo tiempo folklore anónimo a pesar de haber tenido un autor conocido: Mark Warshavsky (Zhitomir, c. 1845-Kiev, 1907). Zhitomir… No lejos de Brody, donde nació Roth, ambas en esa Galizia del Imperio Austro-Húngaro que iba a ser parte de la Unión Soviética y hoy lo es de Ucrania… Me hice traducir la letra de la canción: habla de un rabino que enseña el alfabeto a los niños, en un cuarto donde arde un fuego estufa mencionada en el título…
Poder emotivo de la música y el canto: a esa atea convencida que era mi madre, desdeñosa de toda tradición, fueron palabras de un idioma que ella no entendía las que la acompañaron en el ocaso, palabras y música que hablaban de la transmisión de una cultura a la que nunca le interesó acercarse. Eran para ella apenas un eco llegado de un pasado casi olvidado, acaso desconocido. Le devolvían, se me ocurre, la presencia de la madre que había perdido en la adolescencia.
En París, sentado ante una mesa del Café de Tournon, leo una cita de Roth impresa en el menú y grabada en una placa fijada a la pared: «Una hora es un lago, un día un mar, la noche una eternidad, despertar el horror del infierno, levantarse un combate por la claridad». Para Roth, la madre perdida reapareció al final de su vida en la persona de Germaine Alazard, que regenteaba este café y el hotel que ya no existe en los pisos superiores. Las mujeres con quienes convivió más allá de un roce efímero no habían correspondido a una imagen materna: ni la desdichada Friedl, que iba a ser internada en un asilo psiquiátrico y más tarde liquidada según las leyes de eugenesia del Tercer Reich, ni Manga Bell, mestiza, poética, promiscua. Madame Alazard no era judía, no era robusta, no era eslava: poseía, sin embargo, esa condición de proximidad a la tierra (erdnäher), lo que en Francia se hubiese definido como une nature paysanne, capaz de aliviar el descenso final del escritor.
Roth ya bebía y escribía en el café de Madame Alazard cuando su domicilio estaba enfrente, en el hotel Foyot. Cuando este cerró, cuentan que solo abandonó su cuarto al oír los primeros piquetes de demolición, y lo hizo para cruzarse al hotel de la Poste, que ocupaba los pisos superiores del café de enfrente. Madame Alazard protegía el trabajo del escritor de los accidentes y arrebatos que el alcohol propicia: guardaba al lado de la caja, bajo el bar, el manuscrito en que trabajaba Roth; se lo entregaba apenas lo veía instalarse ante una mesa, con el primer pernod del día. Cuando la última crisis hizo necesario llamar a una ambulancia y transportarlo al hospital Necker, fue ella quien avisó a los más cercanos: Soma Morgenstern, el escritor amigo, Blanche Gidon, la traductora, y Friderike Zweig, esa Friderike Maria Burger von Winternitz, la primera mujer de Stefan. Roth se desprendió de esos apoyos que procuraban subirlo al vehículo; erguido, llamó a Madame Alazard para que lo precediera: «Les dames d’abord«.
Hace muchos años que murió Germaine Alazard. Del escritor solo había conservado unas páginas del manuscrito de El anticristo y los mensajes en que se disculpaba por haberla increpado cuando al final del día ella negaba a servirle un pernod más, que nunca era el último. No hay fotografía de la antigua patronne en el Café de Tournon. En la Joseph Roth Diele creo poder identificarla en una borrosa silueta: observa, a cierta distancia. la mesa junto a la ventana, donde el escritor, como era habitual, discute con otros exilados austríacos.
Pero acaso importa que sea realmente ella… Madres reales, madres imaginadas, madres adoptadas, impostoras elegidas… cualquier foto donde reconozcamos un gesto, una actitud, una mirada que para nosotros signifique madre es la imagen de nuestra madre.

Texto publicado originalmente en 2011, en el n.° 120 de la revista Hispamérica, y luego en 2013 en el libro Sara (Ediciones Urania).