Por Fernando Form | Nota publicada en El Ansia 5

Sin maquillaje
La última vez que nos encontramos, Mariana nos cuenta que a los diecinueve años quiso prender fuego una casa. Estaba en Villa Gesell vacacionando con amigos, en su época de mayor consumo de cocaína, y tuvo un brote.
La imagen es propia de su tiempo: verano del 92, un grupo de posadolescentes vacacionando en la ciudad balnearia que en algún momento había sido la hippie, la bohemia, presos de un vaciamiento ideológico que arrasaría con una generación, pero sin armas, sin convicciones, es más: sin siquiera estar luchando.
Un grupo de casi veinteañeros en ojotas, tomando licor de mandarina y fumando porro prensado, haciendo girar un plato mientras, en un rincón del living, acompañada solamente por los alaridos de Jagger, una adolescente ya no tan adolescente quería hacer arder.
La anécdota desentona con el ambiente. Es domingo, son las cuatro y media de la tarde y estamos en Le Blé. Cuisine de Tradition, un bar de comida casera con ínfulas francófilas –por la carta y sobre todo por los precios–. Se huele el perfume de los otros comensales, se escuchan los pasitos de los niños correteando entre las mesas y el runrún de los adultos en su charla dominical.
–¿Y con qué la querías prender fuego? –pregunta Lerner, mi compañera de team.
–Con el parqué. Bien peroncho.
–¿Y por qué?
–La doroga (sic) –dice Enriquez, con voz de señora de barrio saliendo por TV–. ¿Viste los que dicen «la droga, es a lo que te lleva la droga»? No sé por qué.
La anécdota es 100% Enriquez: adolescentes, excesos, fuego y lo inexplicable.
–¿Y pudiste?
–No. Vino Toro, un novio de la adolescencia que ya no estaba conmigo, y trató de hacerme razonar.
Pero, además de misterio, fuego y rock’n’roll, la anécdota tiene elementos que delinean la obra y también a la persona: la lectura política del asunto, un sentido del humor casi sin sonrisa y el intento, al menos, de una transformación.
–Ahí decidí irme y una de las chicas también. Me volví con ella en el auto, pero yo no quería ir en el asiento. Estaba paranoica, no quería ver la ruta. Entonces me fui en la baulera del auto. Iba entre las valijas. Así llegué a mi casa. En ese momento mi mamá tenía una bicicleta fija, así que cuando llegué me subí a la bicicleta (una loca) y le dije a mi mamá que quería ir al psiquiatra, que me parecía que estaba teniendo problemas. Mi mamá me dijo «bueno» y me mandó al psiquiatra. Fui al psiquiatra un tiempo, dejé de tomar; dejé de ir al psiquiatra, volví a tomar. Pero bueno, nada, ahí empecé a dejar. Ya era grande, tenía veintiún años.
A esa edad, «grande», veintiún años, Mariana publicó su primer libro: Bajar es lo peor. Las anécdotas que giran en torno a esa novela se encuentran en varias entrevistas, incluso en el prólogo de la reedición: que pasaba noches enteras tomando cocaína, que la presentaban como «la escritora más joven de Argentina», que Chiche Gelblung la entrevistó en la tele y que la corrección se la hizo Juan Forn. Dice que fue el único libro del cual recibió cartas de fans.
Pasaron casi veinticinco años y se licenció en periodismo y comunicación social, publicó dos novelas más, dos libros de cuentos, crónicas, ensayos y un retrato de Silvina Ocampo. Escribió para distintos medios, es subeditora del suplemento Radar del diario Página 12, es columnista en radio y da clases de periodismo en la Universidad Nacional de La Plata. No para.
De hecho, tenía todas las fichas a favor para cancelar este último encuentro: es el día de descanso por excelencia, hace frío y, parafraseando horriblemente al «perfil de los perfiles», Mariana está resfriada.
Pero cuando entró a Le Blé lo primero que hizo fue agarrar el Radar. Nos saluda con los ojos cerrados, acentuando el esfuerzo de salir de la cueva. La vemos por primera vez, después de un año y medio, sin maquillaje, a cara lavada. Llamativo, porque habíamos quedado en que después de comer íbamos al Cementerio Británico, o al Alemán, así Lerner le sacaba unas fotos. Por eso estamos en Chacarita.
Pero falta. Antes tomamos café, antes del café charlamos, antes de charlar comemos y antes de pedir, cuando llega y se sienta, hojea el Radar. Chequea cada artículo, aprueba, se detiene y hace una observación que escucha ella sola. Recién cuando lo cierra podemos empezar.
Creo en todo / Nunca vi nada
La primera vez, nos encontramos en la Universidad de Nueva York, en la sede de Anchorena y Charcas, un martes de abril de 2017, en una charla promocionada como Mi Terror Argentino.
No la conocemos. Solo sabemos por versiones que «es macanuda», aunque en las fotos de prensa, las fotos de solapa y las fotos «íntimas» en Instagram, rodeada de amigas del medio (Eugenia Zicavo, Margarita García Robayo, Samantha Schweblin) se ve a una mujer de negro muy seria, bastante parca y que parece fastidiosa. Para decirlo lisa y llanamente: una cara de culo que hace medir las palabras. Precaución.
