La coma del final

Por José María Brindisi | Editorial de El Ansia 6

Con algunos de mis amigos inauguramos, en la adolescencia, un pequeño ritual estúpido, una broma inocente que sin embargo yo, desde algún sitio más o menos escondido de mi consciencia, jamás he podido abandonar: solíamos decir que cuando uno pasaba delante de una casa funeraria automáticamente le tomaban las medidas, así que el antídoto era contorsionarse, deformar la silueta, lo que fuera con tal de que no pudiesen registrarnos y entonces propiciarla llegada de la muerte. En algún número de esta revista, mencioné a otro gran amigo –y gran escritor– que alguna vez dijo que ser padres era pasársela cruzando los dedos, y mi propia experiencia empezaba a demostrarme cuánta razón tenía. Pero de pronto irrumpe en nuestras vidas un episodio como el de la pandemia –y ya ese como resulta ridículo: ¿con qué podríamos equipararlo?–y todas esas ceremonias o supersticiones nos revelan de plano su ineficacia, su absurdo, al margen de que sigamos, incluso más irracionalmente, conjurándolas.
El de la pospandemia inmediata se asemejó, y todavía lo hace, a un paisaje después de la batalla; una batalla que jamás hubiésemos imaginado, o mejor dicho, que solo la imaginación–siempre excesiva, irresponsable–podía encauzar. Seguimos contando las bajas, y más que nunca nos enfrentamos a nuestra fragilidad, es decir a la inestabilidad de las cosas. Ojalá todo esto haya servido, al menos, de algo. Por lo pronto, como dirá Gabriela Cabezón Cámara algunas páginas más adelante, como si se tratase de la contracara de aquella célebre declaración de principios de Leonardo Favio (“no se puede ser feliz en soledad”), nos enfrentó a la evidencia de que no podemos salvarnos solos. Los escritores no deberíamos, por cierto, perder la perspectiva de nuestros privilegios; la enorme mayoría, más allá de determinadas precariedades propias del oficio y del medio en el que nos desenvolvemos, pudimos sortear con facilidad las dificultades que la época nos impuso. A mí me quedó la sensación, más poderosa aún, de que perder el tiempo carecía de sentido. Y que los que seguimos de este lado tenemos la obligación de aprovecharlo, y de hacerlo nuestro.
¿Qué certezas le caben a una revista, cuando el mundo entero parece a punto de desmoronarse? Desde luego que ninguna; pero eso mismo se convierte, una vez que sacamos la cabeza a flote y logramos respirar de nuevo, en un mar de perspectivas.

Así que después del miedo y de la paranoia, después de llorara los caídos, se trataba –como dijimos- de hacer lo nuestro. En ese momento advertí la desmesura de llegar a un sexto número de la revista y que recién entonces cayeran estos nombres; la sensación de que en lugar de estar empezando a cerrar algo –lo hemos subrayado repetidas veces aquí: no un canon, sino un panorama-, apenas estábamos dando los primeros pasos. Uno de esos nombres, el de Leopoldo Brizuela, con quien apenas habíamos comenzado a trabajar poco antes de su muerte, nos obligó en el camino a desestructurarnos, a no ser víctimas de nuestras propias premisas; la tristeza le dio paso, otra vez, a una posibilidad. Los otros dos nos invitaron a otros de safíos; no solo su literatura sino sus modos de pensar y de sentir, de procesar la realidad, de encuadrarse en un campo –el de la literatura argentina contemporánea–que también ofrece pistas falsas, polémicas inútiles, fuegos de artificio.
No sé qué otro adjetivo –por más obvio que se muestre–representaría mejor la tarea que cada vez nos toca enfrentar a los que hacemos El Ansia: solo sé de lo apasionante, efectivamente, de perderse en el otro, de sumergirse en otros que no solo nos permiten atravesarlos sino que–como también leeremos algunas páginas más adelante–a su vez nos atraviesan, nos revelan a nosotros mismos. Dejarnos llevar en el otro para encontrar piezas de nosotros mismos que desconocíamos, y que acaso puedan prescindir de la ambición de ensamblarse. Ahora cargamos con ellos. Ahora hay en ellos –en ellas–, en cierto modo, una parte de nosotros.

Y a propósito de perderse: de eso se trató, de una deriva ya la vez una exhaustiva labor de ingeniería, el rastreo, la interpretación, la fantástica reformulación que hicieron Guido Herzovich y Fernando Form, los editores del team Brizuela, a partir del rompecabezas de su vida y de las indispensables preguntas que dejó flotando su obra. Esa deriva generó brotes inesperados, algunos luminosos, otros sin duda más sombríos; mi memoria emotiva retiene con absoluta nitidez el momento en que me hicieron escuchar los audios –lúcidos, conmovedores–que Leopoldo les grabara aquel último fin de semana, ya internado, y que no he querido volver a reproducir.
La colaboración con Cabezón Cámara, a partir de su generosidad, de su humildad y de su entrega, nos facilitó volver a las fuentes de la revista, a los carriles más conocidos. Con todo, los ecos de su literatura y su poderosa aura abrieron otros frentes, desacomodándonos, reubicando determinadas ideas en un espacio autónomo. Lo de Cristoff fue otra cosa: una suerte de juego del gato y el ratón, o en otras palabras: un descubrimiento, y asimismo un encubrimiento.
De muy distintas maneras, nuestros –nuestros– tres autores de este número parecen trabajar con instancias o claves opuestas; algo así como una bipolaridad, desde la que se filtran numerosas capas de sentido. La punta del ovillo podría rastrearse, en el caso de Cabezón Cámara, en su ya reconocida mixtura entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano; en Cristoff, a partir de sus formas híbridas, de la invención disfrazada de realidad, del anhelo de sus personajes por estar y no estar al mismo tiempo; en Brizuela, desde el entrecruzamiento entre la elegancia –la contención, la elipsis– y el desborde, por un lado, y por otro entre la fluidez y la multiplicidad.
Hay en el retrato de Guido Herzovich un pasaje para mí particularmente bello –me disculpo por anticiparlo, pero no por el elogio, del que la tercera persona me redime–, en el que habla de un cuaderno de apuntes de Brizuela cuya última frase quedó interrumpida. Esa última frase termina con una coma; es decir, no termina. No puedo dejar de pensar, entre otras resonancias que incluyen al propio Brizuela, en todo aquello que sí terminó, lo que peligró, lo que pudo haberse ido y aun así logró resistir. También, desde un lugar más modesto, en el destino de esta revista: pudo haber sido un punto, y no obstante es una coma.
Y ya que hablamos de finales, quiero hacer mención –porque al fin y al cabo es lo mismo– a un comienzo. Mariana Lerner, una de nuestras editoras, estuvo desde el principio, y fue hace más de una década la segunda o tercera persona a la que le conté una idea. Mariana deja la revista para continuar con otros proyectos, y no sabría cómo agradecerle todo lo que hemos compartido desde aquel entusiasmo, desde aquella fe inicial. Me gustaría apenas ilustrar todo lo que la revista pierde sin ella –y que ahora tendremos el desafío de recuperar– con unas líneas de la crónica que escribió sobre María Sonia Cristoff. Allí dice de ella: “Una forastera que no para de volver al mundo para interrogarlo a través de sus documentos… Una extranjera que sale del sistema diciendo siempre sí”. ¿Cómo no extrañar a alguien capaz de observar y decir de ese modo?
Es claro que en nuestro comienzo, querida Mariana, estuvo siempre contenido este final. Y sin embargo,