El lugar es ideal. Si bien la zona está plagada de cafecitos, gimnasios para hacer pilates y restorancitos veganos, el edificio de la NYU está a tono con la invitada: un caserón de dos pisos, ladrillo a la vista, ventanas angulosas, rejas góticas, guardas y columnas con felinos barrocos, y dos plantitas moribundas en canteros magullados.
Adentro no es para menos: una araña colgando del techo con treinta bombitas con forma de luciérnagas, madera oscura, esculturas indígenas en vitrinas, más felinos simétricos entrelazados y, por supuesto, alumnos.
Alrededor de cuarenta jóvenes, casi todos norteamericanos, sentados en pupitres en el modesto hall de entrada. Adelante hay una mesa con tres personas: la directora de la Universidad, una alumna y Mariana Enriquez.
Después de más de dos horas hablando en inglés, haciendo un recorrido por los exponentes del terror en Argentina y en Estados Unidos, después de contar que combinó terror con historia argentina de modo programático, y de contestar una decena de preguntas, una alumna le pregunta si creía en algo.
–I believe in everything; I never saw anything.
Caminamos por Avenida Santa Fe. Como es martes y son las diez de la noche se pueden escuchar los pasos lentos de los tres. Mariana nos mide, levanta la cabeza cada tanto y vuelve la vista al suelo. La imito, miro al suelo mientras camino, y veo que sus zapatos negros están decorados con un murciélago blanco en cada empeine.
Nos sentamos en Regent, un café-bar típico de la zona: ventanas amplias, mesas grasosas, mozos antiguos y un plasma puesto en TN.
–Te vas de España y a los europeos hay que explicarles todo de Latinoamérica. Hace dos años hubo una inundación en Paraguay y una amiga inglesa con la que chateo me preguntó si yo estaba bien.
Este año de encuentros estará mechado por sus viajes. Antes de este primer acercamiento ya estuvo en Venecia, Bogotá, Nueva York y Londres. Barcelona como centro de operaciones. Después vendrán Madrid, Edimburgo, París, Asturias. En el medio, lo local: Tucumán, Ostende, Rafaela, Rosario y Santiago, que al lado de Gales es otro cuarto del depto.
Es que Las cosas que perdimos en el fuego, su último libro de cuentos, fue traducido a más de veinte idiomas. En paralelo, la notoriedad que cobró el feminismo y la industria editorial transformando la reivindicación social en un signo pesos: junto a Samanta Schweblin, Pola Oloixarac o Vera Giaconi, Mariana Enriquez entra en un combo de escritoras-mujeres-argentinas-oscuras que ningún vendedor se perdería.
Después de pedir dos Cocas y una Sprite, de contarle de la revista y de que el azúcar hiciera efecto, pasamos a la música. Terreno conocido.
–Viene Slow Dive. Tocan en un mes –le digo.
–Al australiano le encanta. El australiano es mi marido –nos explica–. A mí también me gusta, pero soy más pop: Pulp, Suede, Manic; a mí dejame con las mariconas con tacones.
–¿Viajó con vos el australiano?
–No, se quedó acá. Me lloré todo el viaje.
–¿Por él?
–No, porque en el avión vi el último documental de Nick Cave.
Habla de One More Time With Feeling, el documental que registra la grabación del disco de Cave Skeleton Tree. En el medio de las sesiones de grabación, uno de los hijos mellizos de Cave, de dieciséis años, cayó de un acantilado mientras escalaba con un amigo.
–Encima, abajo del acantilado no había mar. No es que se fuera a salvar, pero ni siquiera te da la esperanza de algo: cayó en el medio de la ruta.
Esta manera de contar, entusiasta, brutal y contagiosa se va repetir en cada encuentro, al punto de «me vuelvo loca», y va ser un buen termómetro del grado de embole que exista.
Una hora después, pagamos. Le decimos que vamos a volver a escribirle y nos dice que sí. Que va a estar viajando, pero que podemos arreglar un fin de semana, incluso ir a la casa.
Le recuerdo de Slow Dive, que tocan en Niceto y que Lerner le puede sacar unas fotos con la banda de fondo. Dice que seguro vaya con Paul, el australiano, su marido; hablemos.
Si estuvo una hora y media con nosotros después de dos horas y media de charla y, principalmente, después de volar doce horas, parece que no es tan fastidiosa. Quizás la agarramos con el caballo cansado. Como sea, nos pasa su número de WhatsApp.
–Escríbanme cuando quieran.
Somos fans
Un mes después nos volvemos a encontrar y no nos reconoce. No solo no nos reconoce, sino que la incomodamos, y no es el momento más indicado: es la presentación de Éste es el mar, su última novela.
Yo llego temprano. Es en Eterna Cadencia. Me pongo a hojear una edición preciosa de Un monstruo de Hawkline, de Brautigan (la edición de Blackie Books), con la tapa roja, el desierto rojo, el cielo negro, la mansión al fondo y el cowboy besando a la Niña Mágica, ella abrazándolo, él levantándole el vestido, y están por caerse en un pozo.
Escucho la voz de Mariana. Está de negro, con los labios pintados, de espaldas al mostrador, en un semicírculo con los que parecen colegas, amigos y lectores. Le preguntan por el viaje. Acaba de llegar de Barcelona.
Se escuchan comentarios sobre el calor de la rambla, se menciona Éste es el mar, se habla de la reedición de Chamamé de Leo Oyola (uno de los dos presentadores y otro de los escritores que fue parte de El Ansia) y se ven algunos cogoteando para calcular cuánta gente hay o cuándo arranca.
En eso entra Lerner en escena. La veo al lado de Mariana, rompiendo el círculo que protege a la dama de la noche. Me acerco. Besos por acá, caras de incertidumbre por allá. Nos miramos los tres en silencio hasta que Lerner dice:
–Somos tus groupies –y sonríe.
–Yo no tengo groupies –dice Enriquez y bajo ningún punto de vista sonríe.
Calor. De vuelta silencio en la ronda. Alguien le pregunta a Enriquez si está para arrancar. Salimos del círculo de personas que vuelve a cerrarse como una puerta o un reptil.
–No nos reconoció, ¿no?
–¿Ya estamos para arrancar? –vuelven a preguntar.
Pasamos a la sala. Dejamos los libros atrás; ahora hay menos luz.
Una mesa, dos micrófonos, tres botellas de agua. Mariana está en el medio, acompañada por Juan Boido y Leo Oyola.
Hoy tiene puesto un sweater negro y una camisa blanca, abrochada hasta el último botón. Está de gala y afuera hace frío. Adentro está agradable, aunque a Lerner y a mí todavía no se nos va el calor de la escena previa.
La sala está llena. Nos ubicamos en la escalera, adelante, a un costado, cerca de la mesa de la protagonista y los secundarios.
–¿Puedo dejar esto acá? –pregunto. Es el celular, boca abajo, con la grabadora lista.
–Sí, claro –dice Boido–. ¿De dónde son?
–De la revista El Ansia.
Enriquez levanta la vista y se detiene un segundo en nuestras caras. «Ahora sí.»
Leo Oyola dice que lo mejor que pasó en el año fue que viniera Europe, la banda de «The Final Countdown» (sí, cada uno se mata como quiere), y que ahora se suma la otra mejor-cosa-delaño: «El nuevo libro de Mariana».
La presentación ocurre como cualquier otra (¿por qué habría de ser de otro modo?). Eso sí: cuando Enriquez habla, le dedica unos minutos a la diferencia entre fan y groupie. La fan es parte de la mitología del rock: «Los Beatles dejaron de tocar por los gritos de las pendejas; Ian Astbury me cantaba a mí, en cambio la groupie no es parte de la experiencia musical; cumple un papel boludo, un agujero fácil de llenar».
De vuelta el calor. Muchísimo calor. Sería narcisista pensar que nos habla a nosotros. Por suerte está oscuro.
No vuelve a hablar de groupies. Sí de fans («En las catacumbas de internet está lleno de fans escribiendo finales alternativos de sus películas favoritas.»); de Keith Richards («Yo quería ser Keith Richards; lo imitaba sola en mi cuarto.»); de Lord Byron («No me importa Mazeppa sin Byron.»); de Rimbaud («No solo eran poetas extraordinarios: tenían vidas extraordinarias.»); y de Ballard, de Bradbury, de Gaiman, de Shelley, de Keats, de Emily Dickinson y del australiano («Mi novio está ahí atrás.»).
Al final le hacen preguntas. La última es de una joven, que más que una pregunta es una lectura: traduce a las Luminosas, protagonistas de Éste es el mar, como «mujeres empoderadas». Enriquez no está cómoda con la lectura. Más bien, con las palabras. Parece tenerle fobia a la posibilidad de ser leída como oportunista. No está de acuerdo con la relación.
Fin.
La gente hace cola para que le firmen el libro. Lerner saca la cámara. Yo voy a buscar mi celular.
Cuando ya estoy encarando hacia el vino me tocan el hombro:
–¿Vos grabaste todo? –me pregunta una piba.
–Sí, espero que se haya grabado.
–¿Me podés pasar tu mail y te escribo así me lo mandás?
Debe tener veintidós años, tiene un arito en el labio y está enclaustrada en un sacón verde musgo. Atrás, en la sombra, una amiga pálida la toma del brazo.
–Sí, claro, ¿es para un laburo?
–No. Somos fans.
La habitación 111
El olor a provenzal llega hasta el living. Se escucha el aceite crepitando. Paul cocina.
Esta vez nos reconoció. Nos habíamos encontrado unas horas antes en Camden, un restorán en Parque Chacabuco, a un par de cuadras de su casa, y charlamos hasta las nueve, cuando el Camden apagó las luces. Ya nos había comentado por mail: «No hay problema de pasar un rato por casa, aunque estamos en obra y es todo un asco. Sillón hay».
Así que fuimos, nos recibieron los maullidos de Emily, chusmeamos las ediciones extranjeras de Las cosas que perdimos en el fuego, sus libros preferidos y entramos al cuarto donde trabaja. Vimos sus discos («Esos discos de The Fall, NIN, son de Paul; lo mío es más pop.»), la breve selección de literatura japonesa («Yo necesito que me hablen más; Kenzaburo Oe sí me gusta.»), un monitor viejo y un altar.
–En realidad, este altar va en la chimenea, que no usamos, pero como estuvimos en obra lo puse acá.
Portarretratos rotos, un búho de madera, piedras, Jesús, arañas de goma, un muñequito-chiste-sexual de una pareja practicando el 69, un pedazo de cráneo pintado, un esqueletito con alas y un hueso humano que robó del Père-Lachaise.
Después de otro par de horas, Mariana está en un sillón negro, Lerner y yo en frente, en un sillón entelado, y en el medio hay una mesa con libros, comics, un catálogo de Diane Arbus y tres vasos de agua.
–De acá saqué «Las cosas que perdimos en el fuego».
Busca en su biblioteca el número Brief Lives, de la serie de Sandman –la historieta guionada por Neil Gaiman que condensa el espíritu dark de los ochenta, la neopsicodelia de los noventa, mitología griega, brujería inglesa y cultura popular–, y nos muestra una viñeta de una página completa.
Ahí está Delirio, hermana de Sueño, tirada boca arriba, en la cama de la habitación 111. El pelo multicolor, la pollera arrugada y las medias de red con agujeros son el primer acercamiento al nombre. Sopla, como una niña, burbujas rosas de detergente. Son esféricas, pero también hay burbujas con forma de corazón, de helado y hasta una burbuja con forma de cruz. El sentido de su nombre aumenta con la viñeta en la que leemos lo que piensa: «el otro lado del cielo – un oso y su sombra – secretos queridos – ‘destello’ es una linda palabra, tan Viridiana – un tratado de óptica – ¿los peligros de fumar en la cama?».
Paul se asoma desde la cocina con un vaso de vino en la mano y nos pregunta si nos quedamos a comer. La miramos a Mariana. Ella sigue hojeando Sandman:
–Lo leo una vez al año.
Parece Delirio: una adolescente en su cuarto, en su habitación 111, rodeada de libros, discos y burbujas de colores.
Emily maúlla.
–Pobrecita, Emily –dice Mariana, con esa voz que ponemos cuando le hablamos a una mascota.
–¿Se quedan? –pregunta Paul una vez más.
Son pasadas las once, Mariana no se hace eco de la invitación y nosotros también estamos cansados. Mejor la dejamos en su burbuja con forma de corazón.
Golosas
–No le pidas perdón: decile que te duele la panza y que no vas a poder ir. Como mucho decile que te disculpe, pero ni siquiera.
Son las siete y media de la mañana y estamos en el auto de Lerner, a punto de ir a La Plata. Desde el asiento de atrás, Mariana me sugiere cómo mentirle a mi jefa.
Una vez que arrancamos, se mantiene en silencio durante al menos media hora. Lee el diario en el celular, chequea mails, Instagram.
–Me arrepiento de haberme ido de Twitter.
Mariana es panóptica pero sin una función de poder: es curiosa en trescientos sesenta grados. Durante la hora y media de viaje hablamos de cómo Patricia Bullrich está llevando el caso Maldonado, de que murió Antoñana (el periodista de TN que conducía el noticiero de los domingos y retaba a su compañera de 8 a 12), nos cuenta de un taller de crónica que va a dar, hablamos de M. John Harrison, de Gran Hermano, de El cuento de la criada, de Santiago Cúneo, de Esmeralda Mitre y de que no se acuerda muy bien cómo llegar. Eso sí: se acuerda de la plaza en la que le vendían faso.
–Yo crecí acá. Con una amiga le afanaba pastillas a mi vieja (que es médica) y quedábamos dadas vuelta mal.
También nos cuenta que es de Estudiantes de La Plata, que le gusta el fútbol pero que aprovechó el último partido de la Selección para meterse en un cine con Paul a ver Blade Runner 2049.
–Es mejor que la primera –polemiza.
Baja del auto con su look rocker: gafas negras, campera de cuero, camisa roja y botas con taco.
El paisaje de la facultad es conocido: jóvenes bajo el sol, bicicletas, carteles preguntándose Dónde está Santiago Maldonado –seis días después aparecería el cadáver–, perros durmiendo en los pasillos, aulas llenas, aulas cerradas, aulas vacías y el buffet, que a veces tiene café y a veces no.
Mariana da teóricos de periodismo en la cátedra de Cristian Alarcón. Antes de entrar al aula nos dice:
–Hoy va a ser un taller porque los pibes están muy atrasados. Si doy un teórico los mato.
En el aula son ocho: cuatro alumnos, tres profesores y ella.
Uno de los alumnos cuenta que está trabajando sobre el budismo en La Plata. Lo que tiene: sabe que hay dos templos budistas en el centro y uno cerca de su casa. Los profesores se miran entre ellos. Escucho martillazos: afuera están en obra. Cuando el alumno deja de hablar, Mariana levanta la cabeza y bloquea el celular. El Panóptico ME: habla del ángulo comercial («Son una PYME a la que le fue re bien.»), del ángulo espiritual («Que es el más complejo.»), y lo conecta con el yoga, con Batman, con Dr. Strange y con «¿Qué es el budismo?, de Borges y Alicia Steimberg».
¿Qué es el budismo?, en verdad, es de Borges y Alicia Jurado. A cualquiera le puede pasar, pero el silencio de los profesores y la atención de los alumnos demuestran que el Panóptico ME no solo informa –y sabemos que en el periodismo la información circula veloz y eso admite un margen de error–, sino que hace literatura: el tono seguro, el detalle, el nombre propio, sea de quien sea, hacen al verosímil.
Lo cierto es que la catarata de datos deja al alumno en estado de shock y a Lerner y a mí pensando en una sola cosa: café.
La clase siguiente pasa más rápido: son más alumnos, más proyectos y hay un buen compañero que ceba mate para todos y nos suma a la ronda. Mariana está sentada sobre la mesa con las piernas cruzadas. Está cómoda, hace chistes y es menos irónica.
Las alumnas, en su mayoría, están trabajando distintas cuestiones en torno a la mujer: las pruebas de aptitud física que rinden las mujeres en gimnasios, la convención de mujeres que se hará en Chaco o la mujer en el ambiente del rock.
Una de ellas, con el pelo hasta la cintura, mechones verdes y segura de sí misma, cuenta indignada:
–A mí me dijeron que cuando Bersuit tocaba en Cemento, a Cordera lo esperaba una fila de chicas en pelotas afuera del camarín.
Verosímil, sin duda.
–Es que a veces son muy golosas –contesta Mariana.
Las estudiantes se ríen. Se nota que la conocen. Por un lado, humor-Enriquez. Por el otro, no se cansa de batallar contra la corrección política. Apoya el colectivo feminista como un bloque programático y basta leer el cuento «Las cosas que perdimos en el fuego» para conocer qué temas la interpelan. Pero su pelea también es con la urgencia de tapar, con los arrebatos victorianos de censurar a Hylas y las ninfas, acusar a Blade Runner 2049 de machista o desconsiderar la cuestión de clase como un eje que lo atraviesa todo.
Cuando salimos, Lerner le hace fotos. Mariana deja de sonreír, pero más por timidez que otra cosa. Es primavera, hace dieciocho grados y estamos encarando hacia una parrilla que ella conoce.
–Me muero de hambre –dice Mariana.
–Por un rato, los mates me distrajeron –dice Lerner.
–Sí, buena onda el pibe ese –digo yo.
–¿El chico del mate? –dice Mariana–. Viene cada tanto; tiene salidas transitorias.
Orfandad total
Huele a podrido. Estamos en Quetzal, un bar cultural, es diciembre y el aire está denso. No el aire de Quetzal, o no específicamente el aire de Quetzal: es la podredumbre de Buenos Aires.
Hace unas semanas se aprobó la Reforma Previsional y hubo represión, policías gaseando jubilados, disparando contra fotógrafos, rompiendo kioscos. Del otro lado hubo manifestantes que tiraron piedras, petardos, más piedras y uno apareció con una bazuka hecha de ramas y cinta de embalar. Veinte minutos de batalla campal.
Pero estamos en Quetzal; Mariana va a leer un cuento. Ya está en el escenario.
–Yo prefiero la música a la poesía y la poesía a la prosa. Pero a mí me sale prosa.
Hace una pausa, busca el cuento en el libro y agrega:
–No es autobiográfico ni nada. Eso tampoco me gusta ni lo hago.
Algunas risas. De pronto cambia el tono a uno más liviano, como si empezara a despegar:
–Se llama «Nada de carne sobre nosotras».
Se mantiene a una distancia prudencial del micrófono y dobla el libro sin cuidado, sin fetiche, como una pescadora que agarra a su presa mientras le saca el anzuelo.
La lectura mantiene un tono neutro, algo lúgubre, pero no pierde el ritmo. El humor grotesco del cuento y el desenamoramiento de la narradora con su novio despiertan más risas.
–Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los dejaron olvidados. Aplausos.
Después vamos al Varela Varelita. Sale una hamburguesa para Mariana y dos lomitos para el team ansioso. Coca, Sprite y Coca-Light. El mozo hace girar las botellas de vidrio sobre la mesa, reproduciendo la coreografía clásica del Varela. Tanto estilo, sin embargo, no evita que se equivoque de gaseosa.
–La podría haber dejado, igual –dice Mariana.
–No era para tanto –agrega Lerner.
–No me di cuenta de decirle: «¡No exagere, hombre!».
Ya hay confianza. Mariana me gasta porque me gusta Kawabata («¿A vos te gusta eso? Ahí está: otro enfermo mental que las hace llorar y dormir ahí, un psicópata, qué sé yo, están locos.»). Exagera el horror.
–¿Qué onda esta semana en el Página? –pregunto con espíritu veraniego.
–Estuvo bueno estar en el diario. Yo fui el jueves. Llegamos bastante tarde, cuando ya sabíamos que no iba a haber más quilombo, o que se había apaciguado. En esos momentos está bueno estar en el diario: son momentos muy obsesivos para mí; es muy feo estar solo en tu casa, o hablando por teléfono. En el diario tenés a un montón de gente laburando.
–Contiene, de alguna manera.
–Sí, contiene. Me acuerdo el 2001 en el diario. Nos pagaban una parte en LECOR, la cuasi moneda de Córdoba, que no sé por qué algunos supermercados de acá la tomaban; COTO, ponele, la tomaba. Jodíamos, hacíamos chistes que desdramatizaban. En el 2001 el diario era un buen lugar donde estar.
De pronto:
–Además en el 2001, Página estaba en Belgrano y Chacabuco, re cerca de Plaza de Mayo. Nos caía gente hecha mierda en el diario, gaseada… Era muy intenso. Después, los primeros meses de 2002, fue un quilombo cobrar. Había meses en que te pagaban el sueldo en cinco veces. Entonces yo me agencié un laburo. Mirá lo que me estoy acordando, me había olvidado completamente de esto.
Bingo.
–Un laburo muy delirante, de un tano, creo que era de la RAI, que venía a hacer un programa sobre cómo se había ido a la mierda el país al que los italianos llegaron cuando Italia se había ido a la mierda. Nefasto. Era totalmente deprimente. Un amigo periodista hacía eso que ahora está muy de moda: un tipo al que contratan porque conoce dónde llevarte. Y yo era la traductora de los tanos con la gente.
Pausa.
–Pero yo no hablo italiano. Yo hablo inglés, francés un poco, pero era tal el grado de no tener un mango que le tradujimos al tano. Y pasaban cosas insólitas: lo llevamos a Lanús; lo llevamos a ver a no sé qué tanos en Berazategui; pasamos un día con el tano y, encima, al borde del crimen porque la gente no tenía muchas ganas de nada y mucho menos de que un tano les viniera a decir lo mal que estaba todo. Hacía cosas horribles: le hicimos una entrevista a la mujer de Gastón Riva, el motoquero que murió en la 9 de Julio, una entrevista muy buena a ella en la casa. El tano creo que se conmovió, sinceramente, pero lo que hizo fue ofrecerle guita. Le dio cien dólares: una cosa repugnante. Nosotros pidiéndole disculpas a ella, horrible. El tano estaba desesperado por un cacerolazo, se quedaba creo que diez días y no ocurría. Y ocurrió el de Rodríguez Saá. Nosotros estábamos muertos de cansancio; odiábamos al tano: ya había pasado lo de la viuda de Riva. Pusimos la tele y empezaron los cacerolazos súper tarde, dos de la mañana y mi amigo me dice: «¿Qué hacemos? ¿Lo llamamos y lo levantamos?».
Mariana pone cara de «ni en pedo», nos reímos y sigue:
–Al día siguiente el tano estaba furioso y nosotros diciéndole: «¡Ni nos enteramos! ¿Cómo puede pasar esto?».
Y dobla la apuesta:
–Y después quería ver cómo era el Año Nuevo en la villa y cómo era el Año Nuevo de los ricos. Yo ahí no fui. Al Año Nuevo de los ricos lo llevaron a no sé qué puto lugar y quería tomar merca el tano. Y le consiguieron merca. Pero para un europeo, la cocaína sudamericana… El tipo terminó tirado en un sillón diciendo que se moría. Una cosa tremenda.
–¿Y el programa?
–Yo nunca vi el programa. Lo vio mi amigo y me dijo: «Es de una indignidad tan profunda haber colaborado con esto». Mi amigo lo debe dar en alguna clase como ejemplo de orfandad total.
Yo no existo
Esta vez Lerner la gasta. Lerner se enteró de que el dueño de El Refuerzo, el restorán donde estamos comiendo, se dice «fan de Mariana Enriquez» y Mariana se retuerce. El problema de tener un fan enfrente para Mariana es simple:
–No hay nada que decir; es una mierda.
Esa noche dice. El Panóptico ME dice sin parar, desde las ocho de la noche que nos juntamos en El Refuerzo, hasta las dos de la mañana, todavía en San Telmo, cuando nos vamos del bar La poesía. Las palabras se amontonan, se rearman, crecen edificios de palabas, palabras-submarinos y palabras que cortan la luz.
Nos cuenta que está escribiendo una novela. Va a tener casi mil páginas, un nene secuestrado, erotismo gore, Triple Frontera, ocultismo, el camino del héroe y América Latina, «todos los muertitos por salir».
Dice de la infancia:
–ET fue la experiencia más bestial que tuve en el cine en mi vida. Creo que lloré cuarenta minutos, pero sin exagerar. Entendí la muerte. No la había entendido en la vida real; no entendía que era una cosa importante hasta ese momento.
El Panóptico ME dice sobre la facha de Richard Ramirez, crea torres de palabras sobre el entendimiento de esos que crecieron institucionalizados, y dice sobre Charles Manson y sobre Segio Schoklender:
–Persona más creepy que conocí en mi vida. No conozco a nadie que haya sido tan intencionalmete-creepy como Sergio Schoklender. Lo conocí en los veinte años de Madres, cuando hicieron un show en Huracán. A mí me mandaron a cubrir los shows de rock. Me acuerdo que fuimos con un avioncito a Rosario que no paraba de sacudirse. La cuestión es que Hebe iba a tardar y la casa de las Madres tenía una sala de espera. Ahí estaba. Polera, de negro; y yo esperando con él. Sergio estuvo los veinte minutos callado, sentado enfrente mío, mirándome. Pero no por mí: te hacía eso. Era una persona que hacía eso. Te intimidaba. Siniestro. Jugando con que vos sabías que él era un asesino.
Hojas de palabras del Panóptico ME diciendo que hay poca literatura de personajes, que cómo no leemos a Richard Gavin, a Paul Tremblay, a Laird Barron, a Lisa McInerney.
Horas y hojas y resmas de palabras de ME diciendo que no es supersticiosa, que Patti Smith es igual a Bono, que el submarino, que Putin, que vio a Rufus Wainwright y que Ale Rozitchner está histérico y que Chocobar y una nota de Cárdenas y que ella también tiene una tía que no sale de la casa hace años, que eso está en su literatura, «pero no por eso hago autoficción». Dice autoficción. Autoficción. AUTOFICCIÓN. La palabra corta la sombra como un cartel en medio de la ruta, un grito de androide y dice con furia y paranoia:
–No la aguanto más. Mi sensación es: no sé por qué tengo que leer como algo súper importante el divorcio de alguien. Hace muchísimo tiempo estoy escuchando que lo que me gusta no es literatura: la literatura es una cosa que me va a pasar cuando sea más grande. Ahora se murió Liliana Bodoc. A mí me gustaba mucho lo que hacía Liliana. Y La saga de los confines, que para mí es un librazo mires por donde lo mires, terminó siendo un libro para el público juvenil. Es una lástima que haya un montón de gente grande que esté leyendo sobre la muerte de la tía de no sé quién y que no esté leyendo La saga de los confines. Hay un abismo literario que es alucinante: de un libro salís diciendo «pobre, qué bajón» y del otro salís loco, llorás, lo cerrás porque no querés ver lo que va a pasar, salís distinguiendo todas las culturas originarias latinoamericanas reinterpretadas con una inteligencia y elegancia impresionantes. Es fastuoso como imaginación y triunfo de la ficción. Está a la altura de Cien años de soledad. Entonces que se muera joven y que se termine hablando de literatura juvenil, y entre los libros del año esté el divorcio de equis… me corroe el ácido, me vuelvo loca. Por eso me frustra un poco la cosa del fan. Me gustaría tener lectores con los que pueda hablar de cosas, no con gente que crea que yo soy genial. Yo no existo. No tiene importancia lo que me pase; es reaburrida mi vida: me pasé todo el verano con la gata enferma.
Hace una pausa, afila la daga y sonríe:
–Y encima se salvó.
¿Qué le pasa?
¿Entonces el Panóptico ME, como aquella foto famosa de Susana donde se habían excedido con el Photoshop, no tiene ombligo? ¿El Panóptico no se mira a sí mismo? ¿Y cuál es la urgencia de hablar de estrategias de marketing que estimulan la autoficción y así combatir la imaginación, a un año de que el premio Clarín lo haya ganado Cadáver exquisito, o a dos años de que el Premio de las Américas lo haya ganado Quema (dos novelas de género)? ¿O cuando el último superhit de Netflix haya sido Stranger Things, una serie que retoma los clisés del terror y la ciencia ficción de los ochenta? ¿Y lo que pasó con sus libros? Quizás el planeta esté en manos de reptilianos; todo indicaría que sí. Que el mundo es una gran olla en la que nos cocemos sin saberlo, víctimas de una receta hermética y arcaica, a merced de los planes del Mal, la mano que revuelve el cucharón de madera gigante. Sea como sea, pareciera haber una decisión política de ME en colocar la literatura de género como una outsider. A pesar de las traducciones, los premios y los viajes, ME insiste en que la literatura de género está afuera del tablero donde se juega la Gran Literatura. Es una queja y a la vez parece una batalla por no pertenecer.
Pero volvamos al comienzo. Estamos en Le Blé. Cuisine de Tradition, un domingo de invierno y son casi las cinco de la tarde. Mariana termina su café con leche, Lerner su té y yo mi café doble.
Estuvimos hablando durante más de tres horas, haciendo el recorrido habitual de lo alto a lo bajo y de derecha a izquierda: nos contó que estuvo en Asturias, en el Festival de terror, fantasía y ciencia ficción Celsius 232, y que «ahí hablás más de literatura, paradójicamente; menos rosca, menos cara, menos cena»; que estuvo en París durante la semifinal del Mundial y lloró y que no entiende por qué una amiga estaba a favor de Croacia «si es un equipo con limpieza étnica: no hay ninguno que no se llame Rakitić… la quería matar»; que a fin de mes se va a Dinamarca, de ahí a Barcelona y después a Sudáfrica; que «Sudáfrica me da curiosidad; Dinamarca, no… no tengo fascinación por los países nórdicos, demasiado rico para mí, me agobia» (¿Entonces la literatura de género sería el Tercer Mundo en el Planeta Literario?); se tropieza con las palabras cuando dice que «todo es absurdo a un nivel vergonzoso: hoy estaba mirando en la tele La Rural y al súper-toro-negro le pusieron Mbappé»; contesta que sí, que quiere barbacoa; dice que quiere «ser un androide, no quiero ser una mujer-que-tiene-hijos, eso es el pasado» y que «el otro día vi a esa piba con la que están todos culos para arriba, Nanette: no le creo nada».
Se pone seria cuando dice que «eliminar la posibilidad de que una mujer sea una hija de puta es grave y me parece feminista reconocerlo: sacar a la mujer del estado de Santa y darle a la mujer la condición de persona-capaz-de-lomismo- que-cualquier-otra es feminista». Hablamos de la locura de Ricardo Melogno, el asesino de taxistas de Magnetizado; de los abusos en La traición de Rita Hayworth; de que «basta de WhatsApp, por Dios, arman un grupo por cualquier estupidez» y llegamos a Patrick Melrose, la serie basada en los libros de St. Aubyn y nos dice que «los libros son lo más, me los recomendó un librero en Londres en los noventa, yo estaba leyendo Dennis Cooper, Easton Ellis, Irvine Welsh y me dio Bad News: es el mejor libro de drogas que leí en mi vida, incluidos todos»; y volvemos al pasado, a las sustancias, a la negación de los padres, a un acto de honor de un amigo y anécdotas de borracheras en premios literarios, de vómitos de vino tinto y de esa vez que quiso prender fuego una casa.
En las otras mesas ya están pidiendo medialunas, crumble de manzana, chocotorta.
Nosotros recién pagamos el almuerzo y pretendemos encontrar algún cementerio abierto. Si bien Mariana está resfriada, cuando le preguntamos si quiere ir a hacer unas fotos contesta, al igual que siempre, «como ustedes digan».
Afuera todavía es Chacarita: Dorrego está vacía salvo por un supermercado chino abierto y un anciano muy abrigado que camina detrás de su perro. El viejo esquiva los charcos de una lluvia pasajera y el perro mea los árboles que se alzan bajo las nubes de agosto.
A partir de este momento, el audio de la grabación está afectado por el viento, hasta que nos subimos al auto y cerramos las tres puertas. Lerner al volante, ME de acompañante y yo me acomodo en el medio del asiento trasero, haciendo el papel de copiloto, un poco menos que patético, abriendo el Waze.
Lerner prende el motor y el audio vuelve a escucharse como si estuviéramos bajo el agua o con los oídos tapados. «Luis Miguel es como un fantasma que se droga mucho», se alcanza a escuchar que dice ME.
Estamos yendo primero al Cementerio Alemán o al Británico, que para ME son más lindos. Lerner agarra Corrientes, pasamos por la estación del Urquiza, Avenida Guzmán, sobre el techo caen gotas de lluvia apenas un viento se levanta y Lerner baja la velocidad. A nuestra izquierda, la fachada blanca: Deutscher Friedhof. Cementerio Alemán.
Cerrado.
Los puestos de flores, engranaje fundamental del reloj de la muerte, están vacíos. Seguimos por Elcano hasta el Cementerio Británico, pasamos por esa entrada con rejas verde inglés que parece más la entrada de una escuela bilingüe que una casa para los muertos, y tampoco tenemos suerte.
Todavía no son las seis, el horario en el que los cementerios dejan de recibir a los vivos, pero ya están cerrados «porque es invierno», dice ME, aunque yo sospecho que es porque está resfriada.
Volvemos para el Cementerio de Chacarita y en el audio se escucha que ME dice que «hoy lo estaban enterrando en Chacarita a Bredeston. Estaba Nora Cárpena llorando. Señora: ¡hacía ocho años que Guillermo estaba en coma!». El Panóptico ME no descansa ni siquiera los domingos.
El celular se está por apagar. En los retazos de conversación de esos últimos cinco minutos se escucha que «ahora sostienen que el padre de Luis Miguel es un carnicero de Alejandro Korn», que «Aickman es como una isla; se influenció solo» y que «como yo no manejo, tengo un desconocimiento».
Quizás ahí estaba el punto (desaprovechado): Mariana Enriquez no sabe manejar. A lo largo de este año y medio nos encontramos con una persona a la que, comúnmente, llamamos «calle»: atenta, empática y con visión panorámica. Pero solo una vez la había visto con un desconocimiento.
Fue en La Plata, frente a un niño, después de presenciar las cuatro horas de clase en la facultad. Mariana nos llevó a comer unos lomitos a una parrilla que conocía, de esas con buenos precios y porciones que a uno le devuelven la fe en la humanidad.
Estaba soleado, Lerner estaba sacando fotos en la plaza que nos rodeaba, mientras Mariana y yo hacíamos la digestión bajo el toldo.
Estábamos en silencio. Ella enfrente mío, tomando Coca de un vaso de plástico, como quien degusta un whisky, y yo fumando un tabaco. En eso aparece un nene. Tendría entre seis y ocho años y no estaba haciendo nada. No hablaba, no estaba pidiendo plata, no estaba perdido. Solo estaba parado ahí, al lado de nuestra mesa, sonriendo, muy entretenido, observando a Mariana.
Ella se ocultaba tras el vasito de plástico. Lo miraba de reojo, chequeaba el celular y se hundía cada vez más en la silla. De pronto se quejó:
–¿Qué le pasa? –dijo al aire.
Algo que, tranquilamente, podría haber sido lo que el niño estaba preguntándose al verla beber con tanta delicadeza, y lo que yo sí, efectivamente, me estaba preguntando al verla en ese estado de completo desconocimiento. Pero la pregunta quedó flotando entre los tres, sin saber muy bien a quién le tocaba responder, sin saber muy bien quién había hecho la pregunta.
Lerner estaciona enfrente del Cementerio de Chacarita. A diferencia del Británico o el Alemán, en la puerta de este cementerio siempre se venden flores.
–¿Está cerrado? –le pregunto.
El motor se detiene y el ruido subacuático se disipa. Se me destapan los oídos y la grabación recupera la claridad del audio. Pero ya es tarde.
–Y bueno, ya está –dice Mariana. Y sintetiza: –Hablamos de drogas. <